miércoles, 26 de septiembre de 2012


VIENTO DE FUEGO

“Quítate el pijama, métete a la cama, porque Juan Pestañas ya va a venir”, así le cantaba el tío Enrique, cuando ella era niña.
Cuando ella cumplió veintidós años y un día bajó del auto con tres bidones llenos de gasolina y regó el contenido alrededor del auto del tío, un valiant 64, color amarillo. Fue el regalo de cumpleaños que se dio. Su prima Sonia le había ofrecido otro regalo esa mañana.
Ella se sentó en el césped, se recargó sobre la pared de ladrillos sin repello y, desde ahí, en un movimiento como de pajarillo que se lanza por primera vez al vacío, aventó un cerillo prendido y esperó. El pasto agarró fuego y se esparció como se esparce el viento en la pradera. El valiant agarró fuego. Dos o tres ventanas de casas vecinas se alumbraron y luego los dueños aparecieron. Una mujer gritó: ¡Fuego, fuego!, un hombre gritó: ¡Ya, pinche vieja, mejor avise a los bomberos!
Ella seguía esperando. Esperaba que el tío Enrique asomara por su ventana.
Porque, de seguro, el tío ya había olvidado cómo entraba a su cuarto y le cantaba. Seguro que lo había olvidado, porque no sólo le cantaba a ella, sino también a Sonia. Ella tenía ganas de gritar:”Revive y sal”, pero los muertos ya no se asoman a las ventanas.
Los viejos uñas de lobo tienen la facultad ingrata de olvidar lo que hacen a sus sobrinas en noches de luna llena. Son ellas, las niñas bonitas, las que no pueden borrar de su piel y de su alma el cochambre del mundo; son ellas quienes, por más agua que echan sobre su cuerpecito, no pueden exorcizar el fantasma oscuro y ardiente que, noche a noche, arde en sus gajos de hielo. Porque ella era un pajarillo, temblaba cuando oía los pasos del viejo, presintiendo su aliento de albañal. El tío entraba, cerraba la puerta con seguro y se acercaba a la cama. El viejo se hincaba; ella, el pajarito, volvía la cabeza hacia la ventana y miraba cómo, a través de la persiana, se colaban los rayos de la luna llena. Él era el lobo del cuento. Las manitas de ella sudaban, mientras las de él, viejo rugoso, como árbol antiguo, retiraban la sábana. Entonces, él, en voz baja, de pesadilla eterna, cantaba: “Quítate el pijama, méteme a la cama, porque Juan Pestañas ya va a venir”, y metía su mano adentro del pantalón del pijama de ella, niña pajarito. Mientras el viejo destrozaba sus alitas, ella, niña canario, con sus ojitos, trataba de atrapar los rayos de la luna. Pero no lograba hacerlo porque algo como un eco resonaba en su mente y escuchaba la voz que le cantaba: “Quítate el pijama y métete…”, y ella subía sus manitas y las apretaba contra sus oídos pero el eco persistía. El sonido estaba en el fondo del pozo y ya nunca podría ahogarlo.
Ella seguía esperando. Ya muchas ventanas estaban iluminadas; ya muchas personas, con pijama, habían salido de sus casas y, con arena y con agua, trataban de apagar el fuego que consumía el valiant 64.
Ella, recargada en la pared, con las manos rodeando sus rodillas, seguía esperando. Esperaba que el tío Enrique asomara por la ventana. Pero estaba segura que él no asomaría, porque la mañana anterior los vecinos lo habían encontrado tirado a mitad de su recámara, con un tiro en la frente. Sonia, la mañana de la muerte, la mañana del cumpleaños llegó a casa del tío, tocó. Él, amarrándose la bata de toalla, con manchas de orines y de cerveza, abrió la puerta. Sonia lo abrazó y, en voz baja, como él lo hacía en esas noches de luna llena, le cantó: “Quítate el pijama, métete a la cama…” y lo guió hasta su cuarto. El viejo se dejó quitar la bata, dejó que Sonia lo empujara sobre la cama y que tomara su pene, flácido, talguatudo, y jugara con él; dejó que su sobrina le pidiera un favor: “Cántame, tío, cántame como me cantabas esas noches en que jugabas con mi vagina con tus dedos”, y cuando el tío abrió la boca y comenzó a cantar con una voz cansada: “Quítate el pijama…”, Sonia le soltó el pene, tasajo de carne seca, sacó la pistola y le soltó un balazo en la frente.
Ella, recargada en la pared, seguía esperando; esperaba que el tío apareciera en la ventana, mientras los bomberos asfixiaban el fuego que consumió el valiant 64.
Sonia llegó cuatro horas antes al departamento de ella y la abrazó en cuanto abrió la puerta; la abrazó como abraza el dique el agua de la presa y le dijo: “Ya, niña bonita, ya, la pesadilla ya terminó. Juan Pestañas ya no vendrá más a molestar tus sueños”. Ella no preguntó, intuyó que Sonia había hecho lo que tantas veces habían platicado.
Ella espera, mientras mira cómo la gente, en pijama, regresa a sus casas y los bomberos enrollan las mangueras y suben al carro. Ella espera. Muy lejos, casi detrás de la montaña, oye que alguien canta: “Quítate el pijama, méteme a la cama, porque Juan Pestañas ya va a venir”; piensa que, tal vez, otro Juan Pestañas, ya no el de ellas, avanza en alguna recámara. Habrá que preparar más bidones con gasolina.
Pobre niña canario, pobre niña cenzontle. Espera, espera que algún rayo de luna se cuele por su ventana.