lunes, 17 de septiembre de 2012

FINAL DE CUENTO




“¿Quieren que les cuente un cuento?”, dijo Teófilo. Lo dijo en el tono de Brozo, como lo hacía cada tarde, a la hora que sus clientes ya estaban medio entonados. Ese día, como lo hacían siempre, los clientes de la cantina gritaron: “¡No!”. Pero ese día, al contrario de los demás, don Teo ya no gritó: “¡Pues se joden, porque se los contaré!”.
Esto que es el principio de esta Arenilla, fue el final de la historia. Porque dos segundos después el edificio se derrumbó en menos de un minuto, como si hubiese ocurrido un temblor o la bomba de Hiroshima se hubiese equivocado de lugar.
Lo impresionante no fue la muerte de todos esos borrachos adentro de la cantina “La hija de los agravios”, sino la cantidad enorme de testigos (más de quinientas personas, según la nota de un día después, redactada por Romualdo Hernández, en el periódico “Reforma”).
Tres meses antes (más o menos) el ayuntamiento dio a conocer que sería derruido el edificio de tres plantas, donde, en la planta baja funcionaba desde hace más de treinta años la cantina de don Teófilo, que, cuentan los cronistas, llegó al pueblo desde la ciudad de Veracruz, adonde había llegado hace más de cuarenta y cuatro años, proveniente de España. Teófilo (cuando le preguntaban por su oficio) contaba que en Madrid había trabajado, de niño, como ayudante en un bar en la calle de la Virgen de los Peligros. El temblor de 2011 provocó daños al edificio. Las autoridades de Protección Civil determinaron que debía derruirse. Los inquilinos de los departamentos del segundo y tercer niveles fueron desalojados y, de manera temporal, les dieron casas de interés social en la Colonia “Los que llegaron y no se fueron”. Sólo don Teófilo se rehusó al desalojo. Firmó un acta donde especificaba su derecho a morir como él quisiera. En un párrafo, que a doña Esperancita le causó un llanto con hipo que le duró más de dos horas continuas, don Teo decía que durante setenta y nueve años de su vida había sido un oficiante de la cantina, sus manos estaban llenas de un aroma de cedro con alcohol. Esa mezcla era difícil de hallar entre los diversos oficios, por lo tanto, después de haber oído miles de historias de hombres que se arrepentían de haber hecho lo hecho y de miles de historias de hombres que se arrepentían de no haber hecho lo que no hicieron, apelaba a su derecho de expresar su última voluntad y de exigir que se le respetara. Como si oír tanta historia miserable fuese motivo de condena él exigía que le dejaran morir al lado de la barra de cedro que durante tantos años fue el motivo de su vida. Y una vez escrito eso pidió a su compadre Elías que lo encadenara y le pusiera diez candados y los retacara con colaloca.
El Presidente Municipal llegó a convencerlo de lo contrario. Como don Teo andaba encadenado, el mismo Presidente sacó una cerveza de la hielera, la destapó y luego, quitándose el saco y subiéndose las mangas de la camisa, dio un sorbo. Después de doce cervezas y cuatro “talguatazos” de ron, el Presidente salió tambaleante y declaró a la prensa que todo mundo, ¡qué chingados!, tiene derecho a morir como quiera y si don Teo había decidido morir adentro de su cantina nadie lo impediría. Lo último que hizo el Presidente, ya bien bolo, fue enviar al licenciado Rosendo, su secretario particular, por su saco. Cuando Rosendo salió y a punto de que el Primer Oficial diera la orden de accionar los explosivos un grupo de clientes asiduos de la cantina entró, se sentó en las mesas y pidió una ronda de cervezas bien frías. Don Teo rió, rió mucho y todos los demás hicieron lo mismo. La multitud que estaba en la calle entendió que el grupo de borrachines había decidido ejercer su pleno derecho de elegir la forma de muerte. Todas las mujeres se persignaron y el Primer Oficial, como si fuese el juez de una justa deportiva, bajó la bandera en color amarillo y el chalán, que estaba hincado, bajó los brazos sobre el dispositivo. La explosión se escuchó por toda la ciudad, la nube de polvo creció como un hongo multiforme y el edificio cayó como, a veces, caían los bolos a la puerta de la cantina “La hija de los agravios”.
Segundos antes de la explosión, cuentan varios testigos, oyeron la voz de don Teo que decía: “¿Quieren que les cuente un cuento?”.