viernes, 30 de noviembre de 2012
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO, A VECES, EL CORO DE ÁNGELES OFRECE UN CONCIERTO EN LA ANTESALA DE LA OSCURIDAD (Primera parte de dos).
Querida Mariana: la Universidad Autónoma de Chiapas sólo consigna un caso, en 1934. Es, por lo tanto, muy raro que un cenzontle se crea burro. Burro se creía el cenzontle de la casa de la tía Elena. ¡Ah, qué burro!, decía todo mundo, porque para la gente es más sencillo criticar que consignar el asombro. El pueblo entero miraba con cierta resignación y con total aroma cotidiano el hecho de que “Angelito” se creyera burro y, por las mañanas, trepado en el palito de su jaula rebuznara a todo lo que daba. Incluso no faltaba el perverso que se permitía bromas con el tamaño de su sexo.
La tía Elena compró el cenzontle en el Mercado Primero de Mayo. Lo compró con doña Ausencia que, de vez en vez, cuando la crisis económica la ahoga, en lugar de vender tamales de bola (con su chilito de Simojovel), vende pájaros. Un complejo de culpa asoma, porque cree que los pajaritos deben volar en total libertad por todos los cielos. Pero, las panzas de sus dos nietos son más convincentes y debe llenárselas. Por esto, cuando no tiene para comprar la manteca para hacer tamales, muy temprano se pone un chal y sale a la montaña. Por en medio de “espinos” camina y levanta la mano mientras silba. Algún don posee porque las aves despiertan y, atolondradas, vuelan hasta posarse en su mano, como si fuesen halcones entrenados en cetrería. La mujer mete en un bolso de mimbre todos los pájaros que atrapa. Le basta caminar un trecho de cien o doscientos metros para llenar el bolso. Al final tiene que espantar los pájaros que, necios, bobos, insisten en posarse en su mano. Baja de la montaña y mete a las aves en jaulas. Ya, pichitos, dice a sus nietos que también duermen en jaulas, ya, ya tenemos para comer toda la temporada. Por lo regular, estas crisis de dinero asoman en temporada de diciembre. La mujer piensa que es porque el dinero también siente frío. ¡Qué raro proceder!
Bueno, así, elevando la mano como si firmara una oración, consiguió al cenzontle que, dos días después, compraría la tía Elena. Esa mañana, la tía decidió que compraría un canario. Tomó su bolso y una jaula pequeña, de color cetrino, con algunas manchas de óxido. Pensó que después de comprar el kilo de jitomate y el manojo de cilantro iría a la Veterinaria del Doctor Hernández y compraría el canario amarillo que había visto la tarde que fue al rezo de la Panchita, en el templo de Jesusito. Pero, a la hora que elegía los jitomates para colocarlos en la bandeja oxidada para el pesaje, doña Ausencia apareció y le dijo: ¿compras’té un canarito? Ah, qué muda, esta mujer, pensó la tía Elena al ver que lo que la mujer ofrecía no era un canario. Pero, ¡Dios mío!, pensó, de nuevo, la tía. ¿No sería una señal de alguna almita en pena reencarnada en esa ave? ¿Cuánto?, preguntó. Dos mil, dijo doña Ausencia. Es bien cantador, dijo, y retiró totalmente la manta blanca que cubría la jaula. Mirelos’té, dijo. El cenzontle, todavía pequeñito, brincó sobre la jaula y emitió un pitido como de tren recién nacido. ¿Ya miros’té qué chulito?, insistió la vendedora. La tía abrió la jaula que llevaba y dijo: metelo acá. Abrió su bolso y le pagó a la mujer y, como si espantara un mal sueño, movió las manos y le dijo a la mujer: andate ya, antes de que me arrepienta. Doña Ausencia se santiguó, porque era su primera venta. Se retiró y, en la puerta del mercado, metió la mano a su bolso y encontró un “Guardabarranco” y lo metió a la jaula y comenzó a ofrecerlo a los que pedían un vaso de jocoatol.
La tía Elena colocó la jaula en el clavo de la entrada. Remojó unas tortillas secas en agua y le dio de comer al cenzontle.
¿Cuándo la tía se dio cuenta que el cenzontle se creía burro? Te lo contaré en otra carta, ahora tengo que ir al Súper San Luis a comprar croquetas para mi gato que, gracias a Dios, se cree lo que es. Un beso, mi niña canario.
miércoles, 28 de noviembre de 2012
SIN ALAS DE PAPEL
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como un árbol sin hojas y mujeres que son como un árbol sin pájaros (sin albur).
La mujer árbol sin pájaros es como una mano que alisa el papel. Sus ramas son como brazos que intentan alcanzar la blancura del cielo. Cuando advierte que no tiene pájaros asume el prodigio del vuelo y deja sus raíces en el tendedero. Come papitas a la francesa y toma té inglés sólo para rozar el laberinto del deseo. Sabe que las papas francesas son dañinas al cuerpo, pero su espíritu necesita escuchar el simple je t’aime, je t’adore. Necesita escuchar la palabra que rueda como el dedo sobre el balón con que su amado juega una simple cascarita sobre su piel de madrugada.
No acude a antros ni discotecas. Le encanta asistir a “tardeadas”, como si fuese su madre que, en los años sesenta, se subía al columpio del huerto. Las tardeadas de entonces tenían la inocencia del trigo.
A la hora que ama abre los ojos como si fuese una montaña en posición de vuelo; cierra los labios como si la niebla fuese rezo para su cuerpo. La palabra “fin” no significa término, sino objetivo. Por esto, en el cine sabe que cuando aparece la palabra sobre la pantalla significa que todo está por comenzar: el café que reúne mariposas, el vaso de vino que contrae la mano que busca alhelíes en el cabello de su amado, y la luz amarilla que es una preventiva.
No es de las que creen que más vale uno en la mano que ciento volando. Sabe que una parvada en el cielo es más, siempre será más. La línea de alas en vuelo es la promesa de una mejor distancia. ¿Por qué los pájaros no se quedan en su esquina, por qué no le conceden un patio para su lluvia? Tal vez sea porque los “lockers” guardan todo menos la luz; tal vez sea porque la ventana es como el pizarrón para la mirada; tal vez sea porque la silla no alberga frazadas para el frío de tarde.
Le gustan los pasillos, primos hermanos de los túneles y de los laberintos. Le gustan porque siempre tienen un aroma de reloj de pulso.
Cuando escribe cartas asume que la mirada es una nostalgia de viento. Cuando se siente sola sube al arrecife del sueño y se despeña en el silencio. Lo hace porque sabe que el silencio es la cúpula donde no existen carreteras.
La piedra es la sustancia que más le gusta: la piedra que duerme en el fogón, la que sirve para dar filo a la noche, la que danza en el interior de los nichos. Le gusta la piedra por su vocación de gruta, por su gusto de fondo de mar, por su capacidad para soportar todas las huellas, por su oleaje de coco sobre las palmeras.
Le fascina tumbarse sobre una hamaca mientras los cayucos bogan en ríos de tarde. La hamaca la seduce por los huecos que siempre son como alas de gaviotas, que son como campanadas que tejen el mimbre de nuestros deseos.
Ríe, ríe mucho, lo hace cuando baila, cuando aparece una foto en blanco y negro, cuando una mujer avienta besos, cuando un niño lee un libro de cuentos. Ríe, ríe mucho cuando come un chile que pica demasiado, cuando un brazo de río es como una luna para el sueño.
A veces piensa que le gustaría ser vela de velero para recibir el viento y la lluvia sin distingo de encrucijada; piensa que le gustaría ser un aplauso, sin importar si es para el final de la actuación de la orquesta o si es para el principio en que el foco se prende y realiza el milagro de la luz y del fuego.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como rayos de llanta de bicicleta y mujeres que son como hoja seca tirada en el suelo.
lunes, 26 de noviembre de 2012
Con un abrazo para el doctor Hugo Morales Zúñiga, por
la ausencia física de sus papás.
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA PALABRA ENCUENTRA EN LA ORACIÓN LA LUZ MÁS TENUE
Querida Mariana: ¿cuándo se hace más grande la grieta? Cuando no hay un puente para vislumbrar las alas. El vuelo, niña mía, es lo que define el espacio. Las aves no distinguen entre el aire y la piedra, porque, siempre, vuelan por encima de ellos.
Nuestra patria es el territorio del sueño, ahí donde la mano de nuestra madre inflama la madrugada.
La memoria nos sirve para encajar la puerta que se abría cuando jugábamos que éramos la torre más alta del cielo.
¿En qué instante perdemos el rumbo? Lo extraviamos cuando la escalera tiene rotos sus escalones, cuando el árbol de durazno comienza a florecer a mediodía. Todo, así nos lo enseñan nuestros padres y nuestros abuelos, todo tiene un tiempo. Hay un tiempo para ser roca a mitad del mar; tiempo para dar la vuelta en las esquinas; tiempo para caminar por las calles antes de ir al templo; tiempo para volverse vela de navío o vela de oratorio y confesionario.
La palabra, niña viento, sirve como almohada para quien extravió el vuelo; también sirve para la hora en que el sol se oculta detrás de la montaña. La palabra, niña aire, sirve para enderezar la curva que esquiva el túnel.
La palabra es como una ramita de albahaca para quien se siente solo, para quien es como una maleta en el andén, olvidada. La palabra no tiene motivo para reír cuando falta el triciclo o la línea que traza el camino. Pero sirve como tiovivo para cuando no hay música ni taza de café en la tarde.
Por esto, quienes caminamos sobre terrenos llenos de piedra alzamos la voz y pronunciamos la palabra en silencio. Nos la untamos como si fuese un rayo de sol en invierno; la convertimos en la luz que inflama el camino por donde corre el niño que un día fuimos.
A veces, mi niña de fuego, nos sentamos en medio de un bosque y buscamos las ardillas para jugar con ellas, pero en lugar de lámparas hallamos teclados oscuros y notas de marfil sin dientes. El mundo, niña de madera, está hecho de cristales con vaho, de alfombras rotas y de sillas donde las patas son rodillas de ancianos en busca de adviento.
Cuando todo parece una pared húmeda, cuando todo es como un hueco lleno de cucarachas, es momento de abrir el baúl que nos legó el abuelo y sacar la palabra con su complemento: el silencio. No lo sabemos, los mortales no podemos saberlo, pero el silencio es la palabra más tenue, la más dulce, la que viene de antes, de antes de que el universo fuese la campana que hoy desnuda nuestro cuerpo. El silencio, niña mía, es como la mano que nos da la taza de té, como el labio que nos besa y nos dice: ya, hijo, ya, pasa nada. Porque en la Nada, niña, está concentrado el Todo y por eso, a veces, todo nos sabe a nada.
¿Cuándo se hace más grande la grieta? ¿Cuando nuestro papá y nuestra mamá, desde la reja del jardín de niños, nos dejan solos en el aula? ¿Qué suple el patio de nuestra casa? ¿Qué sucedáneo para el abrazo que nunca vuelve? ¿Sirve de algo la palabra? ¡El silencio, mi niña! Ahí están envueltas todas las palabras y este amasijo, mano de Dios, que nos recuerda: ahí donde estoy yo, ahí la sonrisa y las manos del padre y de la madre.
Silencio, niña. No más, no menos. Albahaca para el cuerpo y para el alma. Silencio.
sábado, 24 de noviembre de 2012
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL SOL CALIENTA LOS PATIOS EN INVIERNO
Querida Mariana: una canción de Raphael, el divo de Linares, habla de la tragedia y de la felicidad de las cartas. Las cartas contienen la vida y la vida contiene la luz y la sombra. La otra noche sonó mi teléfono. Era Tony Guillén: “¡murió El Chenco!”, me dijo. El Chenco es Héctor Manuel Sánchez Morgan. No sé si era chenco (zurdo) o si le decíamos así porque un hermano mayor es el famoso zurdo del básquetbol comiteco, el famoso “Chenco”.
“A veces llegan cartas con sabor amargo, con sabor a lágrimas…”, dice la canción de Raphael. Ahora poca gente escribe. Ahora todo es a través de celulares o de mensajes en el facebook. De todos modos, a veces, los mensajes tienen el sabor de la ceniza. El otro día Cecy Cordero escribió en el facebook: “estoy triste por el fallecimiento de una prima con la que tuve muchas coincidencias y quise mucho”. Hablaba de Tenchita Córdova Cordero. También lamento el deceso. ¡Dios mío!, esta carta se está convirtiendo en un obituario, porque días atrás, Paty, mi Paty, me llamó por teléfono y me dijo: “Ay, Molis, se murió el papá del doctor Hugo”. Y el doctor Hugo, mi niña de tierra, había perdido a su mamá ocho días antes. La orfandad total en apenas diez días. ¡Dios mío! En esos momentos uno quisiera esta en una isla, sin enterarse de nada. Quien quedó en una isla es mi amigo, el doctor Hugo. Entró a esa dimensión de grieta para siempre. De acá en adelante todo será un tratar de llenar el hueco de la ausencia. ¿Qué hojita de menta se puede untar sobre el corazón de quienes sufren una pérdida de ese tamaño? ¿Qué silencio puede completar la palabra que no sacia?
“A veces llegan cartas con sabor a gloria, llenas de esperanza…”, dice la canción. Por fortuna, no todo es grieta. A veces, a veces llegan pájaros que, en lugar de cagar las ventanas, nos llenan de alegría en su vuelo. ¡Ah, qué bueno! La tía Elena decía: “Dios aprieta, pero no ahorca”. Por esto siempre rezaba: “Señor, que el lazo de tu voluntad amarre la bestia del mal”. Que así sea, contestábamos todos los sobrinos, hincados sobre la juncia, hasta atrás del oratorio, mientras molestábamos a las primas jalándoles el cabello. Nuestras primas, años después, se convirtieron en muchachas bonitas que ya no se dejaban molestar más que por sus amados. Nos quedamos con esa frustración de no saber bien a bien qué significa ese dicho de: “A la prima siempre se le arrima”.
Cuando sentimos que la cuerda nos asfixia, algo sucede en el universo y la cuerda se afloja. Debe ser el Dios de la tía que ya dejó de apretar. ¡Bendito Dios! Así lo comprobé la otra mañana, apenas dos o tres días antes de la muerte de Héctor. Iba a la oficina, caminaba viendo hacia el suelo, pendiente de no resbalar en la laja o de pisar caca de chucho. Iba a la oficina para cumplir con mi encomienda, cuando apareció ¡un rayo de luz!
A veces estamos en casa y oímos el timbre del teléfono o entramos al facebook y leemos los mensajes. Siempre hay una piedra en el estómago y en el sentimiento. Desde el otro lado, quien habla o escribe puede enviarnos un mensaje alentador o una manta oscura. Por esto, siempre, antes de levantar la bocina o de abrir el correo virtual cierro mis ojos y pido que sea luz, por amor de Dios, que no sea algo malo, que todo sea como una plaza llena de sol o como un arroyo de agua limpia. A veces salgo a la calle y camino por estas calles benditas y cada que me topo con un conocido o con un afecto y me toca el hombro y me dice: “¿ya te enteraste?”, pido lo mismo de siempre. Porque en la calle también recibimos mensajes “con sabor amargo”, pero también cuerdas “con sabor a gloria, llenas de esperanza”.
Alegría fue lo que recibí esa mañana. Un hombre cruzó la calle y me detuvo. ¡Era “El chino”! Alfredo Gordillo Zamora, “El Chino”, estaba frente a mí, con su sonrisa de ventana abierta, de ventana de cristales limpios, como si alguna mano los hubiese limpiado con papel periódico. Porque eso sí, decía la tía Elena, no hay como el papel periódico para limpiar los cristales; lo decía mientras limpiaba los vidrios del nicho donde tenía un niño Dios, del siglo XIX. El niño era de madera y a una de sus manitas ya le faltaba un dedo, vestía un pañal azul, un azul como de Lago de Montebello antes de que tuviera el color de la caca (¿qué sobrino heredó esa imagen bellísima, tallada en Guatemala?).
Tenía como “mil ocho mil” años de no ver al Chino. Tal vez desde que estudiamos juntos el bachillerato. Me dio mucho gusto verlo, apenas cinco minutos. Él ya estaba a punto de regresar a la ciudad de México. Pero, contame, le dije, ¿a qué te dedicás? Vendo granos en la Central de Abasto, dijo. Y lo vi contento. Iba a hacerle el chiste malo: ¿entonces también vendés cuches comitecos con granos?, pero me contuve. Y me contuve porque no podía cambiar la vocación de ese instante, esa vocación luminosa que tuvo de origen. A Alfredo también le dio gusto verme. Yo iba a la Casa Museo a atender un grupo de estudiantes de séptimo semestre de la Licenciatura de Gestión y Promoción de las Artes, de la UNICACH. Llevaba tres ejemplares de mi novelilla: “Yo también me llamo Vincent”, para entregar a aquéllos que les interesara leerla. No te vayás, le dije a Alfredo, dejá que te dedique este librincillo y dejá que te tome una foto (acá te la anexo). ¿Mirás su rostro? No ha cambiado. Bueno, bueno, claro hay cambios físicos, pero ninguno en su corazón. Así como lo mirás, así era en la preparatoria, lleno de vida, con una sonrisa de árbol en primavera. Ah, qué gusto verlo.
Cuando Tony me dijo que El Chenco había muerto, de inmediato regresé al Comitán de los setenta. Cuando alguien cercano muere, la noticia nos remite al interior de nuestro espíritu, ahí donde reposa la memoria.
Sé lo que siente mi amigo Hugo. El impacto de la doble ausencia lo mandó al pozo de su interior, hasta el fondo. Ahora se trata de subir, poco a poco hasta llegar a la superficie de nuevo. Una vez que, con la ayuda de la suprema energía, se alcanza el borde, aparece la oportunidad de llenar de luz el recuerdo. Como si fuera el nicho donde la tía guardaba el niño, así nuestro interior es el recinto donde conservamos nuestras ausencias afectivas. Ahí está mi papá y a diario limpio los cristales para que él se sienta bien.
Cuando Héctor regresó a Comitán (hace ya varios años) coincidimos un día y platicamos. No volvimos a vernos. Una tarde, hace como un año, Roberto Arriaga me dijo que Héctor estaba mal, estaba hospitalizado. Él me mantuvo informado. Un día me dijo que ya había salido del hospital y que su gusto más grande era el billar. ¿El billar?, pregunté, como si fuese un sordo o un débil mental y debieran repetirme las palabras. Sí, dijo Roberto, y me contó que Héctor iba todas las tardes a jugar billar. Pensé entonces que el “vicio” maravilloso del pul y de la carambola debió aprehenderlo en “El Nevelandia”, lugar donde, los preparatorianos, íbamos a jugar billar todas las mañanas y tardes. Y entonces lo vi, como siempre, lleno de vida.
Una vez una muchacha bonita rompió relación conmigo. Yo me fui al fondo. Casi casi pensé que no podía vivir sin ella. Ella era el motivo de mi vida. Por fortuna alguien me tendió la mano y me sacó del pozo. Luego entendí que no era para tanto. Una ruptura ¡duele! Pero la vida no está en esa cuerda. Los cínicos dicen que hay como mil millones de mujeres disponibles en el mundo, así que si no fue una será otra. La tía decía que “para todo roto hay un descocido”. Pero, es entendible, hay ausencias definitivas. ¿Quién sustituye a una madre, a un padre, a un hijo? Nunca esa grieta puede zurcirse. No obstante, la muerte es parte de la vida. Si la muerte no existiera, la vida no tendría fundamento. ¿Has pensado alguna vez la vida como una sucesión infinita de instantes? ¡Dios mío, sólo de pensarlo da flato! ¿Imaginás a un hombre que viviera más de ciento cincuenta o doscientos años? Todo el universo tiene un ritmo exacto. Así como el fenómeno de los Hoyos Negros nos resulta incomprensible, de igual manera nos resulta incomprensible tanta luz de vida adentro del pozo de la muerte. ¿Adónde va la luz que “succiona” un Hoyo Negro? ¿Quién puede decirlo? Así, de igual manera, la luz de los amigos y de los afectos que mueren no sabemos adónde va. Acostumbramos decir que ya el muerto está en “otra vida”, como si el término vida fuese el que diera vida al muerto. ¿Por qué no asumimos que el muerto ya está en otra dimensión donde ya no hay vida, porque la esencia ya es otra?
El Chenco ya debe estar jugando billar en otra parte, pensamos; debe estar anotando, con el taco en alto, una carambola en el marcador de alambre. Tal vez no sea esto, tal vez su luz está en otra dimensión, en un Hoyo Negro, y su luz tiene otra misión. Ya, en vida, jugó mucho. Ahora, tal vez, su cometido es otro.
Posdata: ahora que escribí tanto de la muerte pienso en la vida. Pienso en la maravillosa oportunidad que concede el universo para topetearnos, de vez en vez, con los compañeros de antes. Cuando vi al Chino pensé que el tiempo estaba intocado. Siempre me sucede así cuando veo a alguien que dejé de ver muchos años. Los filósofos y los físicos deberían estudiar este fenómeno con más atención. Tal vez acá está una grieta que explique esas zonas de otra dimensión. Lo lejano nos remite al pasado de inmediato, por el contrario, lo que está a nuestro lado es un hilo que nos ata al presente. En ninguno de ambos casos aparece el futuro, porque nadie sabe qué sucederá mañana. En el pasado, parece, está la justificación, la grieta por donde podemos colarnos para entender el misterio de la vida. Por esto, cuando abracé al Chino vi algo como un árbol lleno de pájaros y un aroma de café apareció en el cielo. ¡Ah, qué bendición volverlo a ver, verlo tan lleno de vida, tan arco de portal de cedro! ¡Que Dios le conceda larga y buena vida!
A veces, Dios manda cartas “con sabor a gloria, llenas de esperanza”.
viernes, 23 de noviembre de 2012
POR EL BUEN CAMINO
De todos los caminos que pudo elegir, Axel eligió el más recto. Pensó que ese era el camino indicado para comportarse bien en la vida, tal como su mamá le había pedido como última voluntad. Dejó el caserío y entró a un espacio lleno de árboles de espino. ¡Hmmm!, pensó, esto no va bien. Se supone que los caminos derechos no deben tener espinas, pero, bueno, dijo, seguiré. Sin duda, más adelante mejorará el paisaje. Caminó a mitad del camino para evitar algún ligero contacto con las espinas. Las espinas son como dagas sobre brazos de los caminantes.
Silbó. Uh, hacía tanto tiempo que no silbaba. El camino se volvió pedregoso. ¡Hmmm!, pensó, yo creí que los caminos derechos no tenían piedras perversas que provocaran tropiezos, pero, bueno dijo, seguiré y pepenaré algunas por si más adelante me topo con chuchos. Le costó trabajo silbar. Puso los labios como boca de olla de barro y apenas, como a Pedro Infante, le salió un chorro de aire. En lugar de sonar como tiuca sonó como a claxon de carro de los años cincuenta del siglo pasado. Se detuvo tantito y vio que en los árboles (todos de espino) había cuervos que eran como enanos vestidos de luto. Ninguna de esas aves emitía algún sonido, algún grito. Los pájaros movían las cabezas para verlo y luego, como si fuesen señoritas altaneras, desviaban la mirada y continuaban viendo el polvo del camino. ¡Hmmmm!, esto se pone más jodido cada vez, dijo, pero se dio ánimos y puso su boca como si fuese a besar el aire y silbó. Silbó una canción de Alejandro Sanz, la que dice “…vengo del aire que te secaba a ti la piel, mi amor…”. Rió. Rió porque le causó gracia la ironía. El silbido viene también del aire y sin embargo… Los cuervos parecían burlarse desde su altura.
Cuando Axel eligió ese camino pensó que todo sería claridad, pero no fue así. A medida que siguió caminando, los espinos se hicieron más tupidos y los cuervos fueron más. Llegó el momento que sintió caminar a mitad de un bosque encantado. El camino seguía derecho, pero era tal el amontonamiento de árboles secos y de pájaros estatuas que la línea de tierra parecía estrecharse hasta ser como una línea de gis blanco sobre un pizarrón negro. Tuvo miedo. Se detuvo. Trató de oír algún sonido. Puso los labios como si fuesen final de tubo de agua y ningún sonido le brotó. Era una tubería reseca. Se llevó las manos al pantalón y las metió en un movimiento inconsciente. Todos los pájaros lo veían. Volteó y se dio cuenta de la ventaja de los caminos derechos: son tan parecidos sus finales como sus principios. Caminó entonces, con las manos adentro de las bolsas del pantalón, silbando, apenas. Si alguien lo hubiese visto habría asegurado que ¡regresaba!, se había “echado para atrás”. Los cuervos eran los mismos, los espinos eran los mismos. Caminó de prisa. Pero lo hizo pensando en que cumplía el deseo de su madre. ¡Caminaba por un camino derecho y se dirigía a un punto donde todo iba a ser luminoso! Comenzó a correr en línea recta, por en medio del camino, tratando de no espantar a las aves. Se sintió bien. Creyó que ahora él tenía el control. No quería que los pájaros se espantaran. ¡Hmmm!, pensó, el camino se aclara. El amontonamiento del “inicio” había desaparecido y ahora, a medida que avanzaba, el camino se hacía más luminoso, menos agobiante. Después de algunos minutos vislumbró la encrucijada del principio. En el instante que reconoció la encrucijada se impuso un nuevo paradigma: ¡Nunca he estado acá!, dijo. Y como si le hablara a su mamá gritó: ¡caminé por un camino derecho y ahora llegué a la meta! Se paró, sacó las manos de las bolsas, se limpió la frente, puso una mano como visera y vio una multitud de opciones: caminos chuecos, de barro rojo, de cemento, llenos de flores, curvos, de bajada, empinados… Según su mamá debía elegir alguno para emprender la marcha por la vida. Ojalá, le había pedido su mamá, como última voluntad, agarrés por el buen camino, hijito de mi vida. Axel sonrió. Dijo que sí. Se sentó sobre un poyo y decidió, desde ahí, mirar el camino más derecho, el que había recorrido apenas minutos antes. ¡Ah!, pensó, si mi mamá supiera que los caminos derechos están llenos de espinos y de cuervos, tal vez eligiera otra última voluntad. Y Axel tiró las piedritas que había levantado en el camino por si se topaba con un chucho y se quedó ahí para toda su vida, en reconocimiento por haber elegido el mejor camino que cualquier hombre puede elegir.
miércoles, 21 de noviembre de 2012
DE LA IMPERFECCIÓN DEL BLANCO
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como una sábana arrugada y mujeres que son como fuego a través de la ventana.
La mujer sábana arrugada es como un sofá con el forro sucio y con los resortes por fuera. En la escuela le enseñaron que la plancha es el fuego extinto y que la línea perfecta es el vacío.
Para los imperfectos, para los que sueñan con puertas clausuradas, les viene bien una mujer sábana arrugada. Les viene bien porque ella es como el dedo que abandona la arruga al doblarse. Por fortuna, piensa, el pene de su hombre es igual que ella, cuando existe una mano que lo alisa abandona la arruga de niño y asume la certeza del árbol a mitad del camino.
Cuando llueve sale al patio y deshoja la alfombra que se moja y esconde los arcoíris que son como cereal para su madrugada. Cuando se siente sola va a la cafetería, se sienta frente a la ventana y mira cómo la tarde comienza a cavar el hueco donde enterrará la luz que escribe con letra de oruga y de caracol.
Cierra la puerta al número cero que, acostumbrado a estar a la derecha del Señor y de la Cifra, es condenado a aparecer a la izquierda. ¿De qué sirve un cero a la izquierda? ¿De qué sirve una ventana que no canta?
No es amiga de multitudes ni de vendavales. Ella cruza los puentes como si cruzara la línea que ha de servir para delinear el ojo. Le gusta el vaho que sale de la boca en invierno, le gusta el cuello que se reduce a la luz de un escenario. Admira a los hombres que usan lentes para no mirar; prefiere a los amados que, con gesto de borracho, quiebran los cristales de la crin del vuelo.
Va al campo para levantar piedritas y para embarrarse al pecho el polen del aire. Nunca padece de alergias porque el sol es como la cruz donde ella muerde su silencio.
Entra al agua y nada. El agua y la Nada la rodean, la convierten en el polvo que lame el destino.
Le fascina el cuento que comienza con “Una vez…”, porque es una convencida de que sólo una vez es una. Todo lo demás en la vida no es más que una burbuja envuelta en la rutina. “Once upon a time una daga cortó a la luna y ésta quedó como mejilla de Agustín Lara. ¿Por qué tan cacariza la luna, mami?, pregunta la niña. La madre, mujer sábana arrugada, se cubre el rostro y dice que tiene acné. ¿Cómo decirle a su hija que la luna no se lleva con la daga, porque la daga es un invento del hombre?
La mujer sábana arrugada es pariente de las paredes carcomidas y de las montañas. ¿Alguien ha visto una montaña con el perfil exacto? Sólo el desierto es una sábana impecable. Por esto, la mujer sábana arrugada es fruto favorito de los Altos de Chiapas. Cuando su piel toma el brillo del durazno ella se deprime, ella entra a una elipsis rota. Ella es feliz y sonríe cuando su piel se convierte en durazno pasa (sin albur, bestia alburera, sin albur).
Cuando llueven hojas de lechuga en los cielos de su casa, ella barre el patio y coloca las hojas en los libros que leerán aquellos hombres que frecuentan el café de madrugada. Mientras ella duerme sabe que miles de hombres viajan por las carreteras y se detienen para pedir un café en los restaurantes donde las meseras dormitan sobre las barras y nadie, nadie, pone una canción en la rocola. A esa hora, hora en que ella está más arrugada, los perros también se arrugan ante el fantasma que no encuentra la mano para tocar el muro y la piedra.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como niebla sobre un vaso y mujeres que son el cristal del siguiente paso.
martes, 20 de noviembre de 2012
PARA LA ALACENA
I.- “El Buen Fin” es campaña comercial. Don Eulogio creyó que era un propósito para terminar la vida y escribió una relación ideal para llegar a tener un “Buen fin”.
II.- El verdugo se acercó al condenado y le pidió su última voluntad. El condenado se subió la venda que le cubría los ojos y dijo: “En lugar de ser hombre quiero ser tomate”. El verdugo se rascó la cabeza y dijo que no entendía. Entonces, el condenado comenzó a cantar y a bailar un jingle muy famoso que creó el gran escritor Fernando del Paso: “Estaban los tomatitos bien contentitos, cuando llegó el verdugo a hacerlos jugo. ¡Qué me importa la muerte!, dicen a coro, si muero con decoro en los productos Del Fuerte”. ¡Va!, dijo el verdugo: ¡Toma tomate!, y con la cimitarra le voló la cabeza.
III.- Cuentan dos testigos de la ejecución en la plaza pública que todo mundo creyó que en lugar de sangre el cuerpo del condenado expulsó jugo de tomate. La multitud subió al cadalso, se aventó sobre los planchones de madera y comenzó a lamerlos.
IV.- Primer propósito de don Eulogio para “El Buen Fin”: “Revivir el Partido Comunista Mexicano y lograr que la bandera de la hoz y del martillo cubra su ataúd”.
V.- El condenado salvó la vida en el último instante. ¿Cómo fue esto? Cuando el verdugo cibernético preguntó al condenado: “¿Cuál es tu última voluntad?”, el condenado dijo: “¡Ah, cómo te quiero condenadote!”. El Ejecutor Virtual escuchó esto y dirigió el Rayo Letal sobre el “condenadote”.
VI.- Segundo propósito de don Eulogio para “El Buen Fin”: “Pedir al genio que la Eternidad reencarne en el cuerpo de Marilyn Monroe para morir en los brazos de ésta”.
VII.- La palabra “artículo” fue condenada a desaparecer del diccionario. Cuando el ejecutor le dijo que pidiera su última voluntad, ella dijo que deseaba morir partida a la mitad. De ahí la palabra “culo” siguió campante en las páginas del diccionario, pero la palabra “arti” pasó a mejor vida (sin albur, por favor, lo de “paso” no tiene alguna alusión).
VIII.- El río, desesperado por la polución, decidió suicidarse. Subió al puente y se aventó. Los médicos que realizaron la necropsia dijeron que no murió ahogado (¿?).
IX.- La palabra “martillo” fue condenada a desaparecer. Ella, como última voluntad, pidió ser partida a la mitad. Desde entonces “Martí cultiva una rosa blanca…” y “Yo… ¡yo ya me voy!”.
sábado, 17 de noviembre de 2012
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL MUNDO ES UNA ESQUINA LLENA DE LUZ
Querida Mariana: a veces el mundo camina por el sendero correcto. Cuando esto sucede ¡el mundo tiene certezas! El sábado pasado escuchamos a la Orquesta Sinfónica del estado de Chiapas. El escenario se montó a lado del templo de Santo Domingo. ¡En el corazón de Comitán!
Los parques y las plazas públicas son los espacios sagrados de los pueblos. Mi querido amigo Víctor me contó que a mediados del siglo pasado, el 10 de noviembre, en el parque central de Comitán se efectuaba el Día de Venta de Muletos. Gente de toda la región traía las bestias que eran amarradas en la plaza para su venta y compra. La plaza tomaba vida. Bueno, el sábado pasado, a partir de las siete de la noche, la vida fue el brinco alegre que tuvo el corazón del comiteco que disfrutó el concierto. ¡Así, a cielo abierto, a pecho abierto! Fue una noche sublime.
¿Te cuento cómo inició esta idea? Una mañana mi amigo Mario me dijo que don Héctor Flores, Gerente General de San Marcos, había decidido celebrar los cuarenta y dos años de su negociación brindando un concierto para Comitán. Fui a ver a don Héctor, subimos a su oficina y me enseñó un video. En plaza pública de una ciudad europea un grupo de ejecutantes de música clásica ofrecía un concierto. A medida que los ejecutantes se integraban así se integraba el auditorio. El compa que pasaba por ahí se detenía y escuchaba. ¡Siempre es así! ¡Todo es por contagio! ¡Lo bueno y lo malo! Esta idea de don Héctor era una flor de luz. ¡Ah -pensé- si don Héctor lo logra, Comitán será una ciudad que se contagiará de arte! ¿Por qué en otras ciudades del mundo la gente se topetea con grupos de jazz, con representaciones teatrales de primer nivel, con exposiciones de grandes pintores, con conciertos de sinfónicas y con ballet, y con ferias de libros, y con foros académicos, y con charlas de importantes escritores y con cientos y cientos de actos que tienen que ver con el espíritu? Así como don Héctor imaginó a una Sinfónica en el parque de Comitán, así tengo amigos que sueñan con que exista una pantalla gigante que trasmita conciertos los domingos en la mañana. Sin anuncio previo, como si eso fuese cosa de todos los días, a la hora en que el señor se lustra los zapatos; a la hora en que la señora mira cómo juega su hijo en el brincolín; a la hora en que los chavos de la Prepa o del CBTis juegan y platican, la Orquesta Sinfónica de Londres interpreta un Preludio de Bach. ¿Imaginás el prodigio? Lo mejor del arte mundial estaría a la vuelta de la esquina, al alcance de la mano. El arte sería como el aire, lo respiraríamos a diario. Ya luego no podríamos vivir sin ese viento de vida, sin ese contagio. ¿Y por qué no lo procuramos? ¿Qué nos falta? ¿Por qué no abrimos estas ventanas a nuestros niños y jóvenes? ¿Por qué no contrarrestamos estos huracanes de ignorancia que nos llegan a todas horas a través de la mediocre y perversa televisión comercial? ¿Por qué no abonamos a las carreteras inteligentes de la televisión propositiva, como TvUNAM o como el Canal 22? La idea de don Héctor germinó en buena tierra. Angélica Altuzar Constantino, Directora de Coneculta-Chiapas, apoyó de manera decidida; el Licenciado Luis Ignacio Avendaño Bermúdez, nuestro Presidente Municipal, hizo lo propio con gran decisión; y María Elena Jiménez Guillén, Directora del Centro Cultural Rosario Castellanos, sirvió de enlace ante la instancia estatal. Tres comitecos comprometidos con el arte y con su pueblo caminando en un solo sentido: ¡en el sentido correcto!
En el video que don Héctor me enseñó un hombre, vestido con frac, muy solemne, cargando un violoncelo, se paró en una esquina de la plaza y tocó. Apenas iniciada la música de las cuerdas, una niña bonita, como de siete años, de cabello color de elote, se paró frente al músico y lo vio, fascinada. La niña levantó la vista y vio al hombre que movía de un lado para otro el arco de su instrumento. Una violinista (ella sin solemnidad, con paso de güet, con pantalón de mezclilla y blusa blanca) se acercó al chelista y acompañó al primer ejecutante. La niña ya no estaba sola, otras personas se detenían a escuchar. Uno a uno fueron llegando los ejecutantes, con sonrisas y pasos de pinza saltarina. La gente que por ahí pasaba se detenía. ¡El contagio, mi niña, el contagio! Ya ni te cuento el final, cuarenta o cincuenta ejecutantes tocando y cientos de caminantes advenedizos ¡escuchando y aplaudiendo a rabiar al término! ¿Adónde se dirigía esa gente? ¿Y yo qué voy a saber? Por unos minutos detuvieron su prisa y se llenaron del suspenso máximo: el Arte (¿mirás que escribo arte con mayúscula?, un poco como para llenar el buche de granos de luz a la hora de pronunciar la palabra, en el instante de mascar el concepto).
Te digo que es por contagio. Un día después los Margaritenses hicieron convenio con la Orquesta y la disfrutaron en su parque central. ¡Todo por contagio! Gracias a la iniciativa comiteca el lazo de luz apersogó a otros espíritus. ¿Qué porvenir le espera a una sociedad que cultiva huertos con calabazas de Bach, con elotes de Mozart, con calabacines de Debussy?
La gente que disfrutó el concierto del sábado, de manera gratuita, puede dar fe del prodigio. Su corazón (¡segurísimo!) se llenó de una liana de luz. El escenario fue de lujo. Las fotografías muestran panorámicas donde está la orquesta y detrás, apenitas, la fachada de nuestro templo mayor y los arcos del Centro Cultural Rosario Castellanos (hubo quien, ¡nunca falta!, se quejó porque se cerró la calle ese día para montar el escenario y no pudo pasar con su vehículo por ahí. ¡Ay, Dios mío, todo les puede! Se sienten impotentes y callan cuando las organizaciones se apoderan de los espacios o cuando López Obrador monta su espectáculo de cada seis años, pero son incapaces de ir a dar la vuelta con su auto y apoyar una iniciativa que es una ventana para el disfrute del espíritu).
¡Por contagio! Espero, mi niña oboe, mi niña violoncelo, que los empresarios comitecos también se contagien de la buena disposición de don Héctor; que todos pongamos nuestra voluntad al servicio de la causa suprema: ¡Comitán! En la medida que la iniciativa privada fomente e invierta en arte, en esa medida creceremos como sociedad. Vi a la gente disfrutar y embarrar en su corazón cada nota que brincaba del escenario. ¡Eran cientos de muskacs que iluminaban las caritas de los espectadores! Los adultos tenemos la responsabilidad de crear condiciones para que nuestros jóvenes y niños conozcan la otra cara de la luna.
El contagio se está dando. Ahora, lo percibo, mi niña cuerda de violín, existe un natural acercamiento entre la sociedad comiteca y sus autoridades. Como que ya entendimos que sólo unidos lograremos avanzar. Me da pena insistir pero las sociedades altamente desarrolladas han logrado serlo debido a esa natural empatía. Cuando dos sectores vitales jalan para lados opuestos lo único que se logra es un rompimiento. Las grietas no contribuyen a la armonía que desea la mayor parte de la sociedad. Digo que el contagio se está dando. La Fundación de Arte “Alejandra del Castillo Castellanos” inicia sus funciones con la edición del primer libro que aporta datos fundamentales para nuestra sociedad. Mi amigo Guillermo del Castillo aporta paguita para que la Fundación que honra la memoria de su hijita contribuya a la edición de libros en nuestra sociedad. No creo, de veras no creo, que exista alguien que ignore el aporte fundamental que tienen los libros en el crecimiento intelectual de los pueblos. Sin embargo, en nuestra región es difícil la publicación y difusión de libros. La Fundación de Arte “Alejandra del Castillo Castellanos” editará, cada cuatro meses, libros fundamentales para el fortalecimiento de nuestra identidad y para el crecimiento intelectual de nuestra sociedad. Espero, de corazón, muestras de simpatía por este proyecto y que muchos se inscriban como “Amigos Permanente de la Fundación” y compren libros y los compartan. Por el momento, la Fundación trabaja ya en la corrección de estilo del primer número de la Serie. “Efemérides” es el título y corresponde a un trabajo de investigación de nuestro Cronista Municipal: José Gustavo Trujillo Tovar. Y ya estamos preparando el segundo número: “Ciento treinta y tres Casas de Cita”, de Héctor Cortés Mandujano.
¿Qué es Kujchil? Es el chal con que las nanas envuelven a sus críos. A partir del día 12 de noviembre, Kujchil es el nombre de la gaceta oficial de la Dirección de Cultura, del Honorable Ayuntamiento Constitucional de Comitán de Domínguez 2012-2015, que preside el Licenciado Luis Ignacio Avendaño Bermúdez.
Y digo esto porque, de nuevo, ¡qué bueno!, un empresario comiteco aporta paguita para que esta gaceta se edite y se difunda de manera gratuita entre la población. Mi amigo (doy gracias a Dios por la bendición de su luz) don Víctor Manuel Albores Guillén, Gerente General de Abarrotes San Luis, me dijo que apoyaba la iniciativa cuando se la presenté. Sí, dijo, si sirve a mi pueblo ¡yo le sirvo a mi pueblo! Así, de manera generosa, abrió su mano para que las aves de este pueblo picoteen la luz, la semilla del espíritu. Ah, mi niña ola de Beethoven, ¿qué más podemos pedir? Pidamos más bendiciones; pidamos que todo Comitán se dé cuenta de la importancia de compartir y de dar. Demos, demos sin regateo. La recompensa, como dice la Biblia, viene por añadidura. Las sociedades que invierten en deporte, educación y arte son sociedades que viven en armonía. El niño o joven que se enamora del arte difícilmente agredirá a su prójimo.
Posdata: ¿en dónde conviene sembrar? ¿En el campo de la luz o en el campo de la oscuridad? Si queremos luz abonemos y reguemos luz. ¿Queremos oscuridad? Bueno, entonces, ¡callo!
Mi respetado y querido amigo Maestro Roberto Gordillo fungió como Maestro de Ceremonias la noche del concierto. Al final hizo dos amables encargos, uno fue para mí: una Arenilla de lo sucedido esa noche. ¡Con gusto cumplo! Acá está, ¡acá está!, querido Maestro, un abrazo para usted, siempre, con mi afecto y mi admiración. Acá está, querida niña cordel de luz, mi mano sobre el dedo chiquito de tu pie.
El sábado pasado el mundo caminó por el sendero correcto y se llenó de vida. Ojalá siempre así, por el bien de nuestro pueblo y de nuestra sociedad.
miércoles, 14 de noviembre de 2012
PARA LA ALACENA
I.- A los comitecos, más que a los demás habitantes de esta patria, les interesa conocer el nombre del recipiendario de la Medalla Dr. Belisario Domínguez. Don Belis es nuestro, por esto es importante conocer quién es invitado de honor para llegar a casa. Este año, a los comitecos nos dio gusto la noticia. La Comisión decidió entregar la Medalla a don Ernesto de la Peña. El mensaje es alentador: ¡se premia el lenguaje! En tiempos en que la lengua bambolea como bolo a mitad de la calle, es bueno saber que el país reconoce a un hombre que dedicó toda su vida al estudio de las palabras. Don Ernesto trató de hallar la luz en el candil de la palabra. Bueno, no otra cosa hizo Belisario Domínguez.
II.- Hubo un tiempo en que Fidel Velázquez recibió la distinción de la Medalla Belisario Domínguez. Dios permita que jamás otro hombre o mujer mediocres vuelvan a ser premiados con tal reconocimiento. ¡Que así sea!
III.- “¿y qué onda don Óscar Wilde?”. “Nada, nada, acá escribiendo la obra: La importancia de llamarse Ernesto”. ¿Ernesto Zedillo? “No, tontito”. ¿Ernesto Che Guevara? “Ay, de veras que eres tontito”.
IV.- El niño decidió cambiarse de nombre. Fue al Registro Civil y ahí le dijeron que sólo le autorizaban a cambiar las vocales de su nombre. El niño regresó a su casa, sacó una libreta y comenzó a cambiar las vocales de su nombre: “Arnasta, Erneste, Irnisti, Ornosto, Urnustu, Arnoste, Irnusta…”. Regresó al Registro. “¿Y?”, le preguntó el encargado. El niño jugando con sus dedos y con la mirada baja preguntó: “¿Usted, cómo se llama?” ¡Marcos!, dijo él. “¿Marcas?”, dijo el niño viéndose los dedos. “Está bien”, dijo el encargado: “¿Cómo quieres llamarte?”. ¡Marcos!, dijo el niño, el hombre sonrió y cambió el nombre en la libreta.
V.- Cuando Ernesto supo que su nombre significaba “Firme y tenaz” comenzó a llamar Ernestito a su pene.
VI.- ¡Ah, cómo le enojaba! Todo mundo, en la escuela, lo llamaba Neto. Todo mundo jugaba con su nombre: “Neto la neta”. El más cabrón de sus compañeros fue más allá. Cuando el salón estaba lleno y el maestro revisaba las tareas, él pedía permiso para ir al baño. Desde la puerta gritaba: “Neto la neta va en camioneta, avioneta, bicicleta” y hacía como que tomaba un manubrio. Todos reían. El pobre Ernesto se ponía colorado y sus ojos se le humedecían como playa. Ernesto creció y un día llegó a ser Presidente de la República. El más cabrón de la escuela llegó a pedirle trabajo y trató de bromear. El Presidente lo detuvo, pidió a su secretario que lo atendiera. “Por órdenes del Presidente, su amigo, a partir de hoy será “aviador” en la Secretaría de Planeación”. El cabrón se sintió feliz. Un segundo después el señor secretario le dijo: “Neto la neta decreta que vaya a chingar a su madre en esta avioneta” y dándole una patada en el trasero mandó a volar al cabrón.
sábado, 10 de noviembre de 2012
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Querida Mariana: de niño nunca fui al panteón. Mi papá nació en San Cristóbal de Las Casas y mi mamá nació en Huixtla. No teníamos muertitos enterrados acá. La primera vez que fui tenía diez años; estudiaba el sexto de primaria, en la Matías de Córdova, y los maestros nos llevaron a una ceremonia en homenaje a Belisario Domínguez. Al entrar tuve miedo, porque Beto dijo que debajo de esas casitas se pudrían los cadáveres. Nunca había tenido conciencia de la muerte. Cuando se murió mi conejito nunca vi su cadáver. Lloré mucho, pero no vi su cadáver. Para evitar ese impacto de la muerte, en el panteón me dediqué a observar la calzada llena de árboles a los lados. El sol se desparramaba en listones a través de los huecos de las frondas, frondas donde jugaba una multitud de pajaritos. La sombra se derramaba generosa sobre la calzada y sobre nosotros, niños con uniforme blanco. Ya no tuve miedo. Olvidé los cadáveres que se pudrían en las tumbas. Beto, que era un niño muy listo, dijo que esa calzada era como la Calzada de los Muertos, de Teotihuacán. Nosotros no sabíamos dónde quedaba Teotihuacán, pero a mí me gustó la comparación y cuando regresé a casa, a la hora en que Sara entró con el pumpo de tortillas al comedor, conté que había estado en la “Calzada de los Muertos”. Ella se puso lívida, dejó el pumpo sobre la mesa y salió corriendo, como alma que lleva El Sombrerón.
Desde ese día supe que los muertos tenían un color lívido. Jamás había visto un muerto “en vivo”. Mis imágenes de muertos pertenecían a imágenes cinematográficas. Con los amigos íbamos al Cine Comitán o al Cine Montebello y, de vez en vez, veíamos alguna película de Drácula o de Santo, el enmascarado de plata, contra las momias de Guanajuato. Todo lo relacionado con la muerte era de color translúcido, como si las caras y las manos estuvieran forradas con cáscara de cebolla. Beto (siempre Beto) me contó que era porque esos seres no tenían sangre. Por esto, Drácula y demás vampiros debían chupar sangre para permanecer con vida. Con razón el vampiro gringo, Bela Lugosi, después de prenderse de la nuca de una muchacha bonita se ponía cachetoncito, como cuch en ceba.
Comencé a ir al panteón a partir del fallecimiento de mi papá, cuando ya tenía más de treinta años de edad. Bien dice Gabriel García Márquez que uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra. Al otro día de la muerte de mi papá entendí que un lazo eterno me unía a esa calzada. Ya no iría al panteón sólo a rendir homenaje a don Belis, sino que iría para honrar la memoria de mi padre. El otro día fui al panteón el mero Día de Muertos y comprendí que los cientos y cientos de familias que acuden van a rendir memoria a su memoria. Van a pepenar, en medio de la música de mariachi, de marimba o de trío, el hilo que un día el destino trozó; van a hurgar, en medio del polvo, del tequila, de la cerveza, de la barbacoa, de la olla podrida y de la calabaza en dulce, el pozo de la soledad.
¡El Día de Muertos es un Día de Vivos! Hay tal manifestación de vida que ésta se desborda por encima del aroma de la juncia y del amarillo del jutús. ¡Ah, qué guateque tan sabroso, tan de regreso al origen! La gente prende veladoras para que el difunto no confunda el camino, y pone los guisos que prefirió en vida para que el olor lo guíe. Queremos que el difunto regrese, con la misma tranquilidad que lo hacía cuando salía en la mañana con rumbo a la chamba, a la escuela o a comprar tortillas. Así creemos que volverá su almita. Por eso la lápida del panteón (que hace las veces de mesa) está llena de juguetes o de cervezas bien frías y de lonjas de chicharrón de hebra. Al principio nadie llora. Al contrario. Vi, te lo juro que vi, a una familia, como de diez o más integrantes, jugar barajas, en medio de los pitutazos de tequila y de las carcajadas. ¿Alguien recordaba el hueco de la muerte? No, no, todo mundo andaba en el jolgorio de la vida, saludando al difunto, conviviendo con él.
Claro, cuando el tequila hace su efecto, la marea sube y la nostalgia se enreda en el espíritu. Entonces vi, te juro que vi, a dos hombres abrazados, con cerveza en mano, llorando la ausencia. A esa hora de la tarde hace falta la madre para que le diga al hijo que se coloque la bufanda, que no regrese tan tarde, que se cuide, qué no mira que en la calle hay tanto peligro. Pero, a esa hora de la tarde, ahí en el panteón, la madre está bien muerta y ya no puede hacer la recomendación al hijo para que cambie de “juntas”, no mirás que esos tus amigotes están echados al mal; no mirás que esa muchacha no te conviene. Ya no hay madre para hacer un tantito de luz en el camino, tal vez por esto algunos hijos se echan al desmadre. El hueco de la ausencia se hace cada vez más intenso, llega a ser como un desfiladero, como un vacío sin puente.
Fui al lugar de la muerte y descubrí la vida. Como la poesía está enredada en la vida, los poetas hablan de la muerte como si hablaran de la vida. Tal vez un deslumbre de muerte hace la luz en su palabra. Cuando Rosario Castellanos recibió el impacto de la ausencia, a través de la muerte de su hermanito, recibió a la vez la flama de la creación. Desde entonces todo sería una constante reflexión acerca de esa hendidura que nunca se tapona. En el poema “Amor” dice: “El que se va se lleva su memoria, / su modo de ser río, de ser aire, / de ser adiós y nunca”. ¡Pucha! ¿Mirás? El adiós del amor es casi casi la muerte. Cuando alguien muere se lleva “su modo de ser río, de ser aire, de ser adiós y nunca”. Dice Rosario que también se lleva su memoria, pero, ay, la memoria es el trozo de viento al que podemos asirnos. Por esto, cuando es Día de Muertos, los sobrevivientes vamos al panteón y tratamos de hurgar en el polvo, en los huesos, para recuperar un cachito de la vida del muerto. Y, mientras el trío interpreta la canción que más le gustaba al difuntito: “…voy por la Vereda Tropical, la noche llena de quietud, con su perfume de humedad…”, el hijo busca en el hueco de la soledad alguna luz, alguna huella que le diga que ahí, adentro de su corazón hay un hilo que puede, a la forma del relato de Ariadna, recuperar el camino que caminó el ausente.
No es casualidad que uno de los más altos poemas de la literatura española sea “Muerte sin fin”, de José Gorostiza. Los críticos dicen que está por encima de “La muerte del Mayor Sabines”. Y esto es así, porque Gorostiza no nos pone frente a la carne en pudrición sino frente al alma desgajada. La muerte no es la carne que se deshace, es la flama que calla. “Mas nada ocurre, no, sólo este sueño / desorbitado / que se mira a sí mismo en plena marcha”. ¡Uf! Cuánto silencio en la palabra de Gorostiza, cuánta ansiedad, cuánto deseo de estirar la mano para coger el hilo.
Estuve en el panteón hasta las siete de la noche. La calzada estaba iluminada, por lámparas y por las huellas de los caminantes que, con bolsas de deshechos, ya de botellas vacías y pasos trastabillantes, emprendían el regreso a casa. La calzada estaba iluminada, pero las tumbas alrededor acusaban una oscuridad apenas disimulada por algunas veladoras. Tuve la certeza de que los difuntos ya se habían ido y no volverían sino hasta el siguiente año. Los difuntos volvieron a guardarse en sus tumbas de siempre, como si fueran pájaros enjaulados. A esa hora las risas habían callado, estaban muertas también. El frío de noviembre era una losa más sobre nuestro cuerpo y sobre nuestra alma. Me subí el cuello de la chamarra. Malena dijo: “no te vaya a dar mososuelo”. Caminé tantito más allá de la calzada. Lo hice como si fuese el niño de diez años, con miedo. Ya el panteón olía a meados, a trago, a agua podrida. Caminé algunos metros y volví a la luz. “¿Por qué regresaste tan pronto?”, preguntó Esther. “¡Ah, porque ya terminó de orinar!”, dijo Alfonso. No, dije yo, es que ya hay cagadas en los pasillos. ¡Mentira! Regresé porque no soporté ese aire de ausencia. La soledad de las tumbas en la oscuridad tiene el olor a caca, a sangre y a vómito que siempre tiene la muerte. Tiene un olor a moho, a piedra húmeda, a madera podrida, a hueco sin fondo.
Mientras recorrí el panteón en la tarde miré a las mujeres que con una bolsa en la mano ofrecían juncia. Alfonso dice que esas mujeres van y quitan la juncia de otras tumbas y vuelven a venderlas. ¿Será? Bueno, digo yo, ¿qué daño hacen? El difunto ya no puede ver si le están robando la juncia o las flores. En la muerte todo vuelve a tomar su verdadera esencia. Nada importa, sólo la oscuridad, sólo lo infinito. Por supuesto, mi niña bonita, que los vivos no entendemos la esencia de la vida concentrada en la muerte y por eso andamos todo el día envueltos en nuestros afanes de poseer una mejor casa, un mejor auto, el mejor celular, el mejor viaje.
Mientras recorrí el panteón en la tarde miré a los niños, con una máscara, pedir: “calaverita, tía”. Si la tía les daba una moneda, alegres, decían: “¡Que viva la tía!”, si la tía, con cara de árbol seco decía: “No tengo”. Los niños caminaban unos pasos y gritaban: “¡Que muera la tía!”. ¡Dios mío! Esto último pudiera parecer una maldición eterna en el patio de la casa de doña Muerte. Por esto, Alfonso siempre tuvo una moneda para darles. Tal vez le sirvió de conjuro ese grito de: “¡Que viva el tío!”.
Posdata: Paquito me contó que un grupo de intelectuales comitecos estaba en el café de la Casa de la Cultura filosofando acerca del tema: ¿qué hay después de la muerte? David, en pose de Aristóteles, decía que después de la muerte tal y tal cosa, mientras Ernesto argumentaba que no, que después de la muerte tal y tal cosa. Entonces, Romeo que pasaba por ahí, con el cigarro entre los dedos, oyó el tema, jaló una silla y dijo: “¿Qué hay después de la muerte? Ah, es muy simple, después de la muerte está el barril, luego el valiente, el cazo y ¡lotería!”.
¿Qué hay después de la muerte? ¡El hoyo en el panteón! ¿Cómo regresa el difunto que es incinerado? Debe haber un prodigio que lo convierte en nube viajera, porque el Día de Muertos todo mundo muerto ¡regresa! Nadie se queda en sus tumbas, nadie en sus urnas. Todo mundo regresa a darle vuelo a la hilacha. El que fue medio bolo vuelve a echar trago, la que fue de ojitos alegres le agarra las pompas a los vivos y se soba como gata por los muslos del compadre. ¡Ah, los muertos! Ese día están más vivos que los vivos.
De niño nunca corrí entre las tumbas. Ahora, viejo, tampoco lo hago. Lo que ahora sí hago es depositar una flor en la tumba de mi padre. Es la gana de decirle que me hace falta, mucha falta, que quisiera volver a sentir el agua tibia de su río infinito, decirle que lo quiero mucho, pero ¡no se puede! El vacío del universo es la Nada total, la ausencia definitiva. Nunca vi el cadáver de mi conejito. Nunca, nunca lo veré.
viernes, 9 de noviembre de 2012
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LO INÉDITO TIENE AVERSIÓN AL LUGAR COMÚN
Querida Mariana: mi Maestro Rafael Ramírez Heredia, Rayo Macoy, presentaba libros en las cantinas. Marco Aurelio Carballo también lo hace, en Tapachula o en la ciudad de México. Nunca entré a la cantina “La Guadalupana”, en Coyoacán, pero hacé de cuenta que la conozco porque “El Rayo” hablaba de ella a la menor oportunidad. Los libros se presentan en Museos, vestíbulos de teatros, plazas, parques, templos, paraninfos, salones, cafeterías y cantinas. ¿Alguien ha presentado un libro en un prostíbulo? No creo, pero puede ser. Hace meses, en Comitán, a María Elena Jiménez Guillén se le ocurrió presentar libros en las radios del pueblo (XEUI y Radio IMER-Comitán). Escribí que era la primera vez que un acto similar se realizaba en esta ciudad. Hace días, con motivo a la conmemoración del Día de Muertos, a Francisco Nucamendi Pulido se le ocurrió presentar el libro: “Murciélagos, los aliados de la noche”, en el panteón Municipal, a las siete de la noche. El libro es una edición de ECOSUR y sus autoras son Anna Horvath, Odette Preciado Benítez y Laura López Argoytia.
¿Quién dijo que los libros no pueden presentarse en lugares insólitos? Ya Francisco nos enseñó que también es posible presentarlos en los panteones (según el decir de los presentes fue una pena que ningún murciélago hiciera acto de presencia esa noche; tampoco algún difuntito salió de su tumba para echarse un trago del posh que llevó el famoso Nuka).
Si los libros están llenos de vida es lógico pensar que pueden presentarse en todos los lugares donde exista vida: grutas, desiertos, a mitad del océano, arriba del Everest, a mitad de un torbellino, al fondo de una mina de carbón y en la pausa del vuelo de una liana a otra.
No sé si sea cierto. Ya mirás que el Eugenio es muy mentiroso. Pero él me contó que leyó (saber dónde) que en un viaje que Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, realizaron en tren, de París a otra ciudad de Europa, uno de ellos, mientras tomaba una copa y miraba en la ventanilla cómo el sol se escondía en los sembradíos de remolacha, dijo: ¿Por qué no presentamos un libro en lo alto de la Torre Eiffel?
A Eugenio le creo la mitad de lo que dice y dudo de la verdad de la otra mitad. Pero, ahora que escribo pienso que la anécdota pudo ser cierta. ¿Por qué no? Si a Malena se le ocurrió presentar un libro en estaciones de radio y a Francisco se le ocurrió presentar un libro en un panteón no veo por qué no a Julito o a Gabo o a Carlitos se le ocurriera presentar un libro arriba de un autobús, mientras hace el viaje de París a Marsella. ¿No los migrantes se trepan en el techo del tren llamado “La bestia” y ahí, como si fuesen libros abiertos, se presentan desvalidos ante el aire, ante la vida?
En Chiapas ¿cuáles son los lugares más insólitos donde han presentado libros los escritores chiapanecos? ¿En dónde los autores presentan libros en San Cristóbal, en Tuxtla, en Tapachula, en Tonalá? ¿Algún escritor Tonalteco ha presentado un libro en la arena de la playa, a las once de la noche, iluminada con teas? ¿Alguien ha presentado un libro en la línea del lago Tzizcao, donde termina Guatemala y comienza México, arriba de cayucos, a las cinco de la tarde, cuando el viento es un pájaro que busca nido para dormir?
Tal vez a Francisco algún día se le ocurra presentar un libro a mitad del rastro municipal, en medio de reses en canal; o tal vez se le ocurra presentar un libro a la hora del intermedio de un partido de fútbol entre Jaguares de Chiapas y los Pumas de la UNAM. Tal vez.
miércoles, 7 de noviembre de 2012
PARA CUANDO HACE MUCHO AIRE
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como globos que caen de un tercer piso, y en mujeres que son como papalotes que se enredan en los cables.
La mujer papalote (sin albur, bestia alburera, sin albur, por favor) es como una cama de bronceado artificial a mitad de un cuarto de motel. Su piel es tan delicada como el papel de china y su sueño es el de un cuadrado hecho con cáñamo y varas de tejamanil. ¿Su hogar? El círculo del aire y la línea del viento.
Como toda mujer, ella también tiene cola que le pisen. Su cola está hecha de un jirón de tela roja o amarilla. Le sirve para darle consistencia al vuelo. De donde se colige que es bueno que todo hombre o toda mujer lleven una cola para no deshacerse en el peldaño de la honra y del tiempo.
No es mujer de certezas. A veces es como una bola de nieve adentro de un “pinball”. Choca de acá para allá, se enreda en las torres de azúcar, en los monumentos de sal y en los pedregales de metal. Cuando se recuesta sobre una lámina de piedra se piensa techo de la tierra, se sueña labio de mar.
Canta, canta en la ducha, a la hora que toma la esponja y se lava la parte del cuerpo donde el deseo es una concha de mar. Canta, canta a la hora que ve el sol, a la hora en que las manos son como espuma de espejo.
Sueña, sueña a la hora en que el sueño se apodera de ella. Sueña, sueña a la hora en que se peina frente a la luna e invoca el tatuaje del sol y de la nube.
La mujer papalote lleva la firma del ave y el deseo de la pluma. Porque las plumas no sólo le sirven para escribir las páginas de su vida, también le sirven para desarrollar la hipérbola donde el batiscafo vuela en el fondo del agua.
El sonido que más le gusta es el de la ola que besa el acantilado.
Cuando desea cambiar de imagen invoca la mano de su amado y lo fuerza a elegir entre el labio o el pliegue de los diecisiete años a punto de los dieciocho, edad en que le estará permitido disfrutar el jugo de la flor y de la espina.
Cada mañana abre la ventana del Tarot y elige la carta del destino. Le gusta sacar la carta que contiene la señal de la Nada. Esto significa que todo estará por hacerse. Como si estuviese desnuda y eligiera la hierba y el pájaro que llenará su árbol. Cuando el círculo se le pierde en la recta, ella juega a que es rueda y rueda sobre la rueda hasta recuperar la cortina del fuego que abrasa su alma y su cuerpo.
Si la velocidad le exige elegir entre un abrazo de lente o una caricia de arena, ella elige el tablero de madera donde se muestra una película en blanco y negro.
Le gusta el juego de billar porque le encanta pensar que la mano del amado es como el paño verde que recibe el perfil del taco de madera para la bola de marfil dentro de la “buchaca”. A final de cuentas, todos los amados habidos y por haber saben y sabrán que el secreto de la vida sólo es un concierto donde el telón de fondo es una cortina de cintas plateadas.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un solo de guitarra y mujeres que son timbales sin fondo para sueños al fondo del fondo (¿qué hay más allá del fondo del fondo?).
martes, 6 de noviembre de 2012
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA ONDA AHORA ¡ES OTRA ONDA!
Querida Mariana: los jóvenes de estos tiempos preguntan: “¿Qué onda?” El tío Eugenio, siempre cascarrabias, siempre enojón, responde: “Honda ¡la zanja de tu tutís!”. ¿Por qué los jóvenes usan el término onda? No lo sé, pero, parece, dicho uso proviene de la generación del sesenta. En literatura, existe el término “de la onda”. Los gurús de la Literatura de la Onda son José Agustín, Gustavo Sainz y Parménides García Saldaña. Estar en onda, en los años sesenta, era estar en la onda hippie. Y ser hippie tenía su razón de ser en el lema de “Amor y Paz”. Eran tiempos de la estúpida guerra de Vietnam. Ante la violencia, los jóvenes de la comuna, propugnaban por el “amor y paz” y el amor libre. “Haz el amor y no la guerra” era el imperativo de ese tiempo. Ahora ustedes, jóvenes de este principio de siglo, preguntan “¿Qué onda?”, un poco como si dijeran: “¿En dónde quedó ese ideal de amor y paz?”, porque la violencia y el desamor campean en nuestros corazones.
Pero el término onda no sólo se refiere a un estado del Ser, también es un término que brinca en la física. Recuerdo a mi maestro Javier Mandujano, Maestro Güero, en los salones de la Secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz explicando las características de las ondas; recuerdo a mi papá, en el lago Montebello, enseñándome a tirar piedritas para hacer ondas en el agua. Las ondas se expanden en el agua y también lo hacen en el aire. Este prodigio de la onda es lo que me permite oír cuando vos me hablás al oído, cuando mi mamá me dice que ya está listo el desayuno, cuando el señor que va en el auto me grita para que yo avance ante el verde del semáforo.
Los escritores de “La onda” fueron unos irreverentes. Esto llamó la atención de la intelectualidad mexicana de esos años. Las vacas sagradas, como Carlos Fuentes y Octavio Paz, eran muy solemnes. Se entiende, para descubrir nuestro Ser era necesario que miraran la patria a través de un microscopio con lentes de polvo viejo. Porque una parte importante del mexicano está conformada por la tragedia y por la ansiedad. Pero, la otra cara de la moneda está conformada por el desmadrito que nos es tan natural. Los mexicanos no sólo estamos metidos en el traje de la solemnidad, también, de manera muy diáfana, se nos da ¡el cachondeo! Y este rostro más ligero está, sobre todo, en la cara de nuestra juventud. Los chavos escritores de los sesenta, menos formalitos que sus padres putativos, ¡más hijos del aire!, nos dieron su mirada a través de una literatura desenfadada y cachonda. El lenguaje que usaban los chavos de los sesenta se introdujo a la gran literatura a través de historias contadas por José Agustín, Parménides y Gustavo Sainz. ¡Hicieron un rebumbio! Por primera vez los jóvenes lectores tenían un lazo de identificación generacional. A partir de entonces (¡en buena hora!) la literatura mexicana se abrió a caminos de colores menos oscuros. Todos los colores de México se enredaron en los cuentos y novelas y nos dijeron que la patria también estaba en el matiz del viento. La Literatura fue asaltada por los jóvenes y su lenguaje apareció pleno. Los personajes de cuentos y novelas no tuvieron inconveniente en hablar como hablaban los hombres de la ciudad de México. Los lectores supimos, por primera vez, que el lenguaje del barrio era parte intrínseca de nuestro ser. ¡Ah, qué sabroso se oyó el dialecto mexicano en las voces novedosas! Los críticos dicen que la primera novela de “La Onda” es “La tumba”, de José Agustín. El personaje de la novela se suicida, pero no sucedió lo mismo con la literatura mexicana. Si algo refiere La tumba es el entierro del adocenamiento y de la literatura en frac. A partir de “La tumba” todo será más fresco. Los jóvenes escritores hablarán de sus obsesiones, de sus filias y de sus fobias y lo harán en un tono desenfadado, sin ataduras. Si la literatura de hoy no es tan solemne es gracias a los chavos de “La Onda” (y, por supuesto, a papá Jorge Ibargüengoitia que escribía con un humor escaso en la literatura de aquellos años).
Tal vez por esto, mi niña con olor a sicodelia, a mí no me sorprende cuando un chavo me dice: “¿Qué onda?”, sé que me está cuestionando acerca del mundo, de su mundo. Los jóvenes (vos lo sabés bien) andan en la confusión. ¿Qué onda con el mundo? ¿Qué onda con las perversiones del Poder? ¿Qué onda con estos tiempos? Ustedes no lo saben, pero cada vez que al otro le preguntan “¿Qué onda?”, se están preguntando ustedes mismos. ¿Qué onda con mi futuro?
Pero la onda de la onda no sólo es la onda de La Onda. También es la onda sonora que se trasmite de acá para allá: de mi boca a tu oído y de la radio o de la televisión al oído del espectador o escucha. ¡Ah, el prodigio de las ondas sonoras que emplean el aire como el vehículo más fregón para viajar por el mundo! Y ahora (no sé bien, no sé) cuando escucho una estación de radio a través del Internet pienso que las ondas también viajan por fibras ópticas. No sé, hablo sólo de oídas. Algún experto explicará cómo es posible que yo, desde mi cuarto en Comitán (maravilloso Pueblo Mágico), pueda escuchar una estación de radio que trasmite desde París. ¿Cómo se logra este prodigio? ¡Yo qué voy a saber! Yo sólo dispongo mi cuerpecito para que goce con la voz de Edith Piaf o con el cenzontle único de la Callas. ¡Pucha, cuánta bendición!
El martes pasado, en el programa de Crónicas de Adobe, que se trasmite los martes, de tres a cuatro, en Radio IMER-Comitán, encontré la novedad de una consola nueva de Alta Definición. Debe ser lo que ustedes llaman Hi Fi. ¡Pucha, nuestras voces las escucha todo el mundo en Hi Fi! El tío Eugenio preguntaría “Y esto ¿con qué se come?”. No, tío, diría yo, no se come, se bebe. El sonido se bebe. El sonido es como agua para el espíritu. Sobre todo cuando oímos las canciones de Serrat; el chelo de Yo Yo Ma; el viento de María Callas; la nostalgia de José Alfredo y el lamento de la Chavela Vargas. ¡Ah, cuánto tequila y cuánta almohada enredados en estas voces y en estos sonidos!
La tía Elena, en 1962, compró un radio en el viaje que hizo a “La línea”, de Guatemala. Uno de esos radios de baterías que tenían un forro de cuero color café; de esos que en el forro tenían una serie de hoyitos por donde “brotaba” el sonido (más de un niño comiteco se acercó a esos hoyitos para ver “dónde estaba escondido el duendecito que hablaba adentro”. Así éramos, inocentes, niños bonitos). A las ocho de la noche, después de haber tomado su café con pan, después de apagar la brasa del fogón y checar que la puerta de calle tenía la tranca, la tía Elena iba a la sala -con piso de madera de cedro- apagaba la luz y prendía el radio. Cuando los sobrinos entrábamos a la sala sólo oíamos la voz de la XEW y el sonido del vaivén de la mecedora. El sonido de este movimiento era como el de un barco que, armonioso, surcara un mar tranquilo. Sabíamos que a la tía le molestaba que habláramos. Caminábamos de puntillas y nos botábamos a su lado y, maravillados, también oíamos lo que el radio decía. ¡Cual Hi fi! Por debajo de la música o de los comerciales o de la voz del locutor siempre había un chirriar como de goznes de puertas sin aceitar. La tía llamaba “estática” a ese sonido y nos decía que era como piedra que chocaba contra las ondas sonoras. ¿Imaginábamos a las ondas? Sí, las imaginábamos como olas de mar. Frente a las montañas, las ondas se convertían en serpientes que reptaban hasta alcanzar la cima y desde ahí se descolgaban hasta llegar al radio de la tía y a los demás radios de los comitecos pudientes que contaban con tal aparato. Ahora, ay, qué risa. Ahora todo mundo tiene iPod y nos da risa la “estática”.
Los compas de IMER andan chentos con su nueva consola. Caminan diferente, saben que su voz llegará más nítida. Chance hasta se oye más bonita. La voz de Araceli López se escucha Hi Fi, por eso, tal vez, ahora se habla de tú con García Márquez y José Saramago.
Los cronistas de Comitán consignarán la fecha. Y eso no es todo porque IMER-Comitán, igual que todas las radios de México, cambiarán de Amplitud Modulada a Frecuencia Modulada. Algo de la XEUI de los sesenta también se irá con esa transformación. ¡Todo será FM! La Amplitud Modulada pasará a mejor vida, a formar parte de los recuerdos. Algún día, tal vez, las ondas dejarán de “volar” por el aire; algún día, tal vez, las ondas se desplazarán en otro medio. Cuando menos hoy, entiendo, eso de “estática” también pasó a mejor vida. Hoy, los aparatos son tan avanzados en su tecnología que permiten escuchar con gran fidelidad todos los sonidos.
¿Qué onda -entonces- con la onda?
Posdata: Otra cosa es la honda con hache. Habla de hondura o de marca de una empresa automotriz o de un chunche que acompañó nuestras “pintas” de la escuela. Los niños de los años sesenta (de esos años en que José Agustín cimbraba el mundo de la literatura) nos escapábamos de la escuela, con la honda en la bolsa trasera del pantalón. A la tiradora o resortera, nosotros le llamábamos honda. ¿Por qué? No lo sé. Los conocedores sabían que la honda debía estar hecha de una madera especial. ¡Ah, qué bonita la forma de este chunche! Todas las hondas tenían la forma de una ye o i griega. En la “chapeta” de cuero se colocaba la piedra para quebrar cristales y salir corriendo. En esos años no lo percibíamos, pero las hondas eran armas. En algún tiempo pasado habían sido armas letales. Aunque es bueno aclarar que la clásica honda con que David mató a Goliat era diferente a este juego “inocente” de nuestra niñez. Nosotros (niños de los sesenta) jamás preguntamos “¿qué onda?”. Nuestra onda era una honda para matar pajaritos. ¡Pucha, qué perversión, qué mala onda! Pero aquéllos que ya eran mayorcitos comenzaban a entrarle a la onda de los hippies, del cabello largo y de la mariguana. Algunos comitecos mayorcitos ya le entraban a la onda del pasón. Estos compas, tal vez, no lo sé, miraban (ya instalados en el viaje) la danza de los colores y escuchaban los sonidos como si lo escucharan en Hi Fi. Son los privilegios de los hombres que le entraron a la onda. ¡Qué pasonsote!
lunes, 5 de noviembre de 2012
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL REFLEJO DEL AGUA ES OTRA REALIDAD
Querida Mariana: la niña se acercó. Tenía un vestido verde, ceñido a la cintura con una cinta color blanco. Yo veía la alberca, desde un sillón, debajo de una sombrilla. Veía la alberca de lejitos. Vos sabés que no sé nadar. Las albercas, pozas, ríos y mares me provocan una especie de espanto, como si fuese niño y mi mamá apagara la luz y cerrara la puerta del cuarto por fuera.
La niña, con dos trenzas sujetas con cintas rojas y amarillas, sonrió y me enseñó su mano abierta. Pensé que pedía una limosna y haciéndome el estúpido simpático dije: “No tengo Cash. Lo siento”. La frase de no tengo cash la popularizó Zedillo, cuando fue Presidente de la República. ¿Quiénes no tienen cash, cambio, vuelto, monedas? Quienes son millonarios y no lo necesitan o los pobres que ni siquiera eso tienen. Es increíble que la carencia de monedas una a dos sectores tan opuestos: la opulencia y la miseria. Yo, gracias a Dios, ni soy millonario ni soy miserable, pero esa mañana no tenía una moneda y un billete de veinte que tenía en la cartera estaba todo roto.
La niña siguió a mi lado. Yo continué viendo el agua. Como la alberca del hotel está techada el agua apenas se mueve. El reflejo era casi casi una réplica exacta de lo estaba por encima del borde, en la otra orilla de donde estaba: dos parasoles de tela; cuatro tumbonas color azul, tela impermeable y una mesa de madera, barnizada en color caoba. Desde lejos -no sé por qué- supe que era de pino. Tenía la modestia incómoda de aquello que no es lujoso.
La niña insistió. Extendió su mano con la palma hacia arriba. A punto de enojarme vi que su mano no estaba vacía. Me puse los lentes y vi que su manita tenía un dulce. ¡Dios mío, me ofrecía un dulce, con envoltura roja, amarilla y verde! La niña de ojos cafés, quién sabe por qué, me ofrecía un dulce, a mí, que siempre tengo cara de piedra. ¿Sería como para derrumbar mis muros? ¿Un ángel enviado por quién, para qué? No sé, pero en ese instante esbocé una sonrisa y ella, agradecida, sonrió como si fuera una línea de luz sobre el reflejo del agua. Ahí me di cuenta que era muda. ¡No, no, por favor!, no preguntés cómo lo intuí. Fue algo que apareció de pronto, como un chubasco.
“Gracias”, dije. Tomé el caramelo. Ella, con sus manitas, ya en confianza, dijo que comiera el dulce. Quité el papelito y chupé el dulce. Hice bolita el papel y lo guardé en la bolsa de mi pantalón. Ella, ya más en confianza, metió su manita y sacó el papelito. Sonrió. Era como uno de esos pajaritos que chupan la miel de las flores. Con destreza, con sus dedos de sol, hizo una papirola (una figurita de origami). Los colores rojo, amarillo y verde de la envoltura le dieron el tono adecuado al pajarito que formó: ¡era una guacamaya! ¡Qué prodigio!
De nuevo, extendió su mano y me ofreció el pajarito de alas de envoltura. Tal vez el primer material para reciclaje fue la envoltura de dulces. Mi papá compraba unos dulces de “pasita” y con la envoltura “fabricaba” una corbata. Con sus dedos (de sol) doblaba la envoltura y lo doblaba de tal forma que al final obtenía una corbatía. A mí me encantaba ese juego. Siempre, al terminar, extendía su mano (igual que la niña) y me daba su creación. ¡Ah, qué río tan limpio, con una cosa tan simple!
¿Qué hacer? ¿Qué esperaba la niña que yo hiciera? Cuatro elementos estaban presentes en ese momento: el agua de la alberca, el silencio de su boca, el reflejo del agua y la generosidad de su corazón a través de su mano. Porque en su mano estaba la palabra, en su corazón estaba. Me di cuenta, niña de todos mis reflejos, que no necesitábamos la palabra. ¿Lo mirás? Siempre he privilegiado la palabra para comunicarme y ahora me daba cuenta que ella no es tan necesaria. Que los corazones pueden tocarse con cosas sencillas como un pajarito hecho con envoltura de dulce.
Me lleve la mano al corazón y luego se la extendí con la palma abierta. Ella sonrió. Supo que le entregaba una papirola. En ese instante en el pasillo apareció una señora, muy bella. “Su mamá”, pensé. La niña volvió la mirada y, con los brazos abiertos, corrió para abrazarla. Quedé esperando que ella volteara a verme para decirle adiós, pero nunca lo hizo. Dieron la vuelta en la esquina del corredor del hotel y yo, te lo juro, me quedé con una sensación de tristeza. ¡Dios mío, qué poco tiempo dura la vida! Me quedé solo a la orilla de la alberca. Sonreí. ¿Qué hacía junto al agua, yo que no sé nadar?
¡Qué bueno que no tuve cambio! La hubiese ofendido al darle una moneda. ¡Qué pendejo soy! Siempre pienso que la gente se acerca a pedir. A veces, muchas veces, la gente se acerca a dar.
sábado, 3 de noviembre de 2012
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA AMISTAD ESTÁ ENCIMA DEL HORIZONTE
Querida Mariana: vos y yo somos amigos. ¿Desde cuándo? ¿En qué instante Dios puso tu pan sobre mi mesa?
Arnulfo Cordero Alfonzo ¡es mi amigo! Definir la amistad es difícil. La amistad tiene muchos cordeles donde pueden amarrarse los postes que hacen puentes. Los puentes permiten llegar a otras orillas y salvar vacíos. Rafael Morales Serrano ¡es mi amigo! Arnulfo y Rafa son como puentes, como luminosos puentes.
Un día de octubre, Arnulfo y yo platicamos. “Leí tu Arenilla más reciente”, dijo, mientras sonreía. Gracias, dije. “Patrocinaré la edición de un libro tuyo”, agregó. Entonces fui yo quien sonrió. También Rafa lo hizo al momento de acercarse. “Sí -dijo Rafa- yo también apoyaré la edición”. Arnulfo agregó: “ambas gasolineras patrocinaremos la edición”. Y yo, agradecido con ellos, con la vida y con Dios, sonreí y les tomé la palabra.
Un amigo siempre llega a tu casa, toca la puerta y entra. Claro, jugarás vos, antes alguien debe abrir la puerta, porque si no sería como el hombre invisible. No lo sé bien. Antes, en Comitán, las casas permanecían con la puerta abierta. A Arnulfo y a Rafa los conocí en tiempos de puertas abiertas. A casa de Rafa llegaba y entraba. Él, invariablemente estaba en el patio limpiando su mini moto. Rafa fue el primer comiteco que tuvo una mini moto. Era de color azul con franjas plateadas. Ahora, en tiempos de camionetas 4x4 no sé de qué tamaño era. Pero, por su nombre podrás imaginarla. Era pequeña, apenas cabía él, pero por prodigios de la física no cuántica, yo me trepaba en la parte posterior. Ahora, Arnulfo y Rafa, generosos me dijeron que subiera a su carro y diera una “chica” (que es un poco como decir un aventón).
¿Qué los mueve a patrocinarme la edición de un libro? La amistad tiene muchos cordeles, uno de éstos permite amarrar puentes para la eternidad. Los mueve el gusto de recibir el aire en la cara; el gusto de compartir una manzana en tarde de otoño. No los mueve más que el afecto.
Ahora estoy ocupado en que un fotógrafo profesional tome la foto de portada. Una amiga mía, Isabel (¡ah, qué maravilla! Cuánto cordel tiene este bollo), posará para que la portada se logre. El librincillo contendrá dos libros, será un dos en uno. Como tendrá un tiraje de mil ejemplares y será un presente de navidad que mis dos amigos obsequiarán a sus clientes y amigos, pensé publicar la novelilla breve “Dios también resuelve crucigramas” y el libro de cuentos “Un ángel llamado Pavitto”.
Mi amiga será el rostro que sintetizará este ideal místico. Ella es un ángel, por lo tanto debe ser como una de las líneas de la mano de Dios.
Y el librincillo será un dos en uno, porque dos de mis amigos (como si fuesen Mosqueteros) enlazan sus manos para lograr la presencia de un tercer: ¡el prodigio del libro!
¿Por dónde rueda la carreta del afecto? Desde siempre ha remontado todos los caminos, los de lodo, los de piedra, los de arena, los de terracería y, también, los de asfalto. A veces, en las súper carreteras una carreta avanza y la gente saca la cabeza desde la ventana de sus autos y toman la foto porque se les hace una imagen rescatada del pasado. Así es la amistad. Todos los días los autos avanzan en el rebumbio de los días, pero a veces alguien se detiene porque reconoce al hombre que camina al borde de la carretera: es el amigo. Se detiene y ofrece un aventón, una “chica”.
De manera humilde agradezco la generosidad de mis amigos y doy gracias a Dios por el privilegio de sus manos afectuosas ¡abiertas! Pido al Universo que la novelilla y el librincillo de cuentos constituyan un obsequio que dé luz a sus amigos y clientes de sus empresas. Este año, además de la botella de güisqui habrá un libro en el arcón. ¡Felices fiestas en el corazón y en la mente!
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