viernes, 7 de diciembre de 2012


A LA HORA DE QUITARSE LOS CALCETINES

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como un piano de cola y mujeres que son como una lámpara encendida.
La mujer lámpara encendida siempre toca los muslos de la oscuridad, lo hace como si fuese a pleno día, como si las manos diseñaran, por primera vez, el teclado de la madrugada.
Cuando dice adiós es como si se apagara, como si la puerta se volviera muro o alambrada.
Le gusta saberse reconocida y tener una planta de cabecera. Los despistados le obsequian plantas de pie, no saben, ¡tontitos!, que ella desea siempre una planta de luz.
Cuando da la mano para despedirse es como si diera la vuelta en el parque o moviera las manos sobre una esquina.
Cuando recibe una señal de Dios mueve las manos como si bailara una danza árabe.
Se tira sobre la arena; se recuesta sobre una hamaca donde las cuerdas son como cuerda de guitarra a la hora de la fiesta.
Le gusta usar pulseras de oro. Sus enemigas dicen que es porque Sade es su autor favorito. El color rojo es el color de las tardes en que toma el té. No porque se crea de la nobleza, sino porque su mirada está más allá del patio donde los niños tocan el labio y la pestaña.
Le gusta abrir los ojos cuando los demás los cierran. A la hora en que el desierto sueña con ser mar, a esa hora ella se sueña oso polar cerca de una chimenea.
Le gustan los juegos de mesa, no los simples de damas chinas o de ajedrez o de monopoly. ¡No, no! Le gustan los juegos donde una pareja convierte a la mesa en una frazada; donde la mesa se convierte en una tela para disimular el vuelo de una montaña fría, de una gota de mar.
Sí, le gusta el frío. Lo prefiere ante el cordel de la templanza, ante el dedo caliente. No soporta el calor que provoca el sudor de las cortinas ni la humedad pegajosa de la mirada extraviada.
Le gusta el frío porque le provoca un aroma de árbol con esferas, un destello de ponche con piquete.
Le gusta el frío porque debe usar mantas para cubrirse el cuerpo. Y el cuerpo descubierto, ella piensa, es la mayor miseria porque nos recuerda que el álbum sólo es una brasa en sepia. Por esto, cuando hace el amor ¡lo hace vestida! Sólo deja un hueco, un mínimo hueco, para que el miembro de su amado sea la barca que navega en El Sumidero. ¿Por qué tal comportamiento? Ya lo dije: porque el lago no es callejón ni árbol con hojas.
¿Cuál es la palabra más amada? ¿Cuál la hoja que no mueve el viento? Su palabra es “buró”, porque, cree, la madera de cedro sufre a la hora que se convierte en clóset para guardar trapos viejos y sufre a la hora que se convierte en mesa para soportar el vino que tiran los borrachos. En cambio, ¡ah, qué prodigio!, la madera de cedro encuentra su vocación a la hora que se convierte en buró. El buró es como el café caliente para la mano que, en madrugada, apaga el despertador; para la hora que la mano toma el vaso de agua; para la hora que el ladrillo comienza a tejer el sueño donde el árbol se vuelve pie y recorre los ladrillos de la fragua.
¿Cuál es el límite de su cielo? ¿Cuál el límite de sus nubes? ¿Es acaso el pico del halcón? ¿El ojo a mitad del agua?
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como la escalera de una alberca, y mujeres que son como el parasol del jardín.