viernes, 21 de diciembre de 2012


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL AIRE NO SÓLO INFLA GLOBOS

Querida Mariana: Romeo me invitó a ir a Nueva York. Me sedujo la idea de estar dos días en su departamento del piso dieciocho. Has de entender que en Comitán los edificios más altos apenas tienen cinco o seis pisos. En nuestro pueblo todo está a ras del suelo. A veces pienso que los Estados Unidos son poderosos porque siempre están cerca de las alturas. A veces pienso que el entorno influye más de lo que imagino. Pienso que por eso las cubanas son tan cachondas y los esquimales, en lugar de besarse como la gente decente, se frotan las narices. El frío los ha vuelto frígidos. Por eso, las paisanas de Gabriel García Márquez son tan cachondas, tan muslo de trópico. Por cierto, querida niña, ¿qué has sabido de Gabo? ¿Seguirá perdiendo la memoria? Los que viven en lo alto de un rascacielos no olvidan. Los que olvidan son los hombres que están cerca de las cloacas. Yo, por ejemplo, tengo mala memoria. A veces pienso en la causa. ¿Será que tengo mala memoria porque, de niño, no necesité nunca recordar en dónde estaban los objetos? Siempre hubo gente que hizo las cosas por mí. Incluso cuando aquella niña se enamoró de mí, dejé que fuese Pepe quien le tomara la mano y le diera el primer beso. Siempre crecí con la convicción de que, para vivir, no era necesario subir al Everest o a un globo aerostático; siempre pensé que, para vivir, bastaba con salir a la calle, cruzar a la otra banqueta, entrar a la tienda de doña Angelita para comprar un carrito de juguete e ir a la plaza a mirar cómo los neveros gritaban “ñeve, ñeve”.
Sé que los grandes escritores van a otros lugares porque necesitan estar en contacto con el cielo. Mario Vargas Llosa tiene apartamentos en otros países. Sus departamentos, lo intuyo, deben estar en pisos superiores. Dicen que John Lennon vivía en un departamento que daba a Central Park. Desde su ventana miraba a los caminantes como hormigas, como granos de arroz blanco; y miraba las copas de los árboles y miraba que el vuelo de los pájaros era como una línea del horizonte.
Estoy seguro que si a Gabo lo llevaran a vivir a un departamento de piso doce recuperaría la memoria de inmediato. Las nubes del cielo le recordarían que un día fue escritor y que nombró todos los objetos habidos y por haber. Es una pena (además de una estupidez) reconocer que un hombre que juega con palabras comience a extraviarlas. ¿Qué no el oficio de Gabo fue ensartar palabras día y noche? Dicen, dicen, no lo sé bien, que los mejores escritores son los que escriben de noche. Dicen que es porque desarrollan un talento especial para, como si fuesen ciegos, ensartar en medio de la oscuridad. Dicen (yo qué voy a saber), dicen que los mejores amantes son los que, antes del amanecer, como si fuesen pescadores, tiran la atarraya a mitad del río.
¿Entonces qué, vas o no vas?, dijo Romeo. No tengo visa, dije. El tomó un sorbo de café y dijo que sabía que no iría. Y no es por la visa, lo sabés, me dijo. Y yo dije que tenía razón. No me gusta salir de mi pueblo. Pensé que me emocionaría la idea de estar en un piso dieciocho. Sólo una vez subí al mirador de la Torre Latinoamericana (piso cuarenta y feria). En cuanto me asomé al pretil sentí nausea y debí cerrar los ojos. Así que nada miré. Tal vez por esto soy un hombre muy terrenal y nunca seré como Gabo o como Vargas Llosa. Tal vez si me llevaran a un piso doce entonces escribiría mejor. Pero tal vez no. Tal vez sintiera nauseas y cerrara los ojos y escribiría nada. Prefiero seguir viviendo muy pegado al suelo. Cuando menos acá escribo estos intentos de textos.