sábado, 1 de diciembre de 2012


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO A VECES CAMBIAMOS ORO POR PIEDRITAS

Querida Mariana: nunca he sido “cascarero”. Jamás he jugado en la calle, con desconocidos. Admiro a quienes lo hacen. Admiro a quienes suben el pie sobre la pared y, cuando otro compa (un desconocido) se acerca a invitarlos a jugar, tiran el cigarro, lo aplastan, se suben las mangas de la camisa y le entran a la “cascarita” de básquet. Lo que sí admito es que, a veces, no sólo con vos juego. A veces la tentación me vence y acepto jugar con otras amigas (¿no te enojás, verdad? Bueno, no mucho). No lo hago por venganza, no lo hago como desquite porque vos jugás con tu novio y nada digo. Lo hago porque me gusta jugar a las palabras y, a veces, insisto, aparecen muchachas bonitas que me invitan a jugar.
Sé que no debería contarte lo que te contaré, pero al final de esta carta entenderás por qué lo hago. La otra tarde, cuando no contesté tus dos llamadas, jugaba con X.
“Nos pongamos apodos”, dijo ella. Y yo dije que sí. Lo dije emocionado. Estábamos en la sala de su casa. A mí me gusta ir a su casa porque es una casa antigua de Comitán. Tiene cuatro corredores y como mil cuartos (¡es una exageración!). La casa donde crecí de niño, ya lo sabés, tenía cuatro corredores. ¡Ah me encantan esas casas con patio central, corredores de ladrillo, llenos de helechos alrededor de las columnas de madera! ¡Ah, la casa de X es una casa espuma llena de aire; es una casa como novela de Murakami! Este tal Murakami es un escritor japonés que escribe bien bonito. Sus novelas son como ríos que corren por un lado y, dos páginas después, ya andan por otras riberas, iluminando otros soles. Así es la casa de X, una casa llena de agua para la sed.
Le dije que sí, que jugáramos a ponernos apodos. Pero que no sean apodos comunes, dijo ella. “Tenés carota de costal para cargar piedras”, dijo, se paró de la poltrona de madera y fue por un libro que tenía en la mesa de centro. Sí, dije, ese es un apodo común, “cara de costal” parece apodo de cargador de La Merced, de la ciudad de México.
El juego consistía en ponernos apodos con palabras comitecas. ¡Sale!, dijimos ambos. X se sentó en el piso, se recargó sobre el sofá, estiró las piernas y puso el libro sobre sus muslos. El libro era “Glosario. Habla popular comiteca”, que escribió mi querido primo José Luis González Córdova (qepd). X me ofreció una pastilla de menta, abrió el libro y dijo: “Sos un jocotío tierno”. ¿Por qué?, pregunté. “Porque sos verde para mi esperanza”. ¡Ah, qué bonito!, dije. Lo siento, mi niña de agua, me encanta el juego de la palabra y si alguien me dice que soy el verde para su esperanza me siento como hoja de árbol, como pedazo de tela de bandera mexicana, como globo. Sonrío y soy feliz. ¡No lo puedo evitar!
Ahora te toca a vos, dijo X. No dudé. Puse mi mano sobre la de ella (sin otra intención más que decirle que estaba contento) y dije: “Sos un chinculguaj calientito, recién salido del comal”. Ella, con su otra mano, acarició la mía (la mano, niña, la mano) y dijo: “Decime porqué”. Porque tu corazón está relleno de luz, de agua bendita, dije. Ella apretó mi mano, como si tratara de evitar que el agua de ese instante se diluyera. Sonrió.
¿Qué?, X preguntó. Nada, dije. Sólo que me acordé de doña Chusita, la señora que en el mercado Primero de Mayo vende chinculguajes, dije. Contame, dijo ella y yo hice el chiste malo de uno, dos, tres, cuatro…
El otro día, niña de olla de tierra, doña Chusita y su hija Tránsito llegaron al programa de radio “Crónicas de Adobe”. Ah, fue un programa lleno de viento. Ellas viven en Quijá. Tránsito baja todas las mañanas a vender sus chinculguajes.
Ahora que te escribo pienso en el juego con X. Cuando ella propuso que jugáramos a ponernos apodos con palabras comitecas entendí que estábamos jugando un juego de identidad. ¡Bien bonito! Ahora sé que doña Chusita es una bendición para este pueblo. Todos los hombres y mujeres que tienen oficios únicos ¡son una bendición! ¿Qué otra cosa, sino bendición, es la presencia del hombre que hace los festones de juncia? ¿Qué otra cosa, sino bendición, es la mujer que prepara los pastelitos de manjar, la que diseña las rejas de papel de china, la que hace las ollas de barro, el que construye los aldabones? ¡Pura bendición para este pueblo bendito! ¡Magos que hacen que este pueblo sea mágico! Ellos son los que preservan lo que somos. ¿En París comen chinculguajes? ¡No, allá comen baguetes con chucrut! Acá comemos Chanfaina. ¿Te cuento que doña Chusita también juega con las palabras? Su dicho más recurrente es: “No se vale llorar”. ¿De veras no se vale? No le hice caso, porque lloré al final del programa. Me conocés, lloro hasta porque a mi tía Elena se “le va la media”. Y lloro por esto, porque siempre me da mucha nostalgia cuando algo se va. No importa que sea la media la que se va. Pienso que cuando una “media se va” un hueco aparece y los huecos hacen daño. Vi la carita de doña Chusita, vi la carita de Tránsito. En sus caritas algo como un ligero hueco les pone una hoja de niebla. ¡Dios mío, cómo no llorar! ¿Cómo no llorar a la hora que doña Tránsito alzó su dedito y pidió un minuto para decirles a sus hijitas que las ama? ¡Me emocionó ver la emoción en su carita, ver el rayo de luna que la iluminó a la hora que mencionó el nombre de sus hijitas en la radio! Pero doña Chusita insiste: “No se vale llorar”. ¿De veras? ¿De veras debo contener esa agua en esta presa endeble? No, no le hice caso. Me emocioné y lloré. Lloré por todos los corazones que tienen grietas. ¡Dios mío! Pero no era esto lo que quería contarte. Quería contarte lo que ahora cuento: doña Chusita, cuando le dije que era muy conocida, dijo: “Yo no me pierdo ni en chanfaina”. ¿Mirás qué prodigio? Así como lloré al final porque pensé en la grieta, así lloré de alegría a la hora que oí esto. ¿Has comido la chanfaina? ¿Has hecho una cucharita con la tortilla y comido el caldito de la chanfaina? La tía Amparo decía que una buena chanfaina tiene el color de la tierra y la consistencia de la nube de algodón. Vos sabés que la chanfaina está hecha con las “menudencias” de carnero. Todo hecho en cuadritos como confeti. ¿De qué parte del carnero es este cuadrito? ¡Saber! Bueno, doña Chusita es tan conocida que ni en chanfaina se pierde. ¡Ah, qué maravilla! Pero dijo más. Hubo un momento de la plática en que recordó a una de sus hijas y dijo que ella es muy inteligente, pero que hizo una bobera, a veces “la viveza se baja a los carcañales”. Pucha, qué manera de definir la bobera. Mucha gente (me incluyo) metemos la patota y terminamos con la inteligencia en el calcañal.
¿Sabés a qué hora se levanta doña Tránsito para bajar a tiempo al pueblo? ¡A las cuatro de la mañana! Pienso en todos los hombres y mujeres que cuando nosotros dormimos, ellos trabajan. Pienso en los choferes de la ADO, en los locutores, en los que venden chicles y dulces en los andenes; pienso en los taxistas, en los meseros de restaurantes al lado de las carreteras; pienso en las muchachas bonitas que trabajan en antros. ¡Dios mío, qué chambas tan pijama deshilachada! Doña Tránsito, mujer “cañacastía”, se levanta de madrugada, prende la brasa y calienta los chinculguajes, para que vos y yo, y medio Comitán, a la hora del desayuno los probemos con un café bien calientito. Que Dios bendiga a doña Chusita y a doña Tránsito y a todas las mujeres que madrugan sólo para que vos y yo, y todo el mundo, pueda darle cuerda a la vida de manera amable.
“Sos mi marquesote”, dijo X y me dio un beso en la mejilla. “Sos mi marquesote, porque sos dulce y sos el complemento ideal”. Sonreí. Supe que, en ese momento, ella era mi agua de temperante, mi “encuache” perfecto.
Pero, niña de viento, sólo fue un juego. Lo sabés. En realidad, quien es mi chimbo bañado en miel ¡sos vos! Vos sos mi “mecapal” para cargar mis nubes; vos sos mi “palpanichim”, porque sos un racimo de campanitas que protege mi corazón.
Vos, niña melcocha, sos el sosiego de mi embelequería.
Ahora siento una opresión en mi corazón. Sí, me siento un desleal. No debí jugar con X. Como Cortázar le decía a Alejandra Pizarnik (poeta argentina): “Acá los juegos”. A veces, qué pena, salgo de nuestro espacio y, como cualquier mortal, caigo en la tentación. Soy un simple mortal, con mil defectos. ¡Qué pena! Todas las mañanas le pido a Dios que no deje que yo caiga en la tentación, pero…
Dije al principio de esta carta que en esta línea comprenderías porque te cuento esta deslealtad. Lo hago porque creo que esta es una manera de decirte que me siento mal y que prometo hacer todo mi esfuerzo para no volver a caer en la tentación. Todos los juegos, de acá en adelante, serán con vos. No importa que vos jugués con tu novio. Sé qué con él jugás otras palabras, no las que salen de nuestro fogón. ¿Me perdonás? ¿Volvés a dejar que, de vez en vez, unte un poco de menta en tu espíritu? ¿Entendés que soy un gatito y olvido que soy de casa y, de vez en vez, trepo a tejados vecinos? Ah, mi niña, me siento como una cruz olvidada en medio de la montaña. ¿Me perdonás?

Posdata: tal vez no lloré en la radio por lo que dijo doña Tránsito, ni por lo que contó doña Chusita. Tal vez lloré porque desde la tarde anterior tenía esa piedra en medio de mi cogote. Cuando salí de la casa de X comenzó mi opresión. ¿Cómo le digo a mi niña bonita que anduve jugando a las palabras con otra niña? ¿Se lo digo? Cuando llegué a la esquina del templo de San José, me senté en una banca del Jardín del Arte y pensé que no te lo diría, pero, un segundo después, pensé que debía hacerlo. Ahora, hincado frente a vos, enredado en el canto triste de un tristísimo cenzontle, te digo: ¿me perdonás? Fue un simple juego de palabras y ya no tengo apodo. Soy el Alejandro de siempre, tu Alejandro. Nunca he sido “cascarero”, pero a veces caigo en la tentación. Perdoname. ¿Vale?