viernes, 28 de diciembre de 2012


LA PREGUNTA DE SIEMPRE

“¿Hacia dónde vas?”, dijo el hombre a la mujer que caminaba a mitad de la calle. Ella caminaba a mitad de la calle porque tenía temor. En una ocasión ella iba por la banqueta cuando un hombre salió de un remetido y la asustó. Por fortuna, en aquella ocasión, el hombre, como si fuese un niño, abrió los brazos y dijo: “¡Buh!” y volvió a esconderse. Pero, ella supo la historia de Alicia donde un hombre desnudo había salido de un remetido. El pene lo tenía erecto y el hombre lo agarraba con ambas manos, como si fuese una manguera de bombero. Alicia lo contaba con emoción, cuando lo hacía se limpiaba la frente y el cuello a intervalos frecuentes. Siempre mostraba una sonrisa de ardilla tan esquiva que no se sabía si su emoción era porque se excitaba o porque estaba a punto de soltar el llanto por el temor que le causaba el recuerdo. Nunca terminaba la historia. Cuando alguien del grupo le preguntaba ¿qué había hecho ella, qué había hecho el hombre?, ella se paraba, iba a la cocina, se servía un poco de güisqui y regresaba a la sala sin decir algo. Si alguno del grupo insistía ella metía un dedo en el vaso y movía los hielos y hacía comentarios absurdos como: “¿Irán a traer el gas?”.
“¿Hacia dónde vas?”, insistió el hombre y caminó a la par. Paso que daba la mujer ¡paso que daba el hombre! La mujer caminó más rápido y el hombre hizo lo mismo. Él vestía un saco que le llegaba a medio muslo. La mujer pensó en las historias que leía de niña, de cuando un hombre se abría el chaquetón y mostraba su pene a las incautas doncellas. ¿Qué satisfacción obtienen esos depravados que no hacen otra cosa más que mostrar sus penes? El final del callejón aún estaba lejos. Ambos caminaban a la mitad. La mujer vio que el hombre bajó de la banqueta y se acercó más a ella. No supo por qué pero decidió hacer una jugada inesperada. ¡Se paró! Encaró al hombre. Éste titubeó tantito, pero luego retomó su aplomo y dijo, por tercera ocasión: “¿Hacia dónde vas?”. Ella alzó la cara, lo vio a los ojos y le dijo: “Voy a mi casa, ¿por qué?”. El hombre metió la mano en el chaquetón, sacó una caja de cerillos, prendió uno y, como si fuese una tea, alzó la mano y dijo: “¿Puedo acompañarte?”. El cerillo se apagó. El hombre quedó con el brazo alzado, como una estatua de la libertad. En el número 18 se prendió la luz de una ventana del segundo piso. El hombre volvió la mirada. La mujer aprovechó el desconcierto y, como se lo había enseñado su papá, levantó la rodilla y golpeó al hombre en los testículos. El hombre se agachó y llevó sus manos a la parte golpeada. Se retorció tantito y luego se dejó caer. Quedó en el piso en posición fetal, sin decir nada, sin un lamento. La mujer vio hacia la ventana iluminada y vio un hombre desnudo asomarse al pretil. Ella pateó al hombre tirado en el piso, lo hizo sin ganas, casi casi como si matara una cucaracha, lo hizo sólo como reflejo condicionado de las enseñanzas del padre, y echó a correr en busca del final del callejón. Corrió a mitad de la calle. Lo hizo sin volver la mirada. Casi a punto de llegar sintió un piquete en el estómago, como si un dardo la alcanzara. Nada fue. Pensó que, para la próxima reunión de compañeros de trabajo, aceptaría la compañía de Alfonso. Él siempre tan atento, tan enamorado de ella. Nunca volvería a caminar sola por la calle a las once de la noche. Hay tanto desadaptado por las calles de Dios. Llegó al final del callejón, miró a un lado y a otro de la avenida donde la luz de neón daba una sensación de cierto alivio. Vio las torretas azules y rojas de una patrulla que se acercaba a donde ella estaba. Levantó las manos, como si fuese un naufrago, y corrió a la patrulla, colocó sus manos sobre la ventana del chofer y pidió ayuda. El oficial bajó el cristal y dijo: “¿Hacia dónde vas?”.
Alicia nunca terminaba la historia. Siempre que alguien insistía, ella bajaba la vista y hacía comentarios absurdos como: “¿Vendrán por la basura?”.