miércoles, 19 de diciembre de 2012


CUANDO APARECE LA TARDE

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como sombreros colgados en paredes y mujeres que son como el labio cuando humedece la piel.
La mujer sombrero colgado en la pared disfruta del silencio que es como un destello a la hora del sueño. Su esencia está en la capacidad para hacer sombra, para ignorar la vuelta en el parque; para descifrar la curva en el camino. No recuerda los instantes en que la lluvia asoma por encima de los cielos de madera; no contabiliza el momento en que el artista levanta el brazo en intento de alcanzar la estrella.
Si su pie encima del pedal, entonces ella cumple el sueño de viajar sobre bicicleta o ser la conductora a mitad de la noche en una carretera llena de niebla. Le fascina viajar a través de un bosque donde los lobos son el vestido para la piel desnuda, el granizo para el fastidio de una tarde sin niebla.
Ella tiene primas que llevan banderas o cintas alrededor de la cintura. Algunas son de palma, otras son de cuero, unas más tienen el ala tan ancha que se confunden con sombrero de charro o con la cabellera de alguna medusa de carnaval o con el vaso lleno de polvo del sediento.
Existen tardes en que ella adormece al viajero del tren de las diez; a veces ella levanta el dedo como si fuese colegiala y pide permiso para ir al cuarto del fondo a la derecha, porque ella adora el acto sencillo que se llama vida, el acto donde su amado es como un toro a mitad de la plaza. Le encanta que la desvistan y que luego la embistan, a la hora en que el polvo de la tarde se convierte en el ave que traza una línea en el cielo. En el suelo, ahí deja que sus tardes se conviertan en nubes sobre montañas, en viento que cabalga sobre su cuello de pez vela, de ardilla sobre rama.
Existen tardes en que ella avienta flechas como si la nostalgia fuese sólo una piedra sacudiéndose el polvo del fuego.
No tiene más afrenta que el árbol del miedo con nidos de urracas y salto de gacela. No tiene más portal que el miserable del pasillo, el que consume sus tardes en medio del cigarrillo y de la taza de chocolate con churros.
A veces se sabe sola. Se siente perro en medio del árbol sin hojas, se siente costal sin huesos para hacer la columna que soporte el techo. A veces se siente sola. Se sabe paso sin puente para construir vacíos. A veces recupera la inocencia del aire, la flor que no tiene momento para la mano, para la ofrenda del muerto o para la dádiva del amoroso.
A veces cuenta el cuento donde un hombre corre tras el viento porque algo extravió, porque algo de la piel no reconoce el tacto, el dedo, el labio, el muro para dividir el territorio.
“¿Me compras un árbol navideño?”, pregunta el amado y ella, con la escarcha del tedio, dice que sí, que irá mañana para deshojar el cielo. “No, en serio”, dice él y ella abre el bolso y halla un árbol para el sueño. Pero él, tontito, no puede reconocer que en el desván también un tren asciende como pájaro, como avión, como ángel sin dueño.
Cruza la calle como si ésta fuese un pantano y ella el famoso ave del plumaje inmaculado, sin tacha, sin párpado abierto.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un cuaderno para el recreo, y mujeres que son como un autobús sobre la carretera de un cielo.