viernes, 14 de diciembre de 2012


PARA MIRAR UN CUADRO DE FRIDA KAHLO

Imaginá que entrás a un museo, a la hora de la comida, a la hora que el guardia come una torta de pollo, con frijol y aguacate. Imaginá que llevás un bolso de marca, de esos donde caben todos los chunches que las mujeres usan: lipstick, polvera, celular, Ipod, cartera, un condón con sabor a fresa, lápiz para pintar la raya del ojo y monedas para pagar el viaje de la chamba a tu casa.
Imaginá que sos una mujer frustrada, porque siempre deseaste ser artista plástica y ¡mirá en qué terminaste! Imaginá, entonces, que no laborás en esa fábrica de ocho a cuatro de la tarde.
Imaginá que sos otra, que no sos la que todas las noches empuja la puerta, tira el bolso, prende la cafetera y se cambia las zapatillas por el par de tenis. Imaginá que tu destino no es una arruga sino la raya del camino. Imaginá que las ardillas también son saltos para las ramas de tu cuerpo y de tu espíritu.
Cerrá los ojos y regresá al museo. A esas estancias donde las paredes sirven para colgar obras de arte y no, como en tu casa, para colgar calendarios con figuras de vírgenes de Guadalupe o carteles de Luis Miguel o del vómito que se llama Ricardo Arjona.
Entregá el ticket al guardia que se limpia la boca llena de frijol y aguacate. Caminá por la primera sala, ahí donde está la exposición que Armando te recomendó, porque no sabés qué prodigio es la pintura de Frida. En cada uno de sus cuadros está todo el terror que paraliza la voz y el sueño.
Evitá la tentación de sacar las donas Bimbo de tu bolso; detené el movimiento instintivo de tu mano que ahora busca el chicle. Recordá, por favor, que no sos vos, mujer de vecindario; recordá que estás en un museo y ahora, al lado de esa pareja de jóvenes que huelen tan a bosque, tan a boutique de Quinta Avenida de Nueva York, mirás un cuadro de Frida Kahlo, la mujer que hizo del sueño la tragedia del río a la hora que detiene su vocación de nube debajo del puente.
Imaginá que no abandonaste el primer curso de la Universidad, ahí donde aquella maestra maravillosa te enseñó los principios del color y del diseño. Imaginá que seguiste recorriendo los pasillos de la universidad, con las libretas abrazadas a tu pecho. Era tan bonito sentarse en grupo en la mesa de la cafetería y apreciar cómo los rayos del sol se tumbaban en el suelo. Se tumbaban sin rastro de cansancio, como satisfechos de haber recorrido tantas leguas luz.
Y ahora bebé ese cuadro de Frida, ese donde un venadito con cuernos es como un San Sebastián mártir lleno de flechas que manchan de rojo su cuerpo que parece levitar en medio de una avenida de árboles tristes y húmedos. Bebé la mancha del tronco verde. Mirá el fondo del cuadro, ahí donde una nube no tiene la placidez de la tarde sino la miseria de ese rostro.
Ahora imaginá que ese venadito es una venadita, porque así debe ser. Ahora, por favor, eliminá el diminutivo porque la miseria nunca ha sido miserable cuando llueve. Ella, Frida es una venada. ¿Mirás cómo has llegado a la síntesis perfecta? Ese animal que levita es un animal ciego a mitad de un túnel donde los trenes viajan; es una ventana a mitad del suelo; es un aerosol que sueña con el aire de su luna.
Ahora, satisfecha y llena de más piedras para tu trauma, hacé favor de salir del museo. Sentate en esa banca llena de hojas secas, abrí tu bolso de yute y sacá las donas de tu almuerzo.
Imaginá que no sos vos, la mujer que, mañana domingo irá al parque a dar de comer a las palomas de la plaza.
Imaginá que sos como un venadito, pero sin flechas. Un venadito que parece levitar a mitad de un sueño.