miércoles, 5 de diciembre de 2012


SIN HORARIO DE INVIERNO NI DE VERANO

Hay de Decretos a ¡Decretos! El de hace cinco meses fue aceptado a regañadientes, pero el de hace dos días es un absurdo.
Hace cinco meses corrió el rumor que el Presidente de la República Bananera prohibiría el uso de sostenes, en mujeres. Yo estaba en la estética cuando don Pancho dobló el periódico y dijo que ya el Presidente había enviado el Decreto a la Cámara de Diputados. ¡En efecto, tres días después apareció publicado en el Diario Oficial! Ante el júbilo de la mayoría de hombres, el desencanto de ciertas mujeres y la marcha de protesta de dos fábricas de sostenes, ¡el mundo acató la orden! El argumento de la incidencia de cáncer de mama provocado por el uso de ceñidores de tetas fue el hilo que sustentó la prohibición y atenuó las protestas a nivel mundial.
Pero lo de hace dos días es un exceso. ¿Por qué se Decreta la desaparición de relojes? ¡Fue en la peluquería, otra vez, cuando me enteré de esta aberración! Desde el Decreto de los sostenes, don Sóstenes (qué coincidencia), dueño de la barbería, colocó las sillas de tal modo que los clientes vemos la calle mientras él con tijera corta las puntas del cabello y rebaja el largo de las cejas. La decisión de don Sóstenes permite que todos veamos a las mujeres que pasan por ahí. Don Sóstenes sostiene (¡ah, qué coincidencia!) que desde el invento de la minifalda no se había dado un espectáculo tan agradable a la vista del hombrererío. Dice que un par de pechitos bamboleándose al ritmo de los pasos lentos o apresurados es lo más cercano al gozo que siente cuando le saca la lengua al cura y recibe la hostia.
Hoy en la mañana, a la hora (Dios mío, me da pena usar este término) que pasé por el parque vi que el brazo de una grúa levantaba el reloj municipal que durante tantos años, desde 1962, adornó la parte central del edificio neoclásico de la Presidencia. El hombre de la grúa, mientras movía la palanca con la mano derecha, con la otra mano se limpiaba el rostro con un pañuelo. María dijo que lloraba. Yo dije que se limpiaba el sudor. Pero, tal vez, ambos teníamos razón, porque cuando don Pancho dobló el periódico y dio la noticia sus ojos se llenaron de una niebla conocida. ¡Cómo no! Nuestra vida ha estado regida por los relojes. Mi mamá guardaba en un paño rojo el reloj de leontina que le obsequió su abuelo. El clásico reloj de ferrocarrilero. Y la tía Eugenia, todas las mañanas, después de sus rezos en el oratorio sacaba un paño verde, lo empapaba en un líquido y limpiaba la carátula del reloj de péndulo que compró en la Lagunilla.
¿Cómo aceptar un Decreto que decreta la muerte imperturbable de la medida del tiempo? Don Carlitos dice que el Presidente está obsesionado. Sus Decretos suben en la escalera de lo ilógico y de lo perturbador. ¿Adónde vamos a llegar?
Y pensar que cuando nos enteramos del cambio de horario ¡todos protestamos! ¡No sabíamos lo que nos esperaba! A partir de hoy, ¿cómo le hará el maestro para anotar los retardos de sus alumnos? ¿Cómo sabremos a qué hora (¡Dios mío!) abordaremos el tren? ¿Qué le vamos a decir a la hija que va al antro con sus amigos cuando nos pregunte hasta qué hora tiene permiso para regresar? ¿Cómo, mi mamá, sabrá en qué instante sacar el pan, si la receta dice que el horno debe estar precalentado a ciento diez grados y tardar diez minutos dentro?
No sabemos bien a bien a dónde nos conducirá esta decisión, pero mientras tanto, para evitar la multa de diez mil dólares y la mutilación del brazo derecho, por reincidencia, todos hemos llevado los relojes a la plaza pública, donde un buldócer los ha convertido en talco. Lo estúpido del Decreto fue que decía: “…y todos deberán llevar los relojes a la plaza pública para que sean destruidos. Tal acto se efectuará a las doce del mediodía…”. ¡Bah!