sábado, 22 de diciembre de 2012


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL FIN DEL MUNDO QUEDÓ EN LA ESTACIÓN DE ATRÁS

Querida Mariana: dijeron que el mundo acabaría, pero no fue así. Acá seguimos. Al estilo de Galileo Galilei y de los salseros podemos decir: “¡el mundo se mueve, cachondo y guapachoso!”.
Uno es el mundo de afuera y otro el interior. El mundo de afuera es donde están los demás, es el mundo de las calles, del relajo, de los amigos, de las comidas debajo de los árboles de aguacate o debajo de manteados en días de fiesta. El mundo de afuera es donde Yo-Yo Ma toca su chelo o donde Miguel Bosé canta una rola. Es el mundo de imágenes de Woody Allen y de Orson Wells, de Julio Cortázar y de Mario Benedetti. Otro, lo sabés bien, es el mundo que llevamos dentro. Nuestro mundo interior vive de todas las imágenes del inconsciente colectivo. ¡Ah, qué mundo más generoso! Al lado de ángeles nos adosa demonios. A mí me gusta el mundo exterior, pero me encanta el de adentro.
Nunca he viajado más allá de Chacaljocom, pero, gracias a los libros, tengo imágenes de La India, de Nepal, de Australia, de Nueva York y de muchos más lugares y mil imágenes de París. Y esta ciudad va al final de mi relación porque la última será la primera. ¡Ah, París! Es una ciudad donde la gente es feliz como una lombriz sin rascarse el tutís. ¿Cuál es el encanto de la ciudad luz? En su nombre lleva el prodigio. Hay mujeres que en la frente llevan la señal de maravillosas, lo mismo sucede con las ciudades. París, igual que Comitán, lleva en la frente la letra I de iluminada, imaginada, impoluta, ¡inmaculada!
En los libros he pepenado miles y miles de imágenes que conforman mi mundo. Como si fuese un inventario distribuyo las cajitas en estantes de madera de cedro. Acá (junto a la ventana) está el estante de las cosas más agradables; allá (junto al perchero) está el estante de los paisajes más sublimes; más allá (frente al buró) el estante de los prodigios; y al final, en el rincón más oscuro, el estante de las cosas desagradables. Está de más decirte que en el de prodigios estás vos y tu sonrisa que es como cierre para abrir las madrugadas. Vos estás, también, en el estante de las cosas agradables y en el de los paisajes más sublimes. Porque, ¡de veras!, ante el paisaje de las montañas de Nepal o de la cascada del Chiflón prefiero las dunas de tu cuerpo. Ah, qué espectáculo resulta ver cómo el sol se oculta detrás de tus pechitos.
En los libros he pepenado miles de imágenes del mundo que, según la NASA, ya tiene fecha de caducidad. Sí, mi niña bonita, el mundo, en efecto, ¡acabará! Pero no te preocupés, porque ni vos ni yo lo veremos. El fin del mundo está pronosticado para dentro de cuatro mil millones de años. ¡Pucha! Tal vez el fin llegue un poco antes, ya mirás qué necios y ateperetados somos los seres humanos. Con tal de colgarse medallitas no falta el loco que inicie la Tercera Guerra Mundial. Pero, como dice mi compadre Javier, si el mundo va acabar hay que “jimbirutzear”. ¿No sabés qué es “jimbirutzear”? Preguntale a tu papá qué significa Jimbirituz. ¡Uy, te caerá en gracia el término! Es casi casi sinónimo de cotzear. Bueno, ya no digo más porque luego te enojás, porque decís que soy muy prosaico.
El otro día anduve en la radio, en el programa de Iván y de la Chica Ye Yé. Iván dijo que un día antes del fin del mundo leería todos los libros que tiene pendientes. Lo haría solo (como debe ser el acto amoroso de la lectura) y acompañado con una buena botella de ron o de güisqui. Ya bolo dormiría y al despertar, con la boca como llena de arena, bebería un poco de agua y continuaría con el trago y la lectura hasta que las bolas de fuego cayeran sobre la tierra y ésta se abriera como se abren los terrenos que no reciben lluvia. La chica Ye Yé también dijo que le daría vuelo a la hilacha.
Fijate que mi estadística personal concentra un noventa y dos por ciento de actitudes displicentes. Sólo el ocho por ciento restante de mis encuestados dijo que prendería velas y oraría. Mi tía Eugenia se persignó en repetidas ocasiones, mientras me dijo que convocaría a todos sus hijos para que estuvieran juntos. Sacarían sillas al patio y, como si vieran una película, mirarían cómo el mundo se iba desgajando.
¿Y vos qué harías una noche antes del fin del mundo? Por lo poco que te conozco, tal vez buscarías un refugio agradable en una playa desierta y prenderías una fogata. Sé que harías un ritual especial con tus papás y tus hermanitos. ¿Qué música elegirías? Tal vez pondrías el disco de “Claro de luna”, que tanto te gusta. Mirarías el cielo, verías la luna y quién sabe en qué vainas pensarías. Es imposible predecir qué tipo de pensamiento acude en la mente del hombre que sabe que el final ya está cerca. ¿Pensarías en mí? Por lo poco que te conozco, tal vez, antes de reunirte con tu familia me mandarías un mensaje diciéndome que, como el mundo está a punto de agotarse, quisieras que nos viéramos aunque fuera un ratito. Sólo para despedirnos. ¡Dios mío, qué alegoría tan funesta, tan de cadáver congelado!
¿Vernos? ¿Para qué? Tal vez Iván sea un sabio y su decisión sea la más sublime y correcta: ¡beber trago y leer! Esperar solo el fin del mundo. La compañía siempre hace más terribles los instantes últimos. Los hombres que en la montaña mueren como mueren los árboles a los que les cayó el rayo ¡son más felices! La compañía hace que el último gesto no sea auténtico. El tipo que se muere en la cama siempre está incómodo ante la presencia de la nieta que lo mira como si viera un bloque de hielo en el desierto. Hay gente que quiere acercarse al misterio de la muerte y desea presenciar qué gesto hace el moribundo a la hora que recibe la última carretada de aire. ¡Qué estupidez! ¡Qué fastidio para el pobre desahuciado!
Acudiría pronto al encuentro. Si supiera que en pocas horas el mundo ¡puf, plof!, iría a verte y te miraría a los ojos. Y, mientras el cielo se llenara de algo como un vómito de color rojo inflamado, te diría lo que los amados repiten desde siempre. Elegiría algún verso de un poeta y lo plagiaría (a esa hora ya no habría inconveniente en apropiarse de los billetes y de los chunches de los demás. Aunque ¿quién sabe? No faltaría el émulo de Slim que abrazara el baúl con monedas de oro).
¿Qué palabras untaría a tu corazón? ¿Para qué? ¿Qué poeta elegiría? Tal vez, en ese momento, lo único que queda es alargar la mano y coger lo que esté más cerca.
Y luego dirías: “Alejandro, debo irme”, y esas palabras sonarían como si apagaras la lámpara de mesa. Y caminarías por el caminito de piedras y no volverías la mirada. Yo hubiese querido que, diez o veinte metros adelante, te pararas y volvieras tu mirada. Hubiese deseado correr para decirte: “No te vayás, mi niña”. Pero eso sonaría absurdo, porque de todas maneras ¡el mundo se lo llevaría la chingada a la mañana siguiente! Y con el mundo nos iríamos nosotros.
¡No, no! El mundo no se acabó. Porque Dios no puede enviarnos un castigo semejante. Por esto nos morimos de poco a poco. Hoy se muere alguien y mañana se muere otro. Así, sin plazos definidos. Dios es generoso con sus hijos y nos envía el fin sin calendario.
En la vida real he acumulado muertos, pero es en los libros donde la cuenta ha sido más extensa. He pepenado tantas piedras en los libros que mis muros literarios tienen buen cimiento. Mi vida real es endeleble, pero mi vida imaginada es tan certera como el palio donde cargan al Papa. Por esto, tal vez, haría un poco lo que Iván sugiere (dejando afuera el trago). Me despediría de mis seres amados, metería mi mano adentro del agua, tomaría un vaso de atole agrio y luego, con el alma llena de golondrinas, me sentaría a la sombra de un árbol de durazno y leería, leería mucho. De vez en vez levantaría la vista para ver cómo el cielo se llenaba de presagios funestos en medio de la vida, en medio del canto de las aves. Me dolería ver que el mundo se acabara. Después de todo no tenemos más que esta mierda de mundo que hemos hecho. Lamentamos su degradación, pero lo amamos. En mi estadística particular tengo más del noventa por ciento de afirmaciones por la vida. Es una minoría la que lamenta haber nacido y propugna porque la muerte llegue pronto.
Tal vez, en el último instante del fin pensaría en París, pensaría en la tarde en que mi papá me llevó al Cine Comitán y, antes de entrar, compramos unas tortas de pierna en el restaurante “Yuly”. Tal vez pensaría en el día que Dios fue el hilo para mi sosiego y me mandó a mi mamá para que fuera mi madre. Pensaría en mi Paty y en mis hijos y en mis afectos. ¿Qué más? No sé. El mundo no se acabó. Ahora te escribo esta carta y sé que la recibirás y más tarde me enviarás un mensaje y nos veremos en nuestra banca del parque y platicaremos y veremos correr a los niños y el aire tendrá el mismo rostro de ventana abierta que siempre tiene cuando estoy con vos.

Posdata: No se acabó el mundo. Que Iván y la Chica Ye Yé dejen el pretexto y comiencen a cumplir sus propósitos. Que Iván beba, beba mucho, y lea, lea mucho. Que la Ye Yé le dé vuelo a la hilacha, mucho, mucho. Y que vos y yo caminemos siempre juntos. A final de cuentas pesa más el mundo interior que poseemos que lo que en la calle camina triste y apesadumbrado. ¡Más libros significan más imágenes! ¡Y más imágenes son igual a más vidas! Tenemos muchas vidas por delante. Las vivamos juntos, porque, uno de estos días, se puede cumplir el pronóstico y el mundo se va mucho a la chingada, y no estoy hablando del rancho de Andrés Manuel, sino del hoyo donde la profecía tiene su cuerda. Te quiero. Te quiero mucho. Más allá del fin del mundo.