lunes, 7 de enero de 2013


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIENTO SUDA

Querida Mariana: dice la canción: “corren los caballitos, los grandotes y los chiquitos…”. Siempre me pareció un contrasentido que hubiesen caballitos ¡grandotes!, pero luego entendí que era una licencia del autor. Pero ayer, ¡Dios mío!, me topé con un caballito ¡grandote! Ya dije que me gusta la temporada de fin de año porque permite saludar a amigos que viven lejos de nuestro pueblo. Ayer, en el parque central, saludé a Gonzalo, compañero de primaria, quien vino de vacaciones en compañía de su esposa y de su hijo menor. Me presentó a su esposa y cuando me presentó a su hijo yo alcé la vista, como si viera al cielo, porque su hijo menor es altísimo. Entonces fue cuando ocurrió el prodigio. Gonzalo dijo: “es Alfredo, mi hijo menor, el ‘caballlito’”. Ahí recordé que a Gonzalo le decíamos “El caballo”, porque cuando corría alzaba los pies como lo hacen los caballitos cuando patean sobre las tablas de la caballeriza. Ah, pensé, ya encontré la justificación de la letra de la canción de Cri Crí.
En mis tiempos de niño uno de los motivos más esperados de las ferias era la llegada de los juegos mecánicos. Sí, tal vez esos mismos juegos achacosos de “Atracciones Vaquerizo”, que aún siguen fastidiando las ferias chiapanecas de este siglo XXI. En ese tiempo, tal vez, no estaban tan jodidos y oxidados como ahora. Dentro de los juegos, uno que era muy gustado era el de la Rueda de los caballitos.
Jamás a nadie se le ocurrió decir que subiría a la Rueda de los caballotes. Ese trato afectivo era porque en el hipódromo estaban los caballos normales y en la “Eneida”, de Virgilio, el enorme caballo que alberga a los guerreros en su panza. Todos los niños subíamos a la rueda de los caballitos, aunque no faltaba el adulto, medio bolo, que se trepaba a una figura que, al ritmo del movimiento circular, subía y bajaba. El movimiento era como el de un temblor de dos grados Richter o como el de un barquito saltando la cuerda a mitad del mar. Por esto, nunca faltaron los niños que les decían a sus mamás que querían vomitar. Las mamás los bajaban del caballito, se detenían del tubo y, bien cargados, dejaban que sus críos vomitaran hacia el exterior. El movimiento de la rueda hacía que los espectadores recibieran en sus caras una ligera brisa hedionda con cascaritas de cebolla o de jitomate. ¡Ya ni te cuento cómo era el vómito de los bolos!
En esos años que te cuento la presencia de un poni era cosa insólita, lo mismo ocurría con los percherones. Fue necesario que la Carta Blanca, empresa cervecera, trajera dichos animales para que los comitecos nos asombráramos ante el tamaño de aquellos caballos. Don Chepe se paró al lado de uno de aquellos animales y su cabeza quedó justo en el límite del lomo. Don Chepe era un hombre de estatura normal, no sé, uno setenta, uno setenta y dos. Los caballos eran imponentes. Lo eran de tal suerte que mi tía Eugenia, chaparrita, cachetona, siempre envuelta en su chal azul, dijo que daba gracias a Dios por haberle permitido conocer a los hipopótamos de ciudad. Todos los primos nos reímos. Pero, ahora creo que el dicho de la tía fue ¡una maravilla! ¡Claro! ¿Qué no “hipo” es un prefijo que, entre otras acepciones, significa caballo? ¡Claro! De ahí hipódromo e hipocampo. La tía nunca supo la maravilla que creó, ni los sobrinos latosos lo que presenciamos. Sí, eso eran los percherones de esos tiempos, unos hipopótamos de tierra, que se desplazaban con elegancia, con una gran parsimonia, por las calles de nuestro pueblo.
Ahora sé que, en efecto, en ocasiones, la vida nos permite ver cómo “corren los caballitos, los grandotes y los chiquitos, porque allá en la caballeriza ¡la comida se sirvió!”.