viernes, 25 de enero de 2013


CÓMO ME HICE LECTOR (I de II).

Estudié el tercer grado de primaria en un salón con dos puertas. Esto no es lo usual. Era como si tuviésemos una salida de emergencia. Y a diferencia de los antros que ahora se incendian y donde mueren jóvenes asfixiados, mi salón de clases siempre tenía abiertas las dos puertas. Puedo decir ahora, con orgullo, que mi maestro Beto era un funcionario de puertas abiertas. ¿Por qué mi salón tenía dos puertas? Porque, antes, las escuelas funcionaban en casas que se habilitaban como escuelas. Esa casa comiteca estaba a tres cuadras del parque central. Yo vivía a una cuadra del parque. Todo estaba al alcance de mi mano. Ahora, las escuelas tienen edificios construidos especialmente para tal cometido. Por esto, las aulas sólo tienen una sola puerta. Yo, qué privilegio, estudié en un salón con puerta de entrada y salida. Una nos servía para entrar a las ocho de la mañana, la otra servía para salir al recreo o para ir a “regar las florecitas”.
Ahora es costumbre decir que la escuela es como el segundo hogar. ¡Mentira! Para nosotros fue una extensión del hogar porque nuestra escuela tenía toda la horma de nuestra casa: un patio, un sitio, muchos cuartos y sanitarios en el sitio. Claro, en ese tiempo, no usábamos la palabra sanitario, la palabra era baño y los baños no tenían ningún empacho en ser los cuartos más desagradables. Existían algunos todavía que eran simples cajones de madera.
A mí, en el aula, me tocaba sentarme en la segunda fila de adelante. A diferencia de los autobuses de pasajeros que permiten una visión privilegiada a los pasajeros de la primera fila, en nuestro salón los privilegiados eran los de la última fila. Éstos estaban cerca de la puerta trasera y, cuando levantaban la mano para ir a orinar o hacer del dos, salían disparados. Nosotros, los de las filas delanteras teníamos que cruzar todo el salón y éramos sujetos de burla: “¿Llevás papel?”. “¿Por qué no llevás el mío?”. “¡Ay, la niña, va a ir a cortar florecitas!”.
Odiaba la hora de los problemas de matemáticas o la hora en que debíamos estudiar Geografía o Historia de México; en cambio era feliz a la hora que dibujábamos. ¡Sí, odiaba la Historia de México y la Geografía de México! Ahora sé por qué lo odiaba, porque el maestro Beto nos hacía aprender de memoria las fichas biográficas de Miguel Hidalgo y de Vicente Guerrero y los nombres de todos los ríos del país. ¡Dios mío, qué absurdo! Había un mapa de México lleno de líneas azules, que mostraban todos los ríos. Ese enjambre de líneas era como la pierna llena de várices de mi tía Elena. ¡Qué asco!
A mí me gustaba leer. Leía revistas de monitos, historietas. Todas las tardes iba a la “Proveedora Cultural”, con don Ramiro Ruiz y compraba “Tawa, el hombre gacela” y “El pirata negro”. Tawa era un poco el Tarzán Mexicano, llevaba una cinta en la frente (como ahora la usan los tenistas para que no les llegue el sudor a los ojos) y sólo vestía un taparrabos de cuero. Igual que Tarzán, Tawa queda huérfano en una selva y, en lugar de que una mona lo proteja, una gacela lo cuida. ¡Ah, qué maravilla! El Diamante Negro también era una revista maravillosa, donde su protagonista, con bigote bien recortadito (a la usanza de los sesenta), era un jugador de fútbol soccer. Siempre jugaba con un antifaz, para no revelar su identidad.
Mis verdaderos héroes estaban en la selva o en los estadios de fútbol y no en la entrada de la alhóndiga de Granaditas o en los campos sucios y llenos de polvo donde todo era violencia absurda entre hombres.
Qué pena, debo decir que las tardes en el patio de mi casa eran más placenteras que el patio de mi escuela. Y esto era así porque los maestros no nos dejaban leer. Sí, esto que parece un contrasentido era real. Ah, pobre de aquel que fuera cachado leyendo una revista de historietas en el salón. En la dirección de la escuela había un estante lleno de revistas requisadas. Dios mío –ahora lo pienso- nuestros maestros funcionaban, a veces, como ahora funcionan los soldados en los retenes. Los soldados de estos tiempos requisan bolsitas con mariguana o con polvito blanco, porque son sustancias prohibidas, que hacen daño al cuerpo y a la mente. Mis maestros nos requisaban las revistas, porque, según ellos, eran lecturas prohibidas. En la escuela teníamos que leer las pinches aventuras de Miguel Hidalgo y no las de El Diamante Negro o de Tawa (y ahora, ya viejo, vengo a enterarme que también la historia de don Miguel Hidalgo era bien interesante, porque le llamaban “El zorro”, porque, cura y toda la cosa, echaba su traguito y tuvo sus nenas, con quienes procreó cuatro hijos. Pero, bueno, la historia oficial no lo consignaba, así que los niños de aquel entonces teníamos que aventarnos unos textos soporíferos).