viernes, 11 de enero de 2013


LA QUE DA A LA CALLE

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como las gotas que escapan de la ola y mujeres que son como la ventana última de la casa.
La mujer ventana última de la casa no tiene la paciencia del mantel doblado; más bien asume la perseverancia del agua en cascada o la reciedumbre del nido que descansa en un árbol de dos patas.
Su mascota favorita es el pájaro mudo. Lo observa, ve cómo, para suplir el canto, el ave es un trapecista consumado, un gimnasta de prestigio. El marco que la limita sólo le sirve para descifrar el misterio del aire. Cuando es hora del té, recicla el vuelo y mete su cristal en el agua tibia, lo mete como si fuese una niña desnuda sentada en el borde de una tina. Le gustan la nata y la mermelada que aparece en el proceso de ebullición del pan recién horneado.
Cuando inicia la madrugada ella recorre la calle y siembra migas. El deslumbre la apabulla, por eso insiste en la grieta y en la desesperación del engrane.
Su molino no advierte la intención húmeda del agua, ni la pertinencia del sol a la hora que cierra sus postigos. Su aljibe mide la distancia que existe entre el espejo y la mirada; su tensión alborota la pared que seduce a la higuera y al deseo del hombre que la observa desde la banqueta. Canta la canción donde la cuerda tiene embarrada la nostalgia de una noche de cantina y de antro.
Deja que la muñeca esconda la caricia de sus cinco años, permite que el extensible abandone la cuerda y la manecilla. Por esto el tiempo resume la antigüedad de sus patios interiores.
Le gustan los festejos. Añora las reuniones donde los niños jalan de las trenzas a sus primas, mientras el viento juega con los árboles y con los mazos de flores. Le gustan las tardes de globo, de papalotes y de colores de guacamayas; las tardes en que el helado es como el canto del cenzontle.
Su libro de cabecera es “Los cuentos de Canterbury”. Cuando las gallinas inician el éxodo en busca de la tierra perdida, ella abre las puertas de su corazón de piedra. Cuando las nubes rodean a los árboles en celo, ella abre el carruaje donde viajan los no descubiertos, los no advertidos. No hay un relato que tenga suficiente polvo para cubrir sus ojos. Al contrario, todas las narraciones tienen el ladrillo del sol y la gentileza de Chaucer, a mitad del empedrado.
¡Ah, qué difícil retornar a la aldea que tiene el aroma de la plebe! ¡Qué difícil alimentar la flor del campo, la canasta que sirve para cargar la ropa sucia!
Tiene un amante de cabecera. Es el hombre que hace un cuenco con sus manos y bebe el agua como ¡iluminado! Le provoca sarpullido el ingrato que bebe en vaso de unisel o en vaso de veladora. Ama al hombre que camina descalzo, el que barre la banqueta todas las mañanas, el que cabalga sin silla y come debajo de un árbol. El mejor árbol de su huerto es el que no tiene necesidad de hojas tristes ni ramas de eucalipto. Su corazón es como un patio de vecindario a la hora en que las mujeres ponen a secar la ropa. Le gusta jugar con sus amigas de infancia, con las que compartió el cristal del Convento que ahora la ciñe como si fuese una cinta inacabada.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un abrazo a mitad del río y mujeres que son como el niño que corre sobre el césped sin hacer caso de las hormigas.