sábado, 26 de enero de 2013
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS CLÁSICOS ESTÁN MÁS ALLÁ DE LA MODA
Querida Mariana: en Comitán empleamos la palabra clásico en dos sentidos, cuando menos. Uno es el que usa medio mundo y que refiere a personas y obras que por su óptima calidad, casi a niveles de excelencia, entran en la categoría de Clásicos. Ejemplos hay muchos: “la música de Mozart es clásica”, “el escritor Gabriel García Márquez ya es un clásico” y demás vainas referidas al arte. El otro uso tiene un significado de “lo mismo”, “lo de siempre”. Te pongo un ejemplo: mi tía Juana dice: “Romeo volvió a reprobar Matemáticas”, y su hija comenta: “¡Ah, clásico!”, como si la “caballada” fuese cosa de todos los días. Simpático, ¿no? ¿Por qué empleamos ese sentido? No lo sé y no le encuentro camino.
La Coca Cola es una bebida dañina. Pero la publicidad la ha convertido en la bebida más popular del mundo. ¡Dios mío, ninguna esquina se salva de tener un anuncio! Sin duda que la empresa gasta millones de dólares en crear campañas publicitarias llamativas para lavarnos el cerebro y hacernos creer que no hay refresco más sabroso. Por esto, de vez en vez, vemos campañas ingeniosas. Llama mi atención un anuncio que creó respecto a la idea de clásico. ¿Has visto el anuncio que dice: “Si tu carro es muy viejo ¡di que es un clásico!”? ¿Verdad que es bueno?
Vos sabés que cuando radiqué en Puebla vendí cajitas pintadas, en el Bazar de Los Sapos. Un amigo me dijo que para que una pieza sea considerada una antigüedad deben pasar más de cien años.
Las antigüedades, vos lo sabés, son muy apreciadas. En Puebla vi cómo los turistas pagaban buenos dólares por “chunches viejos”. Lo “viejo” tiene su encanto. Quisiera pensar que vos sos mi afecto porque me encontrás cierto encanto. No puedo explicar nuestra amistad de otra manera, ¿por qué una niña bonita se lleva bien con un viejo de cincuenta y cinco (andando en cincuenta y seis)?
Como ya comprobaste ¡ando enredado en la nostalgia! ¿Por qué? Tal vez porque la otra tarde vi una serie de fotografías en blanco y negro. Todo lo que está en sepia o en blanco y negro me remite al pasado. “¡Clásico!”, diría la hija de tía Juana. El otro día, Amín Guillén Flores dio una charla en el Archivo Municipal. David Esponda, Director del Archivo, muy ufano dijo que era la primera vez que se daba una conferencia en ese espacio. La invitación fue a las seis de la tarde. Yo estaba en el Centro Comiteco de Creación Literaria, donde Luz del Alba Belasko impartía el taller: Cómo escribir una novela en una semana. Ante la invitación de Amín me disculpé con Luz del Alba y salí hecho la mocha para estar a tiempo en el Archivo. Cuando llegué estaba por iniciar la charla; apenas había cinco o seis personas. Al final se puso bueno el guateque y se llenó la sala. La charla fue muy interesante.
Tal vez a ustedes, los jóvenes, el color blanco y negro no los conmueve como sí nos conmueve a los viejos. Ustedes ya son de la imagen a color. Vos sabés que el cine me gusta. Aprecio mucho ver una película de los años cincuenta o de los sesenta (en blanco y negro, por supuesto). El otro día fui al cine con mi Paty. Ella hizo fila y compró una bolsa de palomitas acarameladas y un refresco. Al entrar a la sala nos dieron un par de lentes para ver la película en 3D (Dios mío, no lo vas a creer, pero hasta que estuve sentado entendí que 3D significaba tercera dimensión). La primera imagen me maravilló, pero minutos después comencé a rechazar ese deslumbre tecnológico. Mi mirada no pudo acostumbrarse, comencé a tener un ligero dolor de cabeza, me sentí mareado y comencé a alucinar como si viajase en el espacio y debiera esquivar miles de meteoritos. Cuando salimos de la sala, me paré frente a un cartel que anunciaba la película “Santos contra la Tetona Mendoza” y juré no volver a ver una película en tercera dimensión. Sí, mi niña bonita, tenés razón, ¡ya estoy viejo!, pero no soy antiguo ni soy un clásico. Hay cosas que ya no puedo hacer: ya no entré a patinar a la pista de hielo ni puedo aprender un nuevo idioma. Ya me quedé con el poco de español que hablo. Mi amigo Fabio Morábito, uno de los escritores más chipocludos de la lengua española, fue a Alemania durante un año y cuando regresó me dijo que hay cosas que a nuestra edad no pueden hacerse, una de ellas es aprender idiomas. Como que la cabeza va quedándose sin ramas y sin nidos. Fabio nació en Egipto, creció en Italia y llegó a México donde aprendió el español. Lo hizo a edad temprana. Ahora está convertido en un Clásico de la literatura hispana. ¡Uf, sin ser su lengua materna, domina la lengua española como pocos!, pero ya no escribirá en Alemán.
Amín mostró una serie de fotografías del Cedro, de La Pila y del Parque Central. ¡Ah, qué fotos más bellas, más decidoras! Estas fotografías debería verlas medio Comitán. No sólo las cuarenta personas que esa noche las vieron. Los asistentes sintieron cómo se les retorcía el clavicémbalo del corazón cuando vieron un mapa de Comitán, dibujado en el año mil novecientos cuatro. Cuando Amín dijo que hemos perdido mucho con las transformaciones arquitectónicas, todos suspiramos como si hiciésemos un conjuro para regresarle a Comitán sus casas con tejas y patios circundados con pilastras de madera; como si pudiésemos regresar los pisos de ladrillo y los corredores llenos de colas de quetzal. La traza urbana se ha modificado y con esto modificamos nuestra manera de ser. Pero, a pesar de todo, no es una exageración decir que Comitán es un Clásico, porque entra en la categoría de los pueblos que son como obras de arte. Marirrós Bonifaz dijo el otro día que el Centro Histórico de Comitán es nuestro tesoro. No hay ciudad del mundo que contenga tal derroche de luz. Los asentamientos más recientes ya no poseen esa riqueza; lo moderno está contagiado de otros modos de ser. Quien se da una vueltecita por las nuevas colonias de Comitán bien puede confundirlas con algunas colonias de la ciudad de México o de Monterrey. La globalización ha hecho que ahora todo sea parejo, sin personalidad propia. Pero nuestro Centro aún sigue latiendo en color sepia. ¡Por fortuna! No podemos dejar que se llene con plásticos de estos tiempos. No podemos permitir que nos arrebaten nuestro corazón de cedro envuelto en papel de china.
Niña chimbo, si hubieses visto alguna fotografía de las que Amín presentó estoy seguro que el violoncelo de tu corazón habría tocado una diana conchinchín. Cuando veo fotos antiguas de Comitán algo en mi mente se tuerce. A veces me cuesta trabajo recordar la casa, las calles y las tiendas que viví de niño en su color original. Todo lo veo como si el color del arco iris no hubiese existido y todo estuviera pintado de blanco y negro. Lo veo en sepia. Y esto tal vez es así porque un día mi amado papá me regaló una cámara y yo tomé muchas fotos, pero todas fueron en blanco y negro. Cuando tuve en mis manos las fotografías todo asomó sin color, pero con una luz indecible. No había necesidad de ver a la rosa con su color original, bastaba con verla con sus tonalidades grises, que iban del negro al blanco, para saber que esa rosa y ese patio y esos corredores eran ¡la vida!
No me cuesta trabajo hacer la conversión de color a blanco y negro. A veces, no lo vas a creer, bajo tantito la cortina de mis ojos (como si fuese un japonés con mirada de rendija) y logro hacer la catafixia del color al blanco y negro. No me preguntés cómo sucede esto. Esto me ayuda a regresar en el tiempo. Y me resulta tan estimulante como si estuviese frente a una taza de té o me parara frente a la laguna Chukumaltic y dejara que el viento se posara en mi hombro como un chupamirto. Es raro este fenómeno. A veces escucho a gente decir que todo lo ve gris y lo dice con un tono de tristeza. ¿Qué dirían si supieran que yo todo lo veo gris y soy feliz? Me encanta ver fotografías antiguas del Comitán antiguo; me encanta ver fotografías familiares en color sepia. Me fascina el misterio siempre presente al saber que esos niños con pantalones cortos y esas niñas con medias de popotillo crecieron y también tuvieron sus hijos y se hicieron viejos y murieron un día sin saber que años después otro hombre, muchos años después, los mira y les dice “mucho gusto. ¿Me pueden contar su historia?”. Y ellos, mudos, eternos, sin abrir la boca comienzan a contar sus historias, que no se diferencian mucho de las historias de estos tiempos de Internet y de Ipods.
Siempre que la palabra “clásico” se atraviesa en mi camino recuerdo una tira cómica de Quino, donde Mafalda lleva una varita en la mano y la repasa en los barrotes de una reja. Hay un momento que dice algo como: “son los clásicos”. Sí, ¡los juegos clásicos de los niños de ayer! A veces cuando la luz se va en casa retornamos a un tiempo clásico: prendemos un quinqué y oímos la radio de pilas. En pleno siglo XXI, siglo de imágenes desbordantes, retornamos a un tiempo que está a la vuelta de la esquina. El otro día se fue la luz y sacamos un juego de cartones de lotería, con sus respectivos granos de maíz, y jugamos el clásico juego donde conviven, sin ningún empacho, el valiente, la dama, el sol, el nopal y la chalupa (y no es la chalupa que venden en El Foquito, no, no, es la chalupa, también llamada trajinera, que hace trajín en Xochimilco).
Los clásicos enriquecen nuestra vida. Ante el rebumbio de estos tiempos nos olvidamos que, a la vuelta de la esquina, tenemos los Clásicos. Los clásicos juegos del trompo y del balero; los clásicos libros de El Quijote y de El Principito; las películas clásicas dirigidas por Fellini y Kurosawa; los discos clásicos de Los Beatles y de los Rolling Stones. A media cuadra de la casa tenemos a Picasso y a Modiglianni; y, debajo del colchón, están las fotos en blanco y negro donde Brigitte Bardot demuestra porqué nuestros sueños estaban enredados en sus labios y en sus pechitos con aroma a limón.
Posdata: el otro día, Óscar Bonifaz me enseñó una serie de fotografías, en blanco y negro. “¿Cuánto creés que me costaron?”, preguntó. “No sé -dije, y aventuré- ¿diez pesos?”. Sí, dijo él, diez pesos cada una. Colocó las fotografías en su escritorio de la Dirección del Teatro de la Ciudad y yo vi a Pedro Infante, a Cantinflas y a María Félix (¡Dios mío, qué mujer tan guapa!). A veces nos olvidamos, niña lima de pechito, pero los Clásicos están cerca de nosotros. Nos dicen que nos acerquemos, un tantito. Nuestra vida se llena de imágenes en sepia y blanco y negro. Esto no es malo. En medio de tanto color globalizado, es bueno, de vez en vez, acercarnos al río donde el agua lleva imágenes de otros siglos.
En Comitán empleamos la palabra “clásico” en forma irónica. “El Pancho volvió a tomar trago”. “¡Clásico, no tiene remedio!”.
Por favor, si alguna amiga tuya te dice que cómo es posible que seás amiga de un viejo como yo, retomá el slogan de la Coca y decile: “No es un viejo, ¡es un clásico!”.