miércoles, 9 de enero de 2013


SESIÓN DE TALLER

La niña se acercó a la mesa. Se limpió los mocos con la manga de su suéter y pidió una moneda. “Les digo unas palabras si me dan un peso”, dijo, de manera mecánica, como reconociendo el fastidio en cada uno de nuestros rostros. “No, no, no tenemos”, dijo Armando moviendo su mano izquierda, mientras con la derecha tomaba el vaso de jugo de naranja. María descolgó el bolso que tenía en el respaldo y buscó una moneda. “No, no, no tengo cambio, niña”, dijo y cerró el cierre del bolso. La niña insistió: “No tengo para comer, regálenme un pan”. El mesero salió de la cocina y vio a la niña. Dejó el plato que llevaba para la mesa de los dos ancianos y casi corrió para tomar a la niña del brazo y, en voz baja, decirle: “Ya te dije que voy a llamar a la policía si te vuelvo a ver acá, cabrona”. La niña, sin verlo, no se resistió al jaloneo del mesero que la echó de la sala principal del restaurante. “Pobre niña”, dijo María y partió con el tenedor un pedazo del pay de queso que había pedido como postre y se lo llevó a la boca de labios perfectos.
“¿Y bien?”, cuestionó el coordinador del taller de literatura después de leer el texto anterior. Rocío levantó la mano y dijo: “No sé, se me hace una historia inacabada y tonta. Lo único que llama mi atención es lo primero que dice la niña, lo de, ¿cómo fue?, eh, lo de las palabras por el peso”. El coordinador explicó que, en efecto, era una historia inacabada y el ejercicio era precisamente eso, darle fin. Los compañeros del taller rieron y voltearon a ver a Rocío, quien, alzó los brazos en actitud de “¿Y? Cuando menos yo algo digo”.
No reí cuando Rocío dijo lo que dijo en el taller literario, porque, cuando el mesero jaló a la niña, me limpié la boca con la servilleta de tela, ofrecí una disculpa, hice a un lado la silla y fui tras de ellos. El mesero soltó a la niña hasta que llegó a la banqueta y, en voz alta, repitió el discurso amenazador. La niña, en movimiento sincrónico, puso su mano izquierda a la mitad del brazo derecho y dobló éste en una escuadra perfecta. El mesero movió un pie, pero lo detuve. La niña deshizo la escuadra, se me acercó y vio al mesero en actitud vencedora. El mesero dio media vuelta y regresó al restaurante. “Regáleme para un pan”, dijo la niña. ¿A cambio de qué?, le pregunté. “Si quiere le digo unas palabras”. Está bien, dímelas, dije y saqué una moneda de diez pesos. La sonrisa de la niña se estiró sobre su carita, como se estiran los brazos del gato a la hora que abandonan el sillón. Extendió su mano, pero dije que primero las palabras. La niña se paró derechita, unió los tacones de sus zapatos y, como si estuviera en un festival escolar, dijo: “Cuántos hombres buscan con denuedo / el brocal de la felicidad/ sin saber que el gran tesoro / está en la cotidianidad. Amado Nervo”. La niña hizo una reverencia y estiró la mano.
“Y ahora es una historia acabada, pero pendeja”, dijo Rocío y se paró. El coordinador del taller le dijo que era su opinión. “Sí, es mi opinión, y ¡no regresar al taller!, es mi decisión”. Se puso la mochila al hombro, dio las buenas noches y salió.
En el salón se hizo un silencio que fue roto por la voz de Eugenio. “Bueno, sigamos ¿no?”. No, no, dijo Roselia, limpiándose la cara como si se acabara de lavar. Si ustedes me permiten diré que creo que Rocío llevó el plano del texto a su vida personal. Ella fue una niña maltratada y yo la conocí vendiendo dulces en el parque central. En las mañanas, cuando nos veíamos en el salón de clases, en la Matías de Córdoba, ella nos esquivaba a todos, como que le daba pena hacer lo que hacía y siempre tenía un resentimiento en contra de medio mundo. Una vez que me acerqué y quise comprar un dulce ella notó que lo hacía no por el dulce sino por darle una moneda y no aceptó, de forma grosera me aventó un dulce y echó a correr. Otro silencio se hizo en el salón. “¿Por eso, entonces, siempre nos da un dulce a todos antes de que empiece la sesión?”, preguntó Isabel. “Bueno, ¿seguimos? o aquí se rompió esta taza y cada quien a su casa”, dijo Eugenio. El coordinador apoyó sus manos sobre la mesa y dijo que por esa noche ya estaba bien y se paró. Dejó de tarea terminar el texto de la niña y recomendó puntualidad para la siguiente sesión. Cuando salieron se toparon con Rocío en la puerta. Ella dijo que no había tenido una buena mañana. ¿La disculpaban? ¿Podía llegar a la siguiente sesión? El cabrón de Esteban dijo que sí, que todos la perdonaban, pero que dijera unas palabras. Sí, siempre y cuando me den un peso, bola de cabrones, dijo ella y todos rieron. El coordinador se acercó y le dijo que había quedado de tarea concluir el texto. Ella asintió, dejó la mochila en el suelo y se puso el suéter. Hacía frío. Me subí el cuello de la chamarra y caminé al lado de Alicia. ¿Vamos a tomar un café?, dijo ella. Sí, respondí.