sábado, 20 de abril de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO CAMINO TIENE VEREDAS

Querida Mariana: Jorge me contó una historia extraña. Una mañana, en algún pueblo del estado de Veracruz, entró a un restaurante. Se sentó en una silla de bambú, debajo de un ventilador y con la vista al mar. La mesera, con falda blanca y mandil rojo, le dio los buenos días y le dejó la carta (comanda, diría mi tía Eugenia, alzando tantito el brazo y juntando los dedos índice y pulgar de la mano izquierda). Jorge sintió la brisa con aroma a sal, abrió la carta y apenas alcanzó a leer una línea, porque la mesera, en movimiento apurado, se la quitó y le dio otra. “¡Perdón, perdón!”, dijo ella, con la angustia reflejada en su cara. La mesera regresó a la cocina con la cara gacha, con la carta protegida en su pecho. “Estaba claro que ahí ofrecían dos menús”, dijo Jorge, mientras me ofreció un té de limón. “Un menú era normal y el otro exótico”, me dijo. Cuando vio mi cara de tanque sin agua, dijo que el primer menú era un menú extraño, porque él leyó: “Huevos revueltos en salsa de vinagre de Virgen”. ¡Era un menú muy extraño!, dijo él, por esto la mesera se apuró a cambiármelo. Seguro que ese menú sólo se lo ofrecían a gente también especial, algo así como a miembros de una cofradía, como a integrantes de una sociedad secreta, dijo.
Yo le dije que no era para tanto. Tal vez, le dije, eran platillos con nombres raros y ese día tocaba el otro menú, el menú con nombres comunes: chorizo con huevo, frijoles refritos, pescado a las brasas... Y le conté que cuando viví en la ciudad de México, había un restaurante, casi enfrente de la Secretaría de Comercio, que ofrecía unas quesadillas que se llamaban “Mentadas de madre”. La gente celebraba con risas y aplausos cuando el mesero gritaba: “¡Cuatro mentadas de madre para la mesa seis!”. Nunca faltaba el comensal de otra mesa que chiflaba: tatatatata.
Pero Jorge insistió en su teoría, ya que cuando la mesera, de faldita blanca y muslos morenos (¡Ay, jarochas, qué sabrosas las morochas!), llegó a levantar la orden, se puso nerviosa y ante la pregunta dijo que había cambiado la comanda porque la otra estaba manchada con salsa. ¿Con salsa de vinagre de Virgen?, preguntó mi amigo. La mesera dejó caer la libreta y el lápiz sobre la mesa y en el movimiento tiró una botella de salsa de chile habanero verde. “¡Estaba muy nerviosa!”, me dijo Jorge. Estaba tan nerviosa que salió corriendo. Fue necesario que llegara otro mesero y al estilo del comediante de televisión ofreciera disculpas “en nombre de todos los meseros del mundo”.
En los años setenta había un negocio que vendía “Bauces y Popochis”, en Avenida Universidad, de la ciudad de México. Eran unos antojitos deliciosos. Quienes vivíamos en Avenida Eugenia, en la casa de huéspedes de doña Rome, íbamos con frecuencia. A Roge le gustaban mucho y, como siempre ha sido de muy buen comer, cenaba dos o tres bauces. ¿De dónde venían esos nombres? ¡Quién sabe! Acá en Comitán no cantamos mal las rancheras. Hay paisanos ingeniosos que han inventado nombres de antojitos y de bebidas. Sin ir más allá recuerdo ahora “La Macharnuda”, de tío Tavo. La bebida era una mezcla de ingredientes extraños que hacía una combinación especial. ¿A qué hora y de dónde le llegó la idea a tío Tavo de llamarla así? Tuvo otra bebida que la llamó “Muchachita”, así, al estilo de aquel mítico restaurante de la Avenida Cuauhtémoc, de la ciudad de México, cuando alguien pedía una “Muchachita”, tío Tavo decía: “Ah, bandido, quéres una tu muchachita. Ahora te la mando”. Las sonrisas se prodigaban como lluvia en medio de las mesas. No sé qué prodigio sucedía cada vez que un compa bebía “una muchachita”. ¿Qué pasa cada vez que alguien bebe “una cuba”? ¿Qué cuando alguien bebe “un desarmador”? ¿No se atraganta? ¿Qué pasa cuando una muchacha bonita toma “medias de seda”?
No lo advertimos, pero los nombres definen al mundo. Estoy seguro que otro mundo sería si la hamaca no se llamara hamaca. Cuando oigo la palabra hamaca un movimiento de mar se bambolea en el aire. Por esto, siempre he insistido que tu nombre, Marianita de mi corazón, es el nombre más bonito del mundo. Tenés en el inicio de tu nombre el prodigio del mar (claro, el nombre de Mariano es el nombre más jodido del mundo, porque tiene al final el sinónimo del culo). Estoy seguro que serías otra si te llamaras Guadalupe. No serías tan bella, seguro.
Cuando Jorge me contó la historia no insistí. No insistí, porque me conozco. Me hubiese gustado ir a ese pueblo y ver si era cierto lo que él creía. Entraría a todos los restaurantes frente al mar y estoy seguro que habría dado con esa mesera de muslos como de brasa para fogón. Esperaría que llegaran los integrantes de la Cofradía y tendría mucho cuidado en observar con atención el menú que pedían y degustaban. ¿Qué tipo de cerveza beberían? Tal vez no sería la común hecha con lúpulo. Tal vez beberían algo más refinado. Alguna combinación especial. No sé por qué la gente bebe la cerveza con tanta emoción. He visto a los bebedores ir constantemente al baño, los he visto hablar de más cuando ya han bebido uno o dos cartones, los he visto babear y desmadejarse sobre las mesas de las cantinas y quedar, como cuches, profundamente dormidos, con las braguetas abiertas y con los pantalones mojados. La cerveza no es bebida de Dioses. Por el contrario, lo que Jorge me contó sí parece estar a tono con un manjar divino: ¡Huevos revueltos en salsa de vinagre de Virgen! Se oye como algo exquisito, como si fuese un concierto de pájaros. Estoy seguro que los huevos no son de gallina de granja. Es más, no creo que sean de gallina. Deben ser de algún animal especial. ¿Y la Virgen? ¿A qué se refiere?
Y no insistí porque me hubiese gustado viajar a Veracruz, porque mi curiosidad lo habría demandado. Pero (vos me conocés) no soy hombre que viaje. No paso de Chacaljocom. Me gusta estar en Comitán, en el lugar donde también jugamos con los nombres de los antojitos y de los guisos.
Rosario Falcón, una poeta bien fregona, de Jalisco, una tarde que estábamos en el parque de San Sebastián me contó su sueño: abrir un café bar, allá en su estado natal. Mientras comía una paleta de chimbo, sentada en una de las dos rotondas, me dijo que desde siempre ha soñado con un café donde sus amigos poetas lleguen a dar recitales todos los fines de semana. ¡Nada de guitarritas!, dijo. Que la invitada de honor sea ¡la palabra!, aseveró con el brazo en alto. Y, ya emocionada, dijo que ofrecería bebidas y pastelillos con nombres sacados de poemas famosos. Le pedí un ejemplo y ella dijo: una bebida con café y brandi le llamaría “No me mueve mi Dios para quererte”. ¡Ah, pucha! Imaginé a los de la mesa cuatro pidiendo “¡Cuatro no me mueve mi Dios!”; imaginé al barman, en la barra, colocando los cuatro vasos y dejando caer el chorro de brandi desde una altura moderada; imaginé al mesero colocar portavasos en la mesa circular y servir las bebidas; imaginé al grupo de cuatro amigos (dos hombres y dos mujeres) bebiendo los No me mueve mi Dios, cerrando los ojos, dejando que la bebida calentara su espíritu. Sí, dije, está padre la idea. Y entonces comenzamos a jugar con otros poetas, con otros poemas. Rosario dijo (insisto, ¡emocionada!), que una bebida de ron con un toque de menta se llamaría: “Toco tu boca”. Sí, sí, dijo, sé que es parte de una novela de Cortázar, pero es como un poema. Y entonces imaginé que, en un ambiente de velas, a medio patio, debajo de un cielo limpio, con apenas el guiño de una luna en creciente, una mujer, sola, vestida con un vestido entallado, en color rojo, deja que el mesero se acerque y, con voz de agua limpia, pide: “Por favor, sírveme un toco tu boca”. Lo imaginé e imaginé que el mesero tiembla tantito, tiembla como agua del Río Sena al atardecer. Y sé que todos los del café bar sentirían algo como una cinta de aire cubriéndoles el cuerpo. Sí, Marianita de todos mis ríos, los nombres hacen la diferencia.
Imaginé que el restaurante de Veracruz, al que Jorge fue, no sólo tenía un nombre, sino dos (o más). En las noches, en días especiales, un hombre colocaba una escalera de madera y cambiaba el letrero de letras de neón por uno más modesto, por uno que sólo pudieran percibirlo los integrantes de la Cofradía. ¿Por qué estos cofrades recibían un trato especial y degustaban platillos exóticos? En el mundo hay gente que no come sólo como un hábito de sobrevivencia; en el mundo existe gente que considera el acto de comer como el acto más sublime del mundo. En los años setenta, existió en Comitán un grupo de jóvenes que creó la Mutualidad del Temperante. En días establecidos se reunían a tomar temperante (en agua o con leche) y a comer salvadillos con temperante. Vestían playeras blancas, blanquísimas. El chiste es que dichas playeras se mancharan con el rojo del temperante. Tomaban el salvadillo con ambas manos y dejaban que el temperante chorreara en manos y brazos, luego se limpiaban sobre sus playeras. Hoy dudo que exista un grupo similar. Recuerdo que Javier (sí, creo que así se llamaba) escribió una Oda al Temperante; recuerdo uno de los versos: ... posees la luz precisa y exacta del amanecer… Asimismo recuerdo que Armando (sí, creo que así se llamaba) compuso una canción que iniciaba así: “Ni sube ni cae, corazón de temperante”, a ritmo de chachachá.
Tal vez hace falta que nuestros chefs actuales creen nuevos sabores a partir de los ingredientes tradicionales. Tal vez un día de éstos, algún compa inaugure un restaurante donde, en días señalados, atiendan a delicados gourmets, verdaderos sibaritas. Tal vez ahí hallemos un refinado platillo que tenga por nombre: Pan compuesto regado con salsa de vinagre de Virgen.

Posdata: “Besos de monja” y “Pedos de ángel”, eran los nombres de otros antojitos en aquel restaurante de la avenida Cuauhtémoc. A Alicia le gustaban los Besos de monja, Luis Ángel prefería los Pedos de Ángel. Alicia disfrutaba diciéndole que era como si comiera sus propios pedos, pero él, sonriente, limpiándose la boca con una servilleta de papel, decía que éstos tenían un sabor diferente, un aroma diferente. ¡No seas asqueroso!, decía Alicia y Luis Ángel reía.
Hay un principio elemental y universal: a la hora de comer no se vale hablar de cosas asquerosas. Que nadie pronuncie la palabra vómito a la hora de comer un taco de carnitas; que nadie pronuncie la palabra caca a la hora de comer un pedazo de flan. Sin embargo, en aquel mítico restaurante todo mundo disfrutaba cuando un mesero gritaba: “Cuatro pedos de ángel para la mesa dos”. Tal vez todo mundo imaginaba a los pedos de ángel como esencia divina, con un aroma como de jacintos y sabor de algodón de París. ¡Otra cosa hubiese sido si el dueño hubiera cambiado los nombres y la gente pidiera: besos de ángel y pedos de monja! Más de dos hubiesen hecho cara de guácala, porque tal pedido los habría remitido a sus años de primaria, en el antiguo colegio de monjas. Se hubiesen acordado de Sor Catalina, esa monja pequeñita, rechoncha, que siempre, a las once de la mañana, decía que “iba a regar plantitas en el Jardín de Dios” y todo mundo lo veía entrar al sanitario. Un segundo después se oía un tableteo intenso, como de ametralladora en tiempo de guerra. Ese sonido atropellado salía del culo de la madre. ¡Eran todos los pedos que había acumulado desde las ocho de la mañana! La madre Superiora contaba, un poco para justificar las flatulencias de la madre Catalina, que a ella le encantaba comer frijoles.