sábado, 27 de abril de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO SOMOS EL NIÑO QUE FUIMOS

Querida Mariana: Saramago dice: “déjate llevar por el niño que fuiste”. De vez en vez le doy vueltas a este precepto. Hace como un año, Alex llegó a mi oficina de la Universidad (Alex es un niño como de cinco o seis años de edad). Llevaba un carrito de plástico en sus manos. “¿Jugamos?”, me preguntó. Sí -dije- sí, claro que sí. Dos minutos después los dos estábamos sentados en el piso. ¡Rum rum rum rum!, decía cada vez que friccionaba el carro y me lo aventaba. ¡Rum rum rum rum!, decía yo.
Murakami (permanente candidato para obtener el Premio Nobel de Literatura) tiene un personaje que recomienda a otro: ¡Baila, baila, baila!
Menciono a estos dos escritores porque la semana pasada obtuve dos prodigios. La Güerita Villatoro me prestó una fotografía de los años sesenta donde aparecemos mis papás y yo. Asimismo, Alex Hiram dejó que entrara a casa de su abuelita (casa donde viví toda mi infancia). ¿Mirás? Vos estás muy joven y no podés dimensionar tales actos. Los que tienen mi edad, o son más cascaritas, saben lo que significa rescatar migas de la infancia. Jaime Sabines recomienda no regresar a los lugares donde uno fue feliz. ¡No estoy de acuerdo con el poeta! Es necesario regresar a los lugares donde uno fue feliz y, también, en donde uno fue infeliz. El niño que estuvo en un campo de concentración y regresa muchos años después, vuelve a abrir una grieta en su espíritu, pero ello le ayuda a no olvidar la miseria del mundo. ¡Es tan fácil olvidar el horror y caer en la zona de confort! De igual manera creo vale la pena regresar a los lugares donde nuestro corazón recibió una caricia. ¡Hay tanta mierda en el mundo que, a veces, es bueno ponerse debajo de un chorro de luz, cerrar los ojos y bañarse!
Claro, cuando un padre de familia entró a mi oficina y me halló sentado en el piso jugando carritos abrió los ojos como si viera un basurero encima de un confesionario. ¡Sí! No me quedó más opción que “dejar de ser niño” y “jugar” con el rol que me corresponde en ese espacio. Alex (lo vi en su carita) lamentó mi decisión y yo (en lo íntimo) también lo lamenté. ¡Pucha, nos divertíamos como pajaritos en charco de agua!
La recomendación del personaje de Murakami la traduzco como dejarse llevar por el niño que fuimos. ¡Bailar es sinónimo de vivir! No se baila sólo con los pies, se baila con todo el espíritu en perfecto encuache con el Universo. La tía Eugenia decía que a Rocío le “bailaban” los ojitos. Lo decía cada vez que Rocío salía a la calle y se asombraba con todo lo que hallaba: las muñecas de trapo de las vitrinas, y los muñecos de carne y hueso que pasaban al lado de ella. ¡Ah, cómo le bailaban los ojitos! Rocío estaba llena de vida (sigue así). Ahora vive en Baja California y siempre que llama por teléfono se le escucha con gran alegría. Su voz “baila” en el teléfono y nos pone a bailar a todos en casa. ¡Bailar, bailar!, es la recomendación.
Nunca he sido bailador, nunca me han “bailado los ojitos”. Soy sosegado. Un poco al estilo de la armonía de este pueblo. Pero sí tengo la capacidad de asombro que tienen los niños. No trepo a los árboles (nunca lo hice), pero siempre disfruté ver a mis amigos haciéndole de Tarzán en los árboles de jocote de los sitios. Nunca (¡jamás!) me subí a un carretón, pero disfruté como niño en tobogán cuando mis amigos se subían a los carretones y se soltaban en las bajadas con pavimento nuevo. ¡Ah, con qué pericia manejaban un lazo que el sistema de frenos! A veces, a mitad de la bajada, mirábamos desde arriba, cómo los dos amigos se hacían a la derecha, perdían el equilibrio, alzaban los pies y brazos y caían. Nosotros nos llevábamos las manos a la cara y abríamos los ojos como búhos. Ellos se revolcaban y reían, reían mucho. En ese tiempo, los ángeles de la guarda hacían muy bien su chamba y todo eran simples raspones. Nunca supe jugar trompo, ni brinqué la cuerda. Jamás aprendí a nadar, por lo tanto, nunca me metí a los “tanques” de mis tías, las Bermúdez. Nunca gocé el disfrute de subir al trampolín, hecho con un tablón de madera húmeda, de los baños de La Primavera. Pero vi a mis amigos hacer todo eso. Y todo fue un disfrute. Así pues, tampoco fui gran bailador, pero gocé al ver a mis amigos cuando colocaban el brazo derecho en la cintura de sus amadas e iban de un lado a otro de la pista del Club de Leones, con el ritmo del chachachá.
Ahora que entré a la casa de mi infancia (casa de cuatro corredores, pilares y balcones de madera, piso de ladrillo y techo de teja) rasqué tantito en esas nubes intocadas. Porque mucho de la casa está transformado, pero hay huellas que permanecen inalteradas. Hay un balconcito en el Sitio que permanece tal como lo dejé. Es una bendición saber que esa casa aún continúa de pie. Vos sabés que en estos tiempos muchas casas son derruidas. Cuando los hombres y mujeres regresan ya no encuentran “sus” casas. En el lugar de las casas de infancia ya construyeron edificios de departamentos de cinco o diez pisos. Ah, es tan difícil pepenar lo que ahí se dejó. Por fortuna, en Comitán, aún hay muchas casas que conservan su traza original. Esto permite que la propia ciudad también encuentre su rostro y su personalidad, permite que Comitán recupere, a cada rato, la niña que fue. Porque, niña de mi patio, soy lo que fui de niño.
En la fotografía que me prestó la Güerita Villatoro (nieta del recordado Maestro Bernardo Villatoro) aparecemos mis papás y yo. La foto (así me cuenta mi mamá) corresponde al día en que dos de los hijos de don Augusto Caralampio García hicieron su primera comunión. ¿Y yo, qué ramas hago en ese árbol? ¡Ah, bien sencillo! Junto con otros compas de mi edad y otros mayorcitos fui padrino de los muchachos García, mayores que yo. ¿Yo, padrino de ellos? Sí, así fue la historia. Tal vez así eran los modos de ese tiempo. En esa foto algo sorprende: los únicos adultos son don Augusto Caralampio y mis papás. ¿En dónde están los papás de los otros niños padrinos? ¡En sus casas! Los demás niños estaban acostumbrados a salir solos. ¡Yo no! A mí siempre me acompañaban mis papás. Cuando ellos no podían acompañarme salía de la mano de Sara, la sirvienta. ¡Soy hijo único! Siempre fui la “niña de los ojos” de mis papás. Mi mamá aún me recomienda que saque un suéter por las tardes; aún suplica que no llegue tarde a casa. Esta costumbre hizo que un compañero de la primaria se burlara de mí: “¡uy, uy, la niña siempre está cuidadita por sus papás!”. Por esto, en la foto que te cuento, aparecen mis papás. Pero lo que no sabía mi compañero es que sus burlas no me afectaban. A mí me encantaba que mis papás estuvieran conmigo, que me cuidaran. Con frecuencia íbamos de paseo a Los Lagos de Montebello o a los baños termales de El Carmen. Con ellos viajé a Baja California, a Guadalajara, a Mérida, a Veracruz, a Guatemala y a decenas de lugares más. Con ellos fui cientos de veces al Cine Comitán; mi papá, antes de entrar al cine, compraba tortas de pierna, en el restaurante July (que estaba frente al cine). Con mis papás viví toda mi infancia y fui feliz. Su abrazo era como un trocito de sol. Por esto, la mañana que entré a la casa de mi infancia y miré el corredor donde estaba la sala lo primero que acarició mi corazón fue la imagen de mi papá. Casi casi lo vi, con una regadera, en mangas de camisa, regando un tablón del patio central.
Así como disfruté ver a mis amigos meterse al río Grijalva, en el rancho Argelia; así ahora disfruto a mis amigos que aún tienen la bendición de tener a sus papás (ya sordos, ya de caminar lento, ya con la memoria como de pichancha). Disfruto ver cuando los acompañan, cuando los sostienen del brazo, cuando les suben la bragueta a la hora que van al baño. Sé que ellos siguen la recomendación del personaje de Murakami: ¡bailar, bailar, bailar!
Mientras la vida sea el pan de todos los días ¡hay que bailar! Mientras el baile siga ¡hay que dejarse llevar por el niño que fuimos!
A veces mi adulto mamón me obliga a protestar cuando mi mamá me pone la bufanda antes que salga a la calle, pero un segundo después mi niño bonito rectifica: ¿No entiendes, Alejandro, que es una bendición que tu mami siga contigo, cuidándote?
Cuando ya estaba casado, a veces, invitaba a mi papá a ir a San Cristóbal (la ciudad de su nacimiento). Subíamos al vochito y disfrutábamos el camino. Él señalaba el rancho de mi tío Guillermo (“Yerbabuena”) y me contaba de su juventud. En San Cristóbal visitábamos a sus compadres y los miraba reír, mientras tomaban cerveza. En las pláticas, de vez en vez, recordaban anécdotas de su niñez. Escarbaban en el aire del pasado y recogían piedritas. Los miraba felices. Yo, junto, con ellos también era feliz. Antes de volver a casa pasábamos a comprar pan con “Las Pollas”. Ya escribí un texto (que fue publicado en la revista de una Universidad del Paso, Texas) donde cuento cómo mi papá, de niño, los domingos, compraba una semita, la metía dentro de la bolsa de su chaquetón, la hacía polvito y luego, con toda la calma del mundo, la iba comiendo, de puñito en puñito. En el camino de regreso a Comitán hacía polvito la semita en la palma de su mano y la comía de puñito en puñito. Yo gozaba verlo a la hora que levantaba la cabeza y abría la boca para soltar el puñito de pan, que era como una cascada de “prodigiosos miligramos”.
Todo, niña de mi vida, está concentrado en lo que fuimos de niños. Por esto, a veces, voy al parque central y disfruto el disfrute de los niños que corren; que, siempre bajo el cuidado de sus mamás, se tumban en el murete de la fuente y juegan con el agua.

Posdata: tomé varias fotografías de “mi” casa de infancia. Ahora realizo el ejercicio de ver cuáles son los elementos que aún siguen intocados. En el sitio hay un par de cuartos que ya acusaron derrumbe. Ahí, mi mamá tenía un gallinero. Un pinche gallo, quién sabe por qué, siempre me atacaba. Yo le pedía a Víctor (hijo de la sirvienta) que me acompañara en el camino de ese pasillo. Me ponía detrás de él. El pinche gallo (nunca supe cómo) se las ingeniaba para darle la vuelta a Víctor e ir detrás de mí para picotearme. El gallo volaba y se me echaba en la espalda. Yo lloraba. Cuando lloraba, el gallo se bajaba de mi espalda y, como si fuese de caricatura, caminaba muy orondo de regreso al gallinero. Fue tanto el acoso de ese gallo que mi mamá decidió matarlo. Creo, Marianita, corazón de pollo, que fue la única vez que celebré la muerte de un animal. Cuando supe que el gallo se ahogaba en un riquísimo caldo sonreí. Fue como si me quitaran una piedra de la espalda (bueno, un gallo).
Sin embargo, ahora que estuve frente al espacio donde estuvo el gallinero y vi que los muros se fueron al suelo, tuve un sentimiento de vacío. El gallo me jodía, pero, a la vez, me decía que me esperaba. Y, dentro de toda la caca de la vida, a veces es bueno saber que hay alguien que te espera. ¿Por qué el pinche gallo sólo me atacaba a mí? ¿Por qué no atacaba a Víctor o a mis amigos? Él me había elegido. Me jodía, me jodía mucho, pero había decidido (si así lo puedo decir) joderme sólo a mí. En medio de todo el mundo de gente él me eligió. Por esto, ahora que estuve en su antiguo gallinero algo como un hueco se hizo en el aire. ¡Qué pendejada! Hubiese querido que estuviera ahí. No importaba que me jodiera. Bastaba que me dijera que seguía siendo su favorito, su niño elegido. El mismo hueco siento cuando veo que es un padre de familia quien se asoma en mi oficina, y no es Alex, quien, con su cara bonita, me pregunta: “¿Jugamos?”. Cierro los ojos y oigo que alguien me dice: ¡a bailar, bailar, bailar!