sábado, 13 de abril de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO A VECES LA VIDA DE PERRO NO ES TAN PERRA

Querida Mariana: la vida está hecha de cachitos. Tan es así que existe gente que ha cambiado su vida gracias a los cachitos de Lotería. Hay gente que juega lotería toda su vida y nada gana, sólo pierde su dinero. El tío Epigmenio jugaba y cuando le decían que había perdido, él decía yo juego por ayudar a la Beneficencia Pública. Sólo él se hacía tacuatz.
Dicen que Tavito, el mesero del restaurante de tío Jul, siempre jugaba a la lotería. Un día ¡le pegó al gordo! La vida es un Todo, pero ese Todo está conformado con cachitos. Así, dicen los sabios, está diseñado el Universo. Nuestro pueblo, Comitán, no es más que un sencillo y maravilloso cachito de Universo. Vos, niña asteroide, no sos más que una gotita del Infinito. El Todo se conforma con los fragmentos que existen en el Universo. Este rompecabezas infinito contiene el pasado, el presente y el universo totales. Por esto, me resisto a pensar que los siete mil millones y pico de seres humanos somos los únicos que habitamos el Universo. ¡Hay más! Más allá de lo que vemos ¡hay más! Hay más en otros planetas, hay más en otras dimensiones, en otras puertas.
No sé si Tavito (siempre con un trapo en el brazo), a la hora que limpiaba las mesas cubiertas con manteles de plástico, o a la hora que servía un hueso de tío Jul, acompañado con tostadas y picles, pensaba en el cachito o pensaba en el Todo. Nunca supe si él compraba cachitos o la sábana completa de la lotería. Por lo regular, la gente modesta compra cachitos, en cambio los poderosos compran las sábanas, creyendo que con esto poseerán el Universo. Cuando una persona sencilla gana un premio ¡gana poco!, mientras los potentados ganan ¡millones! El tío Epigmenio sentenciaba: ¡dinero llama dinero! Sin embargo, aún cuando alguien crea que gana el Todo, en realidad no gana más que un simple fragmento. El hombre más rico de la Tierra tiene poco, muy poco. El Universo, lo saben los miserables y los excelsos, es la mano de Dios y Dios está por encima del dinero.
Pero, los seres humanos colocan su destino en el buró del dinero. Todo mundo anhela el poder económico. Algunos sueñan con residencias, con chalets en las montañas donde nieva para practicar esquí; otros sueñan con yates, con jets, con vacaciones permanentes en las mejores playas del mundo. Quien juega a la lotería sueña con tener poder económico. A la hora que compra el cachito sueña con ganar y entonces sueña en un cambio de vida. El tío Epigmenio dice que todo mundo es de la Nobleza, porque todo mundo se pasa haciendo “castillos en el aire”. No hay peor cosa en la vida que “despertar” y ver que todo sigue siendo la misma mierda.
El otro día un perro llamó mi atención. El perro estaba dormido. Es una bobera lo que diré, pero pensé en que ese chucho nunca había comprado un cachito de lotería. Nunca, tampoco, ha deseado cambiar de vida. Su destino fue ser perro callejero y lo asume con toda la dignidad del caso. Esa noche se acomodó en el parque, en medio de la gente, se hizo “concha” y durmió. La gente caminaba, hacía la bulla normal de los que platican y ríen, y el perro no despertó. Su destino fue el ser callejero. Hay otros chuchos que les toca ser mascotas consentidas.
El mismo individuo que me contó de Tavito me contó también del caso de don Hernán Pedrero. Un día ¡le pegó al gordo! Don Hernán recibió el baldazo de suerte ¡completo! Don Hernán siempre compraba la sábana (veinte pedacitos). Por esto, cuando vio el cartel con resultados, don Hernán pegó de brincos. ¡Su número era el número ganador!
A veces divido el mundo en dos. Si lo divido en blanco y negro, alguien me dice que es un absurdo, porque también existe el color gris, que resulta de la combinación del blanco y del negro. Pero, en lo que no hay duda es en la división tajante, certera, que dice que el mundo está dividido entre quienes juegan a la lotería y en quienes ignoran ese juego de la suerte. Ahí sí no hay términos medios, no hay grises. Hay gente que nunca ha jugado a la lotería, por el contrario, hay gente que juega toda su vida.
Mi tía Eulalia (quien laboró muchos años en el periódico Excélsior, de la ciudad de México, cuando ese periódico estaba considerado entre los diez mejores periódicos del mundo) jugaba siempre. El vendedor de cachitos llegaba hasta su escritorio y colocaba la plana completa con el número elegido. Ella abría la gaveta y sacaba un billete sucio, casi tan sucio como el piso de su departamento. Una vez que mi papá y yo la fuimos a visitar a su departamento, siempre oscuro, de la colonia Santa María, le pregunté cómo había elegido el número de su suerte. Ella se paró frente a la ventana y dijo que era una mezcla de fechas señaladas, había un trece porque un día trece había nacido su hija Herlinda. Pues bien, niña zodiaco, la hija trajo torta bajo el brazo, pero se manifestó muchos años después de su nacimiento, porque una mañana, la tía, como lo hacía en cada sorteo, revisó la lista y halló que su número había obtenido el Premio Mayor. La tía siguió viviendo en el mismo departamento, con cortinas antiguas y muebles viejos. Años después le pregunté en qué había empleado todo el titipuchal de dinero que había ganado y ella, en un movimiento repetitivo, se paró, fue a la ventana, puso la mano sobre el cristal y dijo que lo había guardado en el banco y sería para su hija, pero ésta ya había muerto hacía dos años. No sé por qué algo salado se trabó en mi garganta.
El que juega está adentro del círculo de la suerte. ¿Qué es la suerte? En apariencia, el hombre relaciona la suerte con el poder, con el dinero y con la pasión. Un hombre con suerte (en términos de la cultura occidental) es aquel compa que tiene un auto marca Jaguar y una residencia de lujo; o bien puede ser un político con un puesto de primer nivel.
En un maravilloso cuento de José de la Montaña (José de la Colina es otro) se ve cómo el afán de poder lleva a hacer actos insólitos. Pedro, el personaje principal, una noche de borrachera va al panteón y, encima de una tumba llena de grietas y oscuridades, reta al Dueño de la Noche a presentarse y aceptar un trato. Pedro desea poder y está dispuesto a lo que sea con tal de ser poderoso. Una voz se escucha en mitad de la noche (una voz tan fúnebre, dice el texto, que incluso los cadáveres se ponen más fríos). La voz le dice que le dará todo el poder sobre la Tierra, siempre y cuando esté dispuesto a ceder un kilogramo de su peso por cada deseo concedido. Pedro, con la botella de tequila en la mano, acepta, tira la botella sobre la plancha de cemento. El ruido de los cristales rotos hace más dramática la escena de la noche. Al otro día, Pedro, en medio de la cruda, a la hora que entra al restaurante y pide un vuelve a la vida con una cerveza bien fría se acuerda, como en un sueño, de la escena del panteón. Toma apuradamente la cerveza y se limpia el sudor de la frente. ¿Fue un sueño? ¿Por qué, entonces, tiene los zapatos y la ropa llenos de lodo? ¿Por qué siente algo en su corazón como una piedra que se expande como si fuese un globo? Pide otra cerveza, mira a su alrededor y, en voz baja, dice, quiero tener mil pesos en la bolsa. Luego, como si quisiera no hallar algo, mete su mano con cierto titubeo. La saca y advierte que es un billete de mil, nuevecito. Toma un trago tardado de la nueva cerveza, deja la botella sobre la mesa y, casi jugando, cierra los ojos y pide: quiero cinco mil pesos. Toma otro trago y mete la mano en la misma bolsa y encuentra un fajo de billetes: cinco, de mil. ¡Dios mío!, piensa y pide otra cerveza y otro vuelve a la vida. Cierra los ojos, se limpia el sudor de la frente, y pide diez billetes de mil. Mete la mano y, junto al fajo de cinco, encuentra un fajo más grueso, lo saca y advierte que son diez billetes, de mil. Sonríe. Pide un millón, pide que al llegar a su casa encuentre un millón de pesos sobre su cama. Levanta la mano para que el mesero le traiga la cuenta y se levanta. Al salir del restaurante advierte que el pantalón le baila, se ve los brazos, ¡sabe que ha perdido tres kilos!
El cuentito es alucinante, niña cachito de Sol. El hombre pide y pide, cada vez pide más. Por cada deseo pierde un kilo. Una mañana advierte que, a pesar de que sólo pesa treinta y dos kilos y está flaco y sin color, como una varilla de construcción, su condición física no varía. ¡Ha perdido peso, pero su vitalidad sigue intacta! Por esto, no tiene ningún empacho en seguir pidiendo. Llega el momento en que pesa veintidós kilos y es como un pararrayos. Es uno de los hombres más poderosos, pero es como una línea de pentagrama. Cuando su mamá le pregunta si realmente ha valido la pena, él, sin dudar, dice que sí, por supuesto que sí. Dice que es el hombre más poderoso del mundo, es poseedor de miles de hectáreas, de cientos de fábricas, de decenas de residencias y autos fabulosos y, por encima de todo, tiene una salud envidiable. Entonces la mamá le pregunta ¿qué le falta por poseer? Y él, en el delirio total, dice que lo único que le falta es poder volar por sí mismo. Sí, dice, cierra los ojos y pide tener alas. ¡Su deseo es concedido! Él abre las alas y comienza a volar. Se encumbra por encima de las copas de los árboles. Ve, allá abajo, cómo los hombres se afanan presurosos en llegar a sus trabajos o a la escuela. Piensa que son tontos. Ah, si pudieran volar. Entonces entiende que de todos sus afanes éste ha sido el único importante. ¡Tonto de mí -piensa- volar fue lo primero que debí pedir! Mientras piensa eso, un águila desciende y lo desgarra. El hombre titubea y cae en picada. Cerca del suelo pide ser un hombre de goma. Cuando cae, rebota como pelota. Sonríe. Su cuerpo está intacto. Pesa veintiún kilos. Es feliz. Su mamá lo ve y le dice, qué bueno que eres feliz. Tú sí has logrado todo lo que has deseado. Sí, dice él, ¡soy feliz! Piensa: ¡tonto de mí, desde el principio debí pedir ser de goma!

Posdata: Marianita de mi vida, me hubiese gustado que hubieses estado conmigo esa noche del perro tumbado en el parque central de Comitán. No supe bien a bien qué pensar cuando lo vi. Muchas personas caminaban con prisa, tal vez se dirigían a su casa después de una jornada agotadora; otras personas estaban sentadas en las gradas o en las bancas, platicaban, reían, varios jóvenes se empujaban y dos parejas se besaban. Mientras todo esto sucedía, el perro dormía, hecho bolita, sin apremio, sin pensar en algo, sin desear ser un perro dueño de residencias o de autos lujosos. Dormía. Su techo era el cielo de Comitán. Los perros, pensé, no se preocupan por el instante por llegar. Ellos simplemente viven su presente. Aceptan su destino. Y entonces pensé otra bobera. Alcé la vista y miré el cielo y pensé (¡qué bobera!), en un planeta donde todo era al revés. Era (al estilo del “Planeta de los simios”) un planeta donde los perros eran los pensantes y los hombres las mascotas y vi a un hombre tirado en el piso del parque, hecho bolita, durmiendo sin preocupación alguna, pero, justo en ese momento, sentí pánico porque en la tarde había visto un borracho tirado en una banqueta, casi casi en la misma posición del perro. ¡Dios mío! Y vi al hombre muy flaco, casi en los huesos, y pensé en el cuento de José de la Montaña.
Sin duda, Marianita de corazones, la vida está hecha de cachitos.