sábado, 6 de abril de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL PISO ES COMO EL MAR

Son tres niñas. Es como si dijese que son tres lagos. Tres niñas con el cabello negro, tres lagos con mil colores.
Las tres están concentradas en su oficio: tejer palmas. Las dos más pequeñas son las aplicadas, la mayor, la que tiene un rebozo atado por debajo de la cintura, vigila. Es como si ella supervisara el trabajo.
Las tres miran hacia abajo. Tal vez nunca vieron al cielo. Los juegos de las niñas siempre son con la vista gacha o con la vista hacia el horizonte. Pocos son los juegos que “exigen” mirar hacia arriba. Ya luego, cuando las niñas crecen, entonces se acuestan boca arriba y juegan juegos donde el chiste es ver el cielo con los ojos cerrados. Pero ¡miento! Un juego importante de las niñas es ver el cielo y hallar formas a las nubes. “Allá está un oso”, dice una. “Sí -dice otra niña-, y aquel es un mamut sin colmillos”. ¡Ah, el juego donde los objetos toman otra forma! Tal vez por esto, cuando las niñas crecen, a todo objeto le buscan otra forma.
Las tres niñas bonitas detienen el instante. Si uno mira bien, la niña que está en primer plano, la que se esfuerza en su cometido, ha hecho una pausa en el tejido de la palma. Con la mano derecha, mete la cinta debajo del bordado. Se trata de entrecruzar; se trata de jugar con las cintas de palma: una debajo, otra arriba. Se trata de formar una forma nueva.
Las tres llegaron con sus papás. ¿Quién sabe desde dónde? Tal vez llegaron en un auto propio, tal vez lo hicieron en un colectivo; tal vez caminaron, quién sabe desde qué lugar. Un lugar donde el piso es de tierra. Sus papás fueron a la montaña a cortar la palma (¿se cortaron las palmas de sus manos a la hora de arrancar la palma de la tierra?). Llegaron al pueblo, bajaron los hatos de palma, se sentaron y sacaron las cintas.
Las tres niñas continúan con la herencia. Tal vez sus abuelas (de niñas) hicieron lo mismo que ahora ellas hacen. En lugar de jugar matatena o de brincar la cuerda, ellas se sientan y, juiciosas, concentradas, juegan a enredar la palma. De palma también los sombreros; de palma también los petates. De palma entretejida muchos objetos que ayudan al ascenso del hombre. Estas palmas tejidas las ofrecerán a los caminantes; a quienes se dirigen a la misa de Domingo de Ramos. Ese domingo sería un domingo como lago vacío si no fuese por la luz que estas niñas le imprimen. Gracias al juego de estas niñas es que el simple domingo se convierte en Domingo de Ramos. Ellas son las que hacen el prodigio, las que riegan la bendición. Cuando terminen de jugar regresarán a sus casas con algunos pesos (pocos, porque los caxhlanes no pagan bien esos ramos. Hay cabrones que, incluso, se atreven al regateo. Quieren pagar menos por lo que ellas les piden. Pendejos, como si se pudiera regatear la bendición del sol todas las mañanas).
Las tres niñas calzan zapatos de plástico. Son los más baratos. Sus blusas, modestas, con bordados, azules y rosas, refulgen en su infinita blancura. No usan calcetas. Sus cabellos negros están atados con unas cintas tenues. Al fondo se ven los costales donde sus papás cargan los hatos de palma. Si no fuese por estas niñas el Domingo de Ramos sería un domingo común, como lleno de nata, aburrido. Ellas son las que hacen el prodigio. ¿Jesús las premiará por ello? ¡Quién sabe! Jesús estará, esa mañana, entretenido en subir a un burro para entrar al pueblo.
Son tres niñas. Tejen palma. No hablan. No sonríen. Están absortas en su trabajo. Diseñan una nueva ventana en el Universo. Su labor es complicada. Pero ellas lo hacen como si jugaran. ¡Cuánta dignidad en su oficio! ¡Cuánta luz en su juego! Las tejedoras de palma hacen que un domingo común se convierta en un glorioso Domingo de Ramos. ¡Pucha, qué prodigio!