sábado, 20 de julio de 2013
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ES UNA RUEDA DE CABALLITOS
Querida Mariana: la mayoría de niños disfruta los juegos mecánicos de las ferias. Estos niños, cuando crecen, son quienes suben a la Montaña Rusa o a los juegos deslumbrantes en Six Flags o en Disneylandia. Son los muchachos que suben los brazos cuando el chorizo de carros baja en caída libre, y ríen y el viento juega con sus cabelleras. Son quienes bajan, mareados, pero felices, y vuelven a hacer fila para subir otra vez. ¡Qué maravilla de muchachos! Yo, ya platiqué en una ocasión, a lo más que subí fue a una rueda de caballitos. He sido temeroso desde siempre. Las alturas me producen vértigo. Cuando subo a una azotea, me tiro al piso de inmediato y, pecho a tierra, como si fuese un soldado valiente, me arrastro hacia la orilla y, como tortuga, saco la cabeza y miro, desde la altura de dos o tres metros, el fondo. Me da cierta vergüenza, pues veo que mis sobrinos, parados, disfrutan de la vista, como si estuviesen a mitad del patio de su casa. Sólo una vez subí a una rueda de caballitos. Lo hice en una feria de agosto, cuando la feria se colocaba en el parque central de Comitán. Pero no era el único “tutuldioso”. Esa misma vez vi a un niño que se resistió subir a un caballo y, molesto, se sentó en una banca de la rueda y se limitó a dar vueltas y vueltas, sin sentir ese movimiento de látigo que produce el caballo que sube y baja por un tubo.
Esa primera y única vez tuve cierta confusión. Mi mamá me preguntó si quería subir a la rueda de los caballitos. Sí, dije, un poco sin conciencia. Mi mamá buscó una moneda en su bolso, la entregó al hombre del carrusel y subimos. Ese paso sencillo me emocionó: ¡estaba por encima del piso! La plataforma de madera y metal era como una nave espacial. Los demás se habían quedado en la tierra. Yo tenía la posibilidad de estar por encima de ellos. ¡Me gustó! Caminamos por la plataforma, en medio de las figuras y de los tubos; en medio de las luces deslumbrantes de muchos colores. Pero, cuando mi mamá me tomó de las axilas y me subió al camello ¡me confundí! ¿Por qué se llamaba rueda de caballitos si también había elefantes y camellos? Mi abuela Esperanza era lectora de La Biblia. Todas las tardes prendía un cigarro (mi abuelita era una gran fumadora), se sentaba en una poltrona en el corredor de la casa, me llamaba y leía algunos “pasajes” de ese libro. Cuando estuve arriba del camello, en lugar de sentirme a gusto y pensar que era Lawrence de Arabia, pensé en la imagen del Arca de Noé y no sé porqué me puse triste. Y más tristeza me dio cuando el tiovivo comenzó a funcionar y a dar vueltas, a un mismo ritmo (¿viste que usé los sinónimos de la rueda de caballitos: carrusel y tiovivo? En Comitán nadie usa la palabra carrusel, mucho menos la de tiovivo. Si yo las pronunciara dirían que soy un mamila, pero, ¿sabés qué?, a mí me encanta la palabra tiovivo). En fin, decía que me dio “gutzera” ver que la gente estaba parada frente a mí, mientras yo subía y bajaba y daba vueltas. Bien agarrado del tubo, con las dos manos, miraba que el camello subía y bajaba, pero no avanzaba. ¿Eso era todo? ¿Ese era el chiste de la rueda? Mi mamá iba al lado mío, con sus dos manos me detenía. Lo mismo hacía otra mamá con un niño que iba adelante, él sí sentado sobre un caballo. Pero el compa de adelante iba inquieto, a cada rato volvía la mirada a su mamá y le pedía que lo bajara, comenzó a patalear, dejó de agarrar el tubo y manoteó, lloró. El boletero se acercó a la mamá y al niño inquieto y tomó a éste de la cintura y lo cargó, lo llevó hasta el asiento donde iba el niño tutuldioso. La inquietud de este niño me alteró. Le pedí a mi mamá que me bajara, quería subirme al caballo (algo en mi interior me decía que si debía estar cabalgando sobre un animal debía ser un caballo y no un camello). ¡No!, dijo mi mamá. Ahora no. La rueda giraba. Yo subía y bajaba y la gente que miraba desde el piso nos señalaba, como si nosotros fuésemos figuras de escaparate y les sirviéramos para su diversión. Me sentí infeliz. Menos atrevido que el otro compa, en lugar de patalear y rebelarme, me abracé más al tubo y lloré. En medio de la cortina de llanto miré que la gente que estaba abajo se reía.
El otro día, Paco Molina (Director de la Escuela Preparatoria de Comitán, turno vespertino) recordó que de niño, con toda la palomilla de su cuadra, jugaba al carretón. Todos los niños subían el carretón en lo alto de la calle donde está la Casa del Cantarito y se aventaban hasta llegar a una zanja que estaba frente a la casa de don Ramiro Gamboa (quien en ese tiempo tenía una Armería). La zanja los detenía en su carrera desenfrenada. Los niños como Paco son los niños que disfrutaban subir a todos los juegos. La adrenalina fue un elemento natural en su crecimiento. Yo no recuerdo ni siquiera haber visto a un niño jugando carretón. Mis juegos eran en el interior de mi casa y se reducían a carritos y soldados de plástico.
Paco también recordó las “temporadas de juegos”. De pronto, sin que se supiera bien a bien, todo mundo de Comitán jugaba trompo, “gallitos”, canicas o balero. ¡Nunca jugué trompo! Miraba, en el patio de juegos de la Matías, a los niños enredar el cordel alrededor del trompo, con clavo de asiento, subirlo al lado de la cara con el brazo derecho y soltarlo en un movimiento preciso que requería un jalón hacia atrás. El trompo se “dormía” en el piso y el jugador, con un movimiento también calculado, hacía cuchara con su mano y lo levantaba. Orgulloso lo mostraba a medio mundo. El trompo bailaba en la palma de su mano, hasta que, mareado, cansado de dar tanta vuelta, perdía fuerza y tatarateaba sobre la mano y caía. ¡Nunca jugué “gallito”! ¡Nunca jugué balero! Si acaso, de vez en vez, jugué canicas, porque esto era un juego más sencillo, casi simple. Por esto, Javier un día me dijo que yo no jugué “ni mi caca cuando fui niño”. Tal vez por esto, ahora, juego juegos que no juegan los adultos. Tal vez tengo necesidad de reafirmar mi niñez, de rescatar algo que dejé extraviado.
Disfruto ver los niños que, felices, suben a los juegos mecánicos y los disfrutan. Los veo desde mi orilla y pienso que así, sobre la Montaña Rusa o arriba de la Rueda de la Fortuna pueden alcanzar otros cielos. A los espíritus gusano (un poco como soy yo) les cuesta despegarse del suelo; les cuesta tener otras experiencias. A los osados los miro arriba de El Ratón Loco y veo cómo el viento besa sus caras. Aún cuando suene como una perogrullada, la única manera de sentir el viento por encima del aire es estar arriba del aire.
Ahora que está cerca la Feria Comitán 2013, sé que los niños disfrutarán los juegos mecánicos. Nuestro Presidente Municipal ha prometido que, de tres a cinco de la tarde, del 26 de julio al 2 de agosto, todos los niños podrán disfrutar los juegos, de forma gratuita. ¿Imaginás lo que esto significa, niña mía? Cuando fui niño, mis amigos, que no tenían paga, “chicaban” en la Rueda de Caballitos. Mientras el boletero se entretenía en atender a un niño llorón, mis amigos brincaban a la plataforma en movimiento y por algunos instantes aprovechaban la vuelta, sin pagar. En cuanto el boletero los veía levantaba la mano y los amenazaba, en ese instante, mis compas se bajaban. Para bajar de la Rueda en movimiento requerían de una destreza especial. Los novatos bajaban con el pie equivocado, la inercia trababa sus pies y caían y se raspaban. Nunca vi llorar a uno de ellos, los raspones los “curaban” con saliva. ¡Dios mío! Disfruto a los niños que no se arredran, los que están dispuestos a enfrentar la vida con todas sus consecuencias. Los muy cuidaditos nos perdemos parte de la vida. Pensamos (¡qué tontitos!) que luego hallaremos alguna compensación. No reconocemos que la vida es sólo un instante y que hay que tomarlo como mis amigos tomaban los tubos del tiovivo: ¡al vuelo!
Quienes trepaban, de robado, al carrusel daban un ligero salto. Era como desprenderse del suelo. Como si fuesen árboles que trataran de volar. La pena era que al final debían regresar al suelo. No bastaban las palabras que decían: “Es un pequeño salto para el hombre, pero un gran paso para la humanidad”. No bastaba, porque en ese tiempo el hombre aún no había llegado a la luna. Todo era un sueño, una utopía.
Posdata: mis juegos fueron con carritos y con soldados de plomo. Mi papá, en un viaje, me trajo una colección de soldaditos de plomo, que compró en Puebla. Mis juegos, ya desde ese entonces, eran juegos formulados a través de los libros y de las revistas ilustradas, que en ese tiempo llamábamos cuentos. Ya mi destino estaba trazado: nunca llegaría a la luna subiéndome a una Rueda de la Fortuna; mis viajes a la luna los haría a todas horas a través de la lectura; nunca cabalgaría en los desiertos del Sahara, trepado en un camello; mis viajes serían menos intensos pero más poéticos, tal vez, tal vez, montaría sobre un caballito bello llamado Platero, de Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de Literatura.
Gustavo Sainz dice que los índices de lectura en México no se han mantenido estáticos, la pena es que se han movido a la baja. Actualmente, los mexicanos leemos menos que antes. Y si antes leíamos poco, ahora leemos más poco.
Pero, como la talentosa narradora Nadia Villafuerte repite a cada rato: No todo está podrido en Dinamarca (la cita original es de la obra “Hamlet”, de Shakespeare). En Comitán, la actual administración municipal 2012-2015 promueve una propuesta editorial que no tiene parangón en todo el estado de Chiapas. Si ves con atención la fotografía que adjunto, verás que una niña, sentada en un escalón del templo de Santo Domingo, lee con atención la gaceta que el Ayuntamiento edita, mes a mes, con un tiraje de diez mil ejemplares, en forma gratuita. La niña del moño blanco y pantalón rojo corrió a pedir un ejemplar de la gaceta a quien la repartía y se puso a leer con emoción la sección infantil. Tal vez lo primero que leyó fue un cuentito de Estefani Sofía Morales Islas, intitulado: “Un árbol lleno de hojas de luz”. Vos, que sabés de literatura, coincidirás conmigo en que el cuentito es bueno, muy bueno. Sigue las indicaciones del famoso escritor José Saramago, también Premio Nobel de Literatura, quien recomendaba que, para escribir cuentos infantiles, debe hacerse con palabras sencillas. La sencillez es el ideal de todo escritor. Estefani Sofía recién terminó el cuarto semestre de bachillerato en el Cbtis 108, y es integrante del Centro Comiteco de Creación Literaria, un espacio que se creó durante la administración anterior y continúa impulsando el Ayuntamiento actual. ¿Mirás? En Comitán se fomenta la lectura y la creación literaria. Algún día, alguna escritora comiteca superará lo hecho por Rosario. ¡Segurísimo!
El Kujchil se distribuye en muchas escuelas primarias del municipio. Ya varios niños la esperan con ansiedad. La leen, la disfrutan, viajan con ella. Los niños de hoy son niños que se atreven a subir a todas las montañas rusas del mundo. No sólo las rusas también las gringas. Tal vez, igual que millones de mexicanos, sueñan con el Sueño Americano. ¿Cuándo estos niños soñarán con el Sueño Mexicano? ¿Con el sueño que debemos soñar todos? Tal vez las bases de este sueño, que debe convertirse en realidad, estén cimentadas en la lectura. El Kujchil es como un tiovivo que sube y baja en el terreno de la imaginación. Esta rueda no sólo tiene camellos, elefantes y caballos; también tiene ríos, nubes, pueblos, magos, brujos, mocos, chicles, pantuflas, pijamas, cohetes, lunas y guerreros. El tiovivo que está en los libros funciona las veinticuatro horas de todos los días de toda la vida, de la eternidad. Le da mil vueltas al mundo, le da mil vueltas a la vida.
Ahora que lo pienso, tal vez no soy tan cobarde. Se necesita valor para leer las historias de Tarzán. Leer también es una hazaña y puede ser, si el lector es ducho, una aventura tan fascinante como la de treparse sobre un carretón de madera y bajar por la calle de la Casa del Cantarito. Nunca, lo juro, nunca me he mareado en las trescientas doce mil cuatrocientas treinta y dos vueltas que he dado en el tiovivo de la literatura. Esto es una ventaja, ¿a poco no?