sábado, 6 de julio de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN CUARTO PUEDE SER UN MEDIO





Querida Mariana: el título de esta carta no es problema de matemáticas. ¡No! Es un simple juego de palabras. ¿Un cuarto puede ser un medio? Sí, un cuarto de hotel o un cuarto de casa puede ser un medio para acceder a otro espacio. Incluso, hay gente tan lista que hace de los cuartos ¡enteros! Son los genios.
Los cuartos de hotel y de las casas alientan mi imaginación. Pienso que la mayor intimidad se logra en esos espacios. El cuarto es el mejor refugio para el espíritu. Todos los demás espacios de las casas están pensados para albergar “multitudes” (esto de multitudes, lo digo en sentido figurado, porque en el patio de la casa no cabe lo que sí cabe, por ejemplo, en el Estadio Azteca). El cuarto está pensado (diseñado, iba a decir) para uno o dos. Claro, hay familias que meten hasta el loro en los cuartos.
Ya sé, ahora dirás que el baño también está diseñado para individuos y que el cuarto no se llama cuarto sino recámara. Pues no, en Comitán, la palabra cuarto lo usamos como sinónimo de recámara o dormitorio. Por esto un cuarto puede ser un medio: ¡un medio para hallar la armonía! Puede ser esto, pero también puede ser lo contrario: un medio para entrar al laberinto del terror. En los cuartos se concentra la vida, con intensidad.
Los cuartos poseen un misterio. A los cuartos sólo entran los muy cercanos, los más íntimos. Cuando alguien llega a casa lo recibimos en la sala. La sala, por lo regular, está más o menos limpia. ¿Los cuartos? ¡Ni me digás! Estoy seguro que vos no tenés una pantaleta encima de un sofá de la sala; sin embargo, en tu cuarto, a veces, aparece una pantaleta encima de la silla de plástico, color rosa. Los cuartos (sobre todo los de ustedes, las adolescentes) son un tiradero, como si fueran tianguis de Tepito.
Vos, igual que yo, has estado en muchos cuartos. No, no te enojés, no estoy tratando de decir lo que no digo. Digo que vos has viajado a muchas partes de México en compañía de tus papás, incluso de Estados Unidos, por lo que, como barco mareado, has atracado en muchos cuartos de hotel. Y yo -aunque no soy viajero-, por mi edad he andado metido en muchos cuartos (los de las casas donde he vivido, los de alguna posada y los de las casas de huéspedes en mi tiempo de estudiante). ¡Muchos cuartos! En algunos sólo he estado una noche, en otros he pasado más tiempo, mucho tiempo (¡muchas horas de nuestras vidas se quedan botadas en cuartos!).
En los cuartos hemos pasado buena parte de nuestra vida. Cada uno recuerda los cuartos con afecto o con odio. Ya te conté que en la casa de mi infancia había un cuarto que nunca se abría, bueno, había dos. Uno era un cuarto donde la propietaria (una señora de alta alcurnia, de apellido Esponda) guardaba el menaje original de la casa: candelabros de cristal cortado, muebles estilo Luis quién sabe qué siglo, alfombras turcas, bibelots de porcelana finísima y pinturas maravillosas. El otro cuarto, cuarto húmedo, oscuro, nunca se abría por quién sabe qué razón. La sirvienta decía que porque ahí había muerto fulano de tal y el muertito se acordaba de vez en vez de su cuarto y regresaba como alma en pena. Esto último me causaba escalofríos y me repegaba a ella cuando lo contaba. Ella reía. Pero, ahora que lo recuerdo, pienso que esta historia reafirma mi tesis de la importancia del cuarto. ¡Hasta los fantasmas adoran los cuartos! Si alguien hiciera una encuesta vería que el cuarto es el espacio que más visitan los fantasmas. Los fantasmas casi no se aparecen en los patios centrales; casi no se aparecen en las cocinas (debe ser que ya no necesitan comer). ¡Ah!, pero cómo se aparecen en los cuartos. Por esto, los niños temen la llegada de la noche, por esto piden a sus mamis que no apaguen la luz, piden que se queden con ellos hasta que el sueño los alcance. ¿Recordás la película Monsters, inc.? Pues entonces recordarás la escena donde el monstruo (simpatiquísimo) se le aparece a la niña. Todos los monstruos entran a los dormitorios. Los cuartos son los espacios donde obtenemos las mejores experiencias de la vida, en medio del misterio (por esto, los moteles son negocios redonditos).
En casa de tía Anita compartí cuarto con Enrique. Recién habíamos llegado a la ciudad de México, para estudiar, yo en la UNAM y Enrique en la UAM. El cuarto daba a un patio trasero, un patio que era patio común con el vecino. El cuarto tenía una gran ventana y ésta lo llenaba de luz. ¡Era un cuarto iluminado! A mí me deslumbró, porque el cuarto de mi casa paterna era un cuarto más bien oscuro. Como la casa tenía toda la traza de la casa comiteca, mi cuarto estaba al fondo de un corredor. No tenía ventanas, sólo una puerta con dos breves ventanucos que, en la noche, se protegían con postigos de madera. De esta manera, en la noche, todo quedaba a oscuras. La luz del patio sólo lograba colarse por una más breve línea que había encima de la puerta. Por esto, ya podrás imaginar el deslumbre que me significó aquel cuarto de la ciudad de México, con la enorme ventana. En la noche corríamos la cortina transparente y ella apenas disimulaba la luz, la hacía más tenue, más afectuosa. En noche de luna llena el cuarto era como el patio de mi casa paterna.
A mí nunca me ha gustado el género de terror en el cine. No soy afecto al género de terror en ninguna de sus manifestaciones. Odio las caricaturas donde aparecen descabezados. Pero, por insistencia de Enrique, lo acompañé al estreno mundial de El exorcista (película en donde la actriz principal vomita un vómito verde que hasta la fecha me resulta repulsivo; película donde la cabeza de la niña exorcizada da vueltas como si fuese trapiche loco). ¡Dios mío, qué película tan de cuarto oscuro! Cuando regresamos a casa (como a las doce de la noche), Enrique entró al baño a lavarse los dientes, yo me quité la ropa, me puse el pijama y me acosté en mi cama, aún con la sensación de terror provocado por la cinta. Enrique entró al cuarto y apagó la luz. La claridad del patio entró al cuarto. No sólo la claridad, también el lamento de un perro, del perro cuyo dueño era el vecino (ya te dije que el patio era compartido). ¡A mí se me heló todo el cuerpo! El perro no ladraba, se lamentaba. No podía cerrar los ojos, porque la imagen de la exorcista aparecía. “¡Puta madre!”, dijo Enrique. Tampoco podía dormir. Esa noche dormimos con la luz prendida. Hasta la fecha, cierro los ojos cuando veo un cartel que anuncia El exorcista.
¿Por qué te cuento esta historia boba? Porque creo que los cuartos completamente a oscuras no producen tanto miedo como los que permiten el paso de la claridad de la luna. La penumbra es más terrorífica, permite que el hombre mire sombras y mire cómo las cortinas se mueven. Y esta idea me llega desde el Cine Comitán. Ahora sé que las películas de Santo contra los zombis o contra los marcianos eran filmadas a plena luz del día, pero para dar la sensación de penumbra colocaban algunos filtros a las cámaras. Este aditamento hacía que las escenas adquirieran un tono de cuarto de casa de tía Anita, en noche de exorcista, con lamentos de perro. Quien está encerrado en un cuarto completamente oscuro permanece en la ceguera y los ciegos no se espantan. No tienen referentes contrarios. El terror de un cuarto aparece en el instante que nuestro ojo (gracias al prodigio de la luz) mira sombras. Los ciegos, me han contado, no miran fantasmas (este verbo lo coloco acá sin intención irónica). Podrás decir que sí los sienten. ¡No, tampoco! Tampoco porque si un fantasma toca sus manos, ellos (los ciegos) creen que es alguien de carne y hueso. “¡Pucha! -dicen- que frío estás vos, ponete un suéter”, y el fantasma se atonta y se sienta a llorar, porque, se sabe, el oficio de todo buen fantasma es espantar. Los ciegos no se espantan.
Hoy, las nuevas tendencias arquitectónicas demandan recámaras iluminadas y con mucho aire. Los cuartos de las viejas casas comitecas, con techos altísimos, eran húmedos y oscuros. Recuerdo que mi tía Elena, cuando se puso malita, permanecía en su recámara todo el día. Como no recibía el sol, su piel tomó la coloración de un mango seco y comenzó a desgajarse como si fuese una de esas cortinas bordadas que comienzan a pudrirse. En su oratorio, siempre, ardía una veladora frente a la imagen de la Virgen de los Remedios (que no debe ser muy milagrosa, porque la enfermedad de mi tía se agravaba y no hallaba remedio). Siempre pensé que si a mi tía la hubiesen sacado al sol y al aire del patio ¡no habría muerto tan pronto, ni de manera tan jodida!

Posdata: no me gusta viajar porque debo dormir en cuartos ajenos, de hoteles de buena o mala muerte (Cortázar se quejó toda su vida del hotel Camino Real, de la ciudad de México). Dios mío, no sé tu experiencia, pero la mía ha sido ingrata. Me han tocado unos dormitorios horribles. No duermo, porque pienso en el hombre o en la mujer que durmió en esa misma cama la noche anterior. Si fue mujer, puedo imaginar que fue una muchacha bonita y entonces tengo la propensión a oler el colchón para ver si algo de su aroma quedó impregnado y entonces no duermo porque pienso en ella y en su cuerpo, sus pechitos, sus piernas y su cuello. Pero, la mayoría de veces, pienso que fue un hombre quien durmió en esa cama de hotel y entonces, ¡Dios mío!, pienso en un viejo borracho, con la baba a mitad de la almohada. Tampoco duermo. Perdón, niña bonita, pero entro a un cuarto de hotel y huelo un tufo de pedo y de semen. ¡Perdón, estoy muy prosaico!, pero así es.
Tal vez la sirvienta de mi casa de infancia tenía razón y el cuarto permanecía cerrado porque algún fulano murió ahí (la mayoría de personas muere en sus camas, en sus cuartos. ¡Dios mío!). Por pudor, entonces, los dueños de casa cierran esos cuartos. Bueno, probablemente ahora ya no se da el fenómeno. Ahora las casas son tan pequeñas. Pero, ¿qué sucede en un hotel? Nunca he visto un cuarto cerrado. Si alguien muere adentro de una habitación (y esto se da a cada rato en todo el mundo), a la semana siguiente un vivo entra a dormir a ese cuarto, porque todos los viajeros no saben las historias que se dan en los cuartos de hotel. A veces, al entrar a una habitación de un hotel, siento una energía extraña, oscura. Pienso que una noche anterior pudo haber alguien, borracho, golpeando a una mujer. Por esto no me gusta viajar.
Hace muchos años estaba enamorado de una niña bonita. Una tarde que tomaba una cerveza en el bar del Hotel Robert’s, un amigo entró y me dijo que había visto a mi amor platónico salir del cuarto número tal, en compañía de un hombre (me lo dijo para causarme celos). Yo, me levanté de la mesa, dije que iría al baño y fui a la recepción. La recepcionista era mi conocida, había trabajado para mi papá. Le pedí que me prestara la llave del cuarto número tal. Ella me dijo que no, que estaba prohibido. Como había visto en las películas saqué un billete y lo puse sobre la barra. Ella dijo que no, vio hacia los lados y se dio la vuelta. Pensé que había fallado el método. No, ella se dio la vuelta para buscar la llave. Me la entregó apurada y luego se guardó el billete. “No tardes”, dijo. Entré a la habitación. Tenía una ventana enorme, que daba al patio del estacionamiento. Las sábanas estaban desperdigadas por la cama. En una mesa redonda había un vaso con olor de alcohol. Deduje que había sido de su acompañante. Cerré la puerta y levanté las sábanas, toqué el colchón. Ahí había estado mi afecto, minutos antes. Cerré los ojos e imaginé la escena. ¿Por qué tuve esa reacción? Aún ahora no lo sé. Regresé a la mesa y pedí otra cerveza. Conté a mi amigo qué había hecho. Él se llevó las manos al estómago para calmar tantito su risa. “Qué pendejo, sos -me dijo- fue una broma, no fue cierto”.
¿Cómo pude pensar que era verdad? El Robert’s no era un hotel de paso. Aunque, ahora que lo pienso, pienso que tal vez alquilaban las habitaciones a más de dos calientes que salían de la Disco Tzizquirín, en los años setenta.
Un cuarto puede ser un medio, un medio para reflexionar acerca de la vida y de la muerte; de la fragilidad del ser humano. En los cuartos pasamos una buena parte de nuestra vida. ¿Qué hacemos en ellos? ¿Qué travesuras hacés vos en ese espacio tan íntimo? ¡No, no me lo digás! Soy celoso, por naturaleza. Sufro.