sábado, 13 de julio de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE MIRA CÓMO HAY MÁS DESPUÉS DEL MÁS

Querida Mariana: las fórmulas de cortesía llaman mi atención. A veces me topo con fulano en la calle y le pregunto: ¿cómo estás? El fulano, ufano, sonríe y responde: “No tan bien como vos”. ¿Cómo sabe el otro cómo estoy? Una vez andaba “enfermito de mi pancita”, así que pensé cómo andaría de jodido el otro, y, sin embargo, él sí se miraba muy bien, porque no andaba con la cursera que a mí me llevaba al baño hora tras hora. Esta respuesta de sabihondo no me agrada. Pero entiendo que es una mera fórmula de cortesía, es un poco como decir “no te contaré cómo estoy”. El fulano tiene razón, no puede uno andar contando cómo está a medio mundo. ¡Qué le importa al otro si en la mañana me machuqué mi dedo! Pero no todo mundo aplica las respuestas automáticas, hay gente que se toma en serio la pregunta. Mi tía Epigmenia sí cree que el otro, en serio, desea saber cómo está. A la pregunta del sobrino: ¿cómo estás, tía? Ella suelta una relación de tragedias que parece que tuviera cursera mental. “Ay, hijito, jodida, jodida como siempre. Parece que Dios ya se olvidó de pasar a tomar café por mi casa. Tu prima Alicia me la hizo otra vez, ya está embarazada de nuevo. El problema no es que esté esperando pichito, el problema es que… a que no sabés quién es el padre. ¿Con quién creés que se revolcó la muy ingrata?” El sobrino, en este momento, ya se arrepintió de haber preguntado, porque tiene prisa por llegar a la oficina, pero, también ya le picó la curiosidad y quiere saber con quién anda cogiendo la Alicia. Las cuatro hijitas de la tía Epi le salieron gallinas ponedoras. Una vez la tía llegó a la casa y, en cuanto vio a mi papá, se soltó a llorar como si fuese nube en mes de junio. ¿Qué hago?, le preguntó a mi papá, y le contó las travesuras que sus hijas hacían. Al término se limpió sus ojos con la punta del chal y esperó la recomendación de mi papá, quien, sin inmutarse, le dijo: “No te preocupés, tus hijas te salieron calientes”. Pucha, no encontró consuelo.
Quienes, a la menor provocación, cuentan cómo están, no son mayoría. La mayoría la conforman los “más o menos”. Camino hacia la oficina, me topo con un fulano que, igual que yo, va a su chamba, nos paramos a mitad de la calle, nos saludamos y extendemos la clásica fórmula de cortesía. Yo digo: ¿cómo estás?, y él responde “más o menos”. Esta fórmula de cortesía es más fastidiosa que la ofrecida por los “no tan bien como vos”. El más o menos te deja en la indefinición. No sabés si están más más o menos menos. De acuerdo con las leyes de las matemáticas, el más menos fluctúa entre ambos límites; es decir, la indefinición total. Esta respuesta obliga a ver al fulano como si fuese un microbio a través de microscopio. ¿Cómo estará? Cuando menos, la primera respuesta da un indicador: no tan bien como vos. Bueno, si yo estoy muy bien, quiere decir que el otro está bien; si estoy bien, el otro está mal; si estoy mal, el otro está jodido; y si estoy jodido, el otro está rejodido y es hora de despedirse no vaya a ser que la jodidez sea contagiosa. Pero, ¿qué se hace con el tipo que dice más o menos?
Óscar Bonifaz me cae bien, porque a la pregunta de cómo estás responde: “¡a toda madre!”. Ernesto Carboney me cae bien porque él contesta: “¡a todas margaritas!”. Y como así se sienten ¡así se miran! A sus amigos nos da gusto esas respuestas, a quienes estos poetas no les caen tan bien ¡deben hacer un entripado de Dios padre!
Claro, hay cabrones que se olvidan de las fórmulas de cortesía y responden, con cara de buldog, con un cortante “¡qué te importa!”. A mí, niña de mi vida, los “qué te importa” ¡me caen bien! Me caen bien porque en términos estrictos al otro no le puede importar en grado sumo el estado de uno. Entiendo que a mi mamá le importa mi estado de salud, mental y física; entiendo que mi Paty (a veces) se preocupa por mí como yo me preocupo por ella, pero a Juan de Las Pitas ¿le importa mucho cómo estoy? ¡No! Habría que instituir un Manual de Cortesía donde estuviese prohibido preguntar acerca del estado del otro. Que todo fuese un simple buenos días, buenas tardes, buenas noches y luego se pasara a abordar temas que no aludieran a la situación física, sentimental o anímica del otro. Así, nos toparíamos con don fulano y diríamos: buenos días, don fulano, el clima para hoy está pronosticado en veinticuatro grados Celsius. Así, todo mundo entablaría conversaciones más sanas.
“Los que te importa” tienen una subdivisión maravillosa, una versión abreviada, son “Los queti”. Éstos son maravillosos, porque no dan chance de rebatir la respuesta. ¿Cómo estás?, pregunta uno, y el otro responde: “Queti”. ¡Estos sí son dignos de alabanza! Ignoran al otro con una elegancia que ya lo quisiera Fantomas, la Amenaza Elegante. No sólo a la pregunta de cómo están responden con un queti, también lo hacen con cualquier otra pregunta: ¿vas a ir a ver a tu novia?, pregunta uno y el queti contesta queti. No necesitan, como sí necesitamos los demás, una relación de posibles respuestas. No se preocupan, viven en armonía con el universo.
Algunos amigos me cuentan que en otras culturas nada preguntan. Se concretan a saludar, a decir algo como “buen día, hermano, que la paz esté contigo”. ¡Pucha! ¡Qué decencia! Como que en nuestras culturas nos gana el gusano del chisme. ¿A poco no? Eso de andar preguntando ¿cómo estás?, tiene su jiribilla. No se trata de una mera fórmula de cortesía, lleva implícito un cierto afán morboso. Si el aludido cae en la trampa se lo lleva la tía de las muchachas, porque, como el sobrino de tía Epigmenia, comienza a rascar para saber más. Lo que llama la atención es la miseria, la enfermedad; es decir, todo aquello que vuelve indefenso al hombre.
En el cuento: “La verdad por encima de nada”, de Camilo José Cela, famoso escritor español, se cuenta la historia de un hombre, vestido con traje de gala, zapatos de charol, reloj de oro y gomina en el cabello, que a la hora de la pregunta ¿cómo está, don Ramoncillo?, sacaba un sobre con papelitos. Como hábil tahúr abría los papelitos a manera de abanico y daba a elegir al preguntón. Era un juego como el del canario de la feria que, con su pico, saca los papelitos de la suerte. El preguntón elegía un papel y leía. “Así estoy”, decía don Ramoncillo y con una leve inclinación de la cabeza y con un toque de los zapatos a la usanza militar, se despedía. Los niños se acercaban y jugaban con don Ramoncillo. “Don Ramoncillo, ¿cómo está usía?”, preguntaban a coro y él, viejo condescendiente, les extendía el ramillete de papelitos para que eligieran. El viejo jugaba con ellos. Pero con los adultos no jugaba, lo hacía sólo para joderlos, para callarles la boca apestosa. Camilo José Cela no cuenta qué decían los papelitos, pero es posible imaginarlo. Podrían ser textos humorísticos, ofensivos, cachondos o miserables. La primera vez que leí el cuento imaginé que podía hacer algo similar en Comitán. Llevaría un sobre blanco en medio de una libreta y cuando fulano se acercara y me preguntara ¿cómo estás?, yo le extendería el abanico y le diría que tomara un papelito para conocer mi estado, que dependería del azar (a final de cuentas el Estar siempre depende de la vuelta del Destino). ¿Imaginás la cara del fulano a la hora que leyera: “estoy con un pedo atravesado”? Claro que llevaría un sobre especial para cuando fuese una muchacha bonita la que hiciera la pregunta. Ahí haría trampa. Todos los papelitos llevarían la misma respuesta. Cuando ella preguntara cómo estoy yo extendería el abanico, ella “elegiría” y leería: “con ganas de besarte donde quieras”. Sé que ninguna me pegaría una cachetada, la mayoría sonreiría y tomaría a broma la respuesta, pero sé, que dos o tres, se pondrían coloradas. Esas niñas vírgenes serían mis elegidas. Todo sería como un mero juego.
Nuestras fórmulas de cortesía nos han vuelto muy formales, muy solemnes. Ustedes, los jóvenes, deberían hacer nuevos reglamentos, reglamentos que fueran flexibles. ¿Por qué no elegir una serie de versos de poetas famosos para responder? ¿Por qué no? ¿Imaginás la cara de fulano cuando te preguntara cómo estás y vos dijeras: “tu cuerpo está a mi lado, fácil, dulce, callado”. Callado se quedaría él con estos dos versos de Sabines. Ah, y si eligieras unos versos de un poema de Fabio Morábito como respuesta. Ante la pregunta: ¿cómo estás?, vos responderías: “ya no me acuerdo qué buscaba, nadie recuerda lo que busca”. ¡Pucha, seguro que se quedaría sin palabras! Los más inútiles pensarían que ya no te llega agua al tinaco, pero los sensibles, los amorosos, quedarían profundamente maravillados. Y vos sabés que no hay cosa más bella en el mundo que causar “enmaravillamiento” en una persona (borrá esa pinche palabrita de “enmaravillamiento”, suena pésimo).

Posdata: las reglas de cortesía deberían aplicarse también al saludo de mano. Ustedes acostumbran saludar de beso. Los de mi generación no lo acostumbramos. Ahora, viejos chochos, cedemos tantito y nos hacemos “los modernos” y ahí andamos dando el cachete a medio mundo. Dios mío, si las bisabuelas nos vieran. Antes, contaba mi abuela Esperanza, a la hora del baile, los caballeros colocaban un pañuelo en la palma de su mano izquierda para que la mano de la dama no estuviese en contacto directo. Digo que eso era una fregonería porque así el sudor de las manos no se mezclaba. Hay gente que suda tanto que te dejan la mano como trapo de mesero de cantina. El otro día fui a una graduación de alumnos de secundaria. Me invitaron a estar en la mesa de honor, lo cual lo consideré un ídem. El maestro de ceremonias anunciaba el nombre de fulano, del tercer grado, grupo c, para que pasara a recibir su diploma; el susodicho, acompañado del padrino o de la madrina, pasaba al frente y daba la mano a cada uno de los integrantes de la mesa de honor. ¡Dios mío! Hubo dos niñas y un niño cuyas manos eran como trapo de lavacoches. ¡Estaban nerviosos! El otro día (no lo hubiese hecho) entré a un local que llaman antro. El ambiente estaba lleno de humo y de sudores. Una niña se acercó a saludar a mi amigo y por cortesía, por mera fórmula de cortesía, ella se acercó y me saludó de beso. Yo, un tanto desconcertado, pero animoso, puse mi cachete. Ella sudaba, a la hora que acercó su mejilla besó el aire y me dejó su sudor. Yo (confieso ante Dios todopoderoso que he pecado de pensamiento, casi no de obra y siempre de omisión) llevé mi mano a la mejilla y la sentí mojada. Resbalé mis dedos índice, medio y anular hacia abajo y sentí que se impregnaron del sudor de la niña (¿dieciséis años, diecisiete?), y, en acto reflejo, los llevé a mi nariz. Era su aroma. Mi amigo me vio y sonrió. Yo, desconcertado, pero animoso, bajé mi mano y la limpié sobre mi camisa. Mi amigo rió y dijo: “Una vez en México saludé a Elena Poniatowska, juré que no me lavaría la mano dos días”. Entendí el mensaje.
Cuando doy la mano la doy con ciertas reservas. En ese sentido soy un pedante. Digo que como soy escritor, como soy pintor, un artista (perdón por la inmodestia, mi niña bonita), debo cuidar mis manos. Hay compas que son medio brutos y tienen manos grandes y fuertes y cuando te saludan lo hacen como si sus manos fuesen tenazas e insistieran en doblar una cáscara de nuez. Aprietan como si dijesen: ¡soy muy fuerte o soy tu padre! Por esto me gusta el saludo de los chavos que apenas acercan la palma abierta y luego chocan los nudillos. Así lo hago, pero (nunca falta el pero) algunos amigos, más solemnes, se enojan conmigo y me dicen que ese saludo es vulgar.
Llaman mi atención los hindúes. Cuando se topan con un compa unen las palmas de sus manos frente a su pecho y dicen “namaste”. Punto. No más. Cero contacto físico. Se me hace buena onda. Nuestra civilización obliga a dar la mano a gente que andá a saber si acaba de salir del baño y no se lavó o saludar a gente que se anduvo hurgando la nariz minutos antes. A esto nos obligan nuestras fórmulas de cortesía. ¡Uf!