viernes, 12 de julio de 2013

DONDE SE CUENTA CÓMO EL TREN VA SOBRE UN DURMIENTE





Me gusta la palabra durmiente. Siempre que la escucho recuerdo la conocida anécdota de Camilo José Cela, quien explicó que hay una diferencia sustancial entre estar dormido y estar durmiendo. Para ejemplificarlo dijo que no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo.
¿Por qué las tiras de madera que componen las vías del tren se llaman durmientes? Mi tío Andrés, quien viajó a todo el mundo, me explicaba que en Europa esos lienzos transversales de madera que están en las vías férreas no se llaman durmientes. Parece ser que sólo en estas tierras de América se les llama así. Debe tener una causa. No sé cuál sea ella. Pero siempre me ha parecido interesante el uso que le damos a la palabreja en cuestión. Cuando yo era niño, tenía una vecinita a quien le gustaba interpretar papeles de los cuentos infantiles que su mamá nos contaba. A ella le fascinaba la historia de La Caperucita Roja. Pero, la muy ingrata, cuando yo iba a verla a su casa, para ir al sitio a jugar, ella me obligaba a hacer los personajes de esos cuentos. No, no, le decía, pero ella terminaba convenciéndome. Tenía un buen recurso para lograrlo. Me ofrecía que si yo aceptaba nos meteríamos debajo de su cama y jugaríamos un jueguito que a mí me encantaba: “El juego de los encantados”. Así, entonces, me obligaba a hacer el papel del Caperuzo rojo. Ahora que lo pienso, tal vez me vi absurdo, caminando entre los árboles, cargando una canasta de mimbre, con un gorro en la cabeza, cantando: “Soy caperucito rojo, un niñito muy feliz”. Y ella, ¡válgame Dios!, le encantaba hacer el papel del lobo (la loba). Se acostaba en el pasto y cuando yo llegaba a ver a la abuelita, ella me decía que me acercara y yo debía preguntarle: ¿por qué tienes los ojos tan grandes? ¡Para mirarte mejor!, y así continuaba con la letanía, hasta que debía decir algo que ella había agregado: ¿Por qué tienes la nariz tan grande? Entonces, ella se metía el dedo a la nariz y, sacándose un moco, decía: “para embarrarte los mocos ¡mejor!”, y me embarraba el moco en mi boca. A punto de vómito terminábamos el juego y comenzábamos con el del Bello Durmiente. Éste sí me gustaba. Ya lo dije, desde siempre me ha gustado esta palabrita. Aunque, tal vez, mi gusto inició con el juego. Ella, mi amiguita, me daba a comer una manzana (confundiendo el cuento original con el de Blanca Nieves), como la manzana tenía polvitos mágicos malos ¡yo me dormía! Sobre el césped me tiraba y ella, convertida en la princesa, debía besarme para que yo despertara. Como siempre jugábamos en serio, yo, en serio, cerraba los ojos y jugaba a que estaba dormido (que no durmiendo). La primera vez que jugamos el juego del Bello Durmiente, cerré mis ojos y le dije a mi amiga que me besara, lo dije con los ojos cerrados. Ella dijo, ya voy, ya voy, no abras los ojos hasta que te bese. Sí, dije y apreté más los ojos. Sentí su cercanía y luego una lengua que pasaba una y otra vez sobre mis labios y mi cara entera. Sí (ya lo supieron), la muy ingrata había llevado a su perra maltés y ésta lamía mi cara como si fuese un plato de croquetas (ahora hago esta comparación, pero en ese tiempo las perras no comían croquetas). ¡La muy perra!, pensé. Me levanté y le dije que jamás volvería a jugar con ella. Pues yo tampoco juego más contigo, dijo. Pero, un segundo después me arrepentí. ¿Con quién jugaría? Ella era mi única amiga, con quien jugaba todas las tardes. Ella quedó parada en la puerta que daba acceso al zaguán que llevaba al patio central. Me acerqué y le pedí perdón, ella me vio, me tomó de las manos y me dijo: te perdono. Me tomó de la mano y fuimos a su cuarto, nos metimos debajo de su cama y jugamos a los encantados. ¿Yo? ¡Encantadísimo!
Me gusta la palabra durmiente. Suena a sueño, a cielo.