lunes, 22 de julio de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE NO QUEDA MÁS QUE HACER CASO A LAS INDICACIONES





Uno camina. Lo hace por cualquier calle de cualquier ciudad. Camina sin rumbo fijo. Uno lo hace sólo para vivir, para beberse otras calles, toparse con gente diferente. Uno advierte que, sin importar el lugar, todo es tan semejante. No hay novedad en el mundo. En todas partes hay senderos, banquetas, piedras, nubes, árboles, gatos y gente. Gente en todo el mundo, Hay más gente que casas, más que puentes, más que ríos, más que elefantes. Pareciera que el mundo no tiene más vocación que alentar. Y la gente, ¡pendeja!, no entiende la vocación de la tierra.
Uno camina e intenta dejar huella. ¡Qué iluso! Todo quiere permanecer, pero lo único que permanece es la idea.
Uno camina y se topa, a cada rato, con instrucciones, indicaciones y manuales para sobrevivir a la rutina y al viento. De pronto, un anuncio dice: “asómate” y uno, ¡qué tonto!, hace caso y se asoma para ver qué hay detrás del muro, detrás de la nube. Y he aquí que se encuentra con un par de pies, cruzados, como si estuviesen en la cruz, pero, no, gracias a Dios, están “volando”. Por un rato, cansados de querer dejar huella, decidieron rebelarse y dejar de estar “bien puestos en la tierra”. Si el lector ve con atención mirará que el dedo gordo del pie izquierdo quiere encaramarse sobre el meñique del pie derecho. Tiene razón. Quiere jugar. Por lo regular, los pies permanecen separados. Apenas se ven, apenas se saludan, por las noches o a la hora del baño. Casi siempre los separa un muro de aire; casi siempre están encerrados en las jaulas del zapato. Por esto, ahora que se dieron un respiro, ahora que pueden mirarse y platicar, el dedo gordo decidió encaramarse tantito sobre el pequeño del otro pie. Se cuentan historias de cuando el tío abuelo era el “de los pies alados”. Porque no sólo talón de Aquiles tiene el pliegue, también la posibilidad del vuelo.
Uno camina y quiere encontrar la novedad en medio de la rutina, en medio de lo mismo. Basta, a veces, sentarse, descalzarse, para ver que la vida no es el encierro del cuarto ni el encierro del zapato. Basta entrar en el misterio de la cortina del aire y del viento para descubrir que hay un mundo por debajo, o por detrás, o por delante, del mundo.
Pobre del bolero que se coloca una mochila sobre la espalda. Como si no bastara el cargamento de piedras de la vida.
Uno camina por la calle, lo hace hincando el zapato. Uno camina y, sin darse cuenta, sigue las indicaciones que por cualquier lado asoman. “Entrada” dice el letrero y uno entra por ahí. Por esto, llama mi atención la posibilidad que enmarca esta fotografía. El hombre tiene el pie encadenado a un zapato; un poco más allá, el zapato de la mujer reposa sobre el suelo; y, en la mínima altura, el par de pies disfruta de la libertad. Por esto, uno, de pronto, decide sentarse en una banca del parque y, como si la vida fuese un dulce, se descalza, sólo para sentir cómo es la vida sin ataduras, sin jaulas.
Uno camina. No le queda de otra. No puede aceptar el encierro. Uno no tiene vocación de pie calzado.