lunes, 13 de enero de 2014

CARTA ABIERTA A EVA MORANTE





Querida Eva, algún día tendrás que escribir lo que me contaste la mañana del 3 de enero. Algún día tendrás que hacerlo, para que los lectores sepan cómo una mujer puede amar tanto a un pueblo, un pueblo llamado Comitán. Lo harás, querida Eva, para que todo mundo, igual que yo, apachurre su corazón y se conmueva, como te conmovés vos al entrar a Comitán. Yo también sentí alguna vez eso que vos sentís al entrar a Comitán. Yo también sentí esa tenaza en la garganta. La mañana que lo contaste vi emocionarte cuando me dijiste que a la hora que venís en el auto y el auto comienza a bajar y mirás el valle donde se asienta este pueblo la emoción te gana y no podés evitar que tus ojos se llenen de agua, de luz, de las nubes de algodón de este pueblo. Me emocioné cuando me dijiste que amás profundamente a Comitán, lo amás desde Guadalajara, lo amás como muchos que viven lejos lo aman. Tal vez ustedes los que están lejos lo aman más que quienes viven acá.
Lo tendrás que escribir porque pocos, muy pocos, saben esa historia de amor que se dio entre vos y uno de los hombres más recordados de este pueblo: Mario Yáñez, Mario Mocoso, Mario de todos los Hércules del mundo. Escribilo, querida amiga, para que todo mundo se entere cómo vos, la muchacha más bonita de nuestra generación, la más asediada, la más buscada, la más flor de patio luminoso, dejaste que ese hombre enorme (tal vez más de dos metros y con manos enormes, así me lo dijiste) te cuidara e, incluso, tomara de la camisa al muchacho que te pretendía y lo levantara centímetros del suelo, hasta que vos le dijiste: “No, Mario, no, él es mi amigo”, y entonces, Mario Mocoso, Mario de todas las grietas, lo depositara sobre el piso, él ya lívido, ya rogando a Dios que la tierra se abriera, no de su lado, sino del lado del gigante.
Cuando nos despedimos, Eva, agradecí tu afecto, tu visita. Esa mañana, cuando te fuiste me quedé en la oficina y ya no hice más que recordar el patio de nuestro Colegio Mariano N. Ruiz y vi cómo ustedes, muchachas bonitas, a la salida se arremangaban las faldas del uniforme (que debían, estrictamente, llegar por debajo de la rodilla) y quedaban, ¡oh, prodigio!, a la altura de la mitad de los muslos. Todo esto no con el afán de molestar al Director de nuestro Colegio, el Padre Carlos, Padre severo, padre de todos los santos y de todos los infiernos y de todos los cielos, sino para que nosotros, muchachos imberbes, conociéramos tantito de las glorias de la luz y de la flama. Por esto, querida Eva, sé que hablo por todos los que fuimos tus compañeros, por esto, gracias, muchas gracias, porque ustedes, muchachas de minifalda, palomas sin alas atadas, llenaron de aire nuestros cuartos oscuros y húmedos. Gracias, querida Eva, por compartir la historia de amor; por decirme que Mario te acompañaba a tu casa cuando salías del cine a las diez de la noche (ni vos sabés decir porqué con tus amigas ibas a la última función del Cine Montebello), porque él siempre fue tu sombra, caminó dos o tres metros detrás de vos, cuidando que nadie se te acercara. ¿Quién se iba a acercar si él era el hombre más alto y fornido de Comitán y te amaba, te quería, como vos seguís queriéndolo? Me emocioné, Eva, cuando vos llevaste tu mano derecha a tu corazón y dijiste que lo seguís queriendo; me emocioné cuando vos me dijiste “¿dónde está la tumba de Mario?”, porque querés ir a su tumba, sentarte a la vera y, como lo hiciste tantas mañanas, lavarle sus manos (¡manos enormes!) y lavarle su carita (¡cara enorme!) e invitarlo a desayunar. Y él, querida Eva, él nunca aceptó sentarse a la mesa, no, no, siempre se sentó en la gradita de la cocina, como si fuese un enorme San Bernardo, el más hermoso San Bernardo que jamás vivió en este pueblo. Me emocionó tu emoción, querida Eva. Sé que Mario Mocoso, Mario de todos los Sabinos, de todos los Icebergs, de todas las Piedras de la Ametralladora, estuvo contento, porque cuando vos, en la carretera, advertiste el valle de Comitán pensaste en él. ¿Quién más lo quiere tanto como vos? ¿Quién, más que vos, ama tanto a Mario niño, Mario pompa de jabón, Mario apenas línea de agua? ¿Quién más que vos, muchacha bonita? La muchacha más bonita de nuestra generación, la más refinada. ¿Quién hubiese imaginado que vos, la muchacha más asediada, porque tenías el cuerpo de una diosa, hubiese aceptado la compañía del hombre más humilde de este pueblo, de un sencillo cargador, de un hombre inolvidable de este pueblo inolvidable? ¿Cómo me dijiste que él te decía? ¡Ah, ya, ya recordé! “Pelegrina, pelegrina”, así, con ele, con ele de ¡siempre!, de peregrina, de “peregrina de ojos claros y divinos”.
Alguna mañana, querida Eva, debés escribirlo para compartir tu luz con más gente, con más.