sábado, 18 de enero de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LAS CASAS SON LO QUE SOMOS





Querida Mariana: ¿qué tiene qué ver la actriz Alma Muriel con las casas? El día que me enteré de la muerte de Alma Muriel pensé en las casas donde he vivido. ¡Pensé en todas! Tal vez pensé eso porque, cuando, en 1974, fui a estudiar a la UNAM, en la ciudad de México, viví frente a la casa de Alma.
Vos sabés que tengo cincuenta y seis años de edad (estoy andando en cincuenta y siete). A mi edad he vivido en muchas casas. A pesar de que soy amante del sosiego ¡he vivido en muchas casas que han sido de mi familia y otras que han sido ajenas! Los jóvenes aún no han vivido en tantas casas como los viejos. Esto es lo que llaman experiencia, lo que ahora puedo llamar “Experiencia de casa”. Esto es lo que hace la diferencia entre la novatez y el camino andado. No es sencillo hablar de la “Experiencia de casa”, es lo esencial de la vida. Las casas, vos lo sabés, definen mucho de lo que somos. Si vivís en un departamento tenés una perspectiva diferente del que vive en una casa comiteca, con cuatro corredores, un patio central lleno de luz y un sitio en la parte posterior de la casa. Habitamos las casas, es cierto, pero, también, las casas nos habitan. Somos lo que son nuestras casas, aunque no sean nuestras; aunque la casa que habitemos pertenezca a un terrateniente, el pago de la renta nos concede el derecho de apropiarnos de su espíritu por siempre, ¡por siempre! Cuando abandonamos una casa (por el motivo que sea) nadie, ¡nadie!, puede quitarnos el pedazo de oro que llevamos en nuestro corazón.
No sé (¿cómo saberlo?) si la casa que Alma habitó en la colonia Roma era de ella o de su familia o era alquilada. Pero, el hecho de que la habitara me hace, en esta carta que te escribo, hablar de ella como la casa de Alma. Esa casa, sin duda, fue una de las casas con más “alma” del mundo. Porque, ya lo advertiste, mi niña bonita, las casas también se apoderan de un cachito de nuestro espíritu. Tal vez por esto, mucha gente dice que en algunas casas ¡espantan! Es ese residuo de energía de sus habitantes que quedó impregnado en las paredes.
La primera casa en que viví la rentaba mi papá, pero yo siempre (hasta ahora) la consideré mía, muy mía. Un poco como el loco de la película “Cinema Paradiso”, yo podría correr por todos lados y decir, de todas las casas donde he vivido: “¡la casa es mía, la casa es mía!”, así como el maravilloso loquito decía: “la piazza è mía” y corría a todas las personas que caminaban en la plaza.
La primera casa que habité en la ciudad de México (en realidad ¡un departamento amplio!) estaba ubicado en la calle Tlacotalpan, en la colonia Roma. Una mañana, quince o veinte días después que habíamos llegado a vivir ahí, con la tía Anita, Miguel nos llamó a Quique y a mí: “apúrense”, dijo y nos llevó al gran ventanal de su cuarto, que daba a la calle (el ventanal de nuestro cuarto daba al patio interior). “Miren”, dijo Miguel y vimos. Vimos a una muchacha bonita que barría la calle. Quique y yo nos quedamos viendo. “Sí, sí”, dijimos, “está bonita, pero qué”. “¿Cómo qué?”, dijo Miguel, “¿ya vieron quién es?”, y entonces vimos con atención y descubrimos que era ella, Alma Muriel, de carne y hueso, barriendo la calle, como cualquier mortal. ¡Dios mío! La niña bonita del cine mexicano estaba ahí frente a nosotros ¡barriendo la calle! Supe entonces, lo que ahora sé con certeza: somos las casas que habitamos. Ese departamento me permitió tener al alcance de mi mano y de mi corazón a esa actriz tan linda. En 1979, en compañía de una amiga comiteca, fui al cine y vimos a Alma Muriel en la pantalla grande, en la película “Amor Libre”. Quienes vieron esa película recuerdan los desnudos de antología de Julissa (mamá de Benny Ibarra) y recuerdan a Alma con menor intensidad, excepto los cientos o miles de sus novios virtuales. Los demás recuerdan a Alma con menor intensidad porque ella era como la niña buena de la historia. Y se sabe que las mujeres que uno recuerda más son aquéllas que mi tía Elena llamaba “calienta fogones”; es decir, aquéllas que son más generosas en cosas del cuerpo. Esa tarde supe que yo era uno más de los enamorados de Alma, porque me enojó ver cómo mi Alma se dejaba seducir por el asqueroso de Manuel Ojeda, quien interpreta a un piloto aviador. Porque estaba bien que el tal Ojeda (cuyo apellido tiene cierta semejanza con Ojete) se “tirara”, una y otra vez, a la Julissa, pero, ¡Dios mío!, por qué la Muriel, nuestra Alma, caía rendida en sus brazos, si él era un tipo sin gracia intelectual, al contrario de lo que el personaje de Alma.
Fue ahí, en una butaca del cine Lindavista, que tuve dos deslumbres maravillosos: el primero fue conocer a un poeta llamado Jaime Sabines, que además era paisano. Jaime escribía poemas con un gran ritmo y con una gran emoción; el segundo fue un juego cuyo pie me lo dio Julissa. ¿Por qué conocí a Sabines? Lo conocí porque Alma Muriel lee un fragmento de “Los Amorosos”. Está en su cuarto y lee en voz alta un fragmento de ese poema que es tan querido por los amantes de la poesía. ¡Ah, fregar!, pensé, esto no suena mal. Me contagié tanto que ya, en los años ochenta, en Comitán, en el restaurante “Nevelandia”, cuando estaba con mis tragos, me paraba frente a la mesa y declamaba un fragmento de “Tarumba” o un fragmento de “Los Amorosos”. Ahora sé que lo hacía como un homenaje a Alma, el amor juvenil de cientos de mexicanos y de latinos.
Pero esa película no sólo me regaló a Sabines en los labios de Alma. También me regaló una experiencia erótica. Casi al principio de la película, Julissa espera un autobús urbano para ir a su negocio de artesanías que, si no recuerdo mal, está ubicado en la Zona Rosa. La zona comercial más chic de aquel tiempo. Mientras Julissa espera en una esquina, vistiendo un pantalón ajustadísimo que deja ver un buen par de nalguitas, un muchacho se apoya en la pared y la mira, la mira y la mira. De tanto que la mira le gana la gana, camina y, como si fuese un torero, con su mano le hace un pase acariciador al culito de Julissa. Ésta se enoja, levanta su bolso y le mete una “bolsiza” al atrevido. Pero como ambos esperan el camión, los dos suben. Julissa sube al final y decide sentarse al lado del chavo que se muestra un poco apenado. Julissa sonríe y al oído le dice: “Para eso son, ¡pero se pide!”. Emocionado por lo que veía en la pantalla volteé a ver a mi acompañante. Ella sonrió, entonces yo, ya envalentonado con el atrevimiento del chavo de la pantalla, le pregunté, en voz baja: “¿Para eso son?”, y ella, comiteca maravillosa, me dijo: “Sí”. Lo dijo con una coquetería que si en ese momento hubiesen entregado el Ariel de la mejor actuación femenina se lo habrían concedido a ella. Lo dijo de manera seductora, como abriendo la puerta para que yo, niño tímido, entrara tantito, entonces, abandoné mi timidez por un tantito y pasé mi brazo por su espalda. No la abracé como se acostumbra en el cine, por encima del hombro, sino que metí mi mano por su espalda, en un movimiento que jamás habría hecho si no fuese porque Julissa (bendita Julissa) había dado el pretexto. Ella, mi acompañante comiteca, arqueó tantito la espalda. ¿Qué significaba ese movimiento? Sólo una cosa: mi mano le había hecho cosquillas. Pero ese movimiento hizo que ella despegara más la espalda de la butaca. Mi mano, entonces, qué atrevida, bajó más y ella se arqueó más. Mi mano resbaló, y tocó la cintura del pantalón. Ella, mientras Julissa, en la pantalla, levantaba la cortina de su negocio, cerró los ojos y dijo, con la voz más sensual del mundo: “Para eso son, Alejandro, para eso son” y yo dejé que mi mano se metiera debajo de su pantalón y tocara la raya que divide las nalgas. Dejé mi mano ahí, en ese espacio tan íntimo, y ella dejó que la dejara. No me atreví a más. Pensé: si ella quiere que avance se arqueará más. No lo hizo. Ella volteó y sonrió, estaba contenta y yo también estaba contento. Mi mano estaba calientita. Estuvimos de acuerdo con Julissa: para eso son, pero ¡se piden!
En todas las casas que he habitado dejé algo y me llevé algo. Estoy lleno de esas casas, estoy pleno. Dios ha sido generoso porque me ha destinado casas amables, casas llenas de luz. Y esto que digo de casa incluye el departamento o el cuarto minúsculo y apachurrador.
Un día, mi tía Anita me corrió de su departamento y dejé de ser vecino de Alma. ¿En dónde viviría? Mi papá habló con un sobrino y fui a vivir al departamento de él, en la calle Campeche, de la misma colonia Roma. El departamento de Tlacotalpan estaba en la segunda planta, el de la tía Josefa en el piso cuarto. Mi perspectiva cambió. En lugar de ver la calle, tenía “al alcance de la mano”, parte de la ciudad. Mi cuarto daba a un cubo oscuro interior, pero el ventanal de la sala y del cuarto de un primo daba al exterior y desde ahí se veían los edificios de cinco o diez pisos. Entonces desde ahí podíamos, perfectamente, colocar una silla a mitad del cuarto, poner una toalla en la parte superior del exterior y colocar un par de binoculares y mirar cómo una muchacha bonita, completamente desnuda, hacía sus ejercicios a mitad de la sala de su departamento. Siempre pensé que ella o era actriz (igual que Alma) o era una chica exhibicionista que sabía que en algún departamento a muchas cuadras del suyo había un muchacho viéndola a través de un binocular. De acá no me corrieron, ¡yo me salí! Me salí porque, hasta que no llegó un arquitecto que contaba era pariente de Chabelo, yo fui feliz. Una tarde me dijeron que tendría un compañero de cuarto y metieron otra cama. No me gustó la idea, pero tampoco me causó mayor desasosiego. Mi desasosiego comenzó cuando, días después, desperté y vi que ya eran las ¡nueve de la mañana! ¡Me había quedado dormido! Busqué mi despertador y vi que estaba oculto debajo de una chamarra. ¿Qué había sucedido? Días después descubrí que el arquitectucho chucho chucho le molestaba el sonido del segundero de mi despertador y lo escondía. ¡Por esto no lo escuchaba! Me di cuenta que él era un abusivo cuando, al llegar después de la Universidad, descubrí que mi cama había sido replegada a la pared. Cada vez tenía menos territorio. El closet que había totalmente mío ya había cedido terreno y sólo me correspondía una gaveta. Quique ya no vivía tampoco con mi tía Anita. Como ya había llegado su hermano Rodolfo se pasaron a vivir a casa de doña Rome. La casa donde llegaba a vivir la mayoría de comitecos y que era como la plaza de San Caralampio porque nunca faltaba el puestecito de “curtidos”. Fui a hablar con doña Rome. Ella, cuando supo hijo de quién era yo, me abrió la puerta de su casa y de su corazón, pero dijo que no podía ofrecerme algo, porque no tenía más que un cuarto de madera en el patio trasero de la casa. Quique y Rodolfo vivían al fondo, en un cuarto lleno de humedades. Ahí, Quique acostumbraba escuchar a Los Beatles, todas las mañanas llenas de sol. Jamás había vivido en una casa donde vivían más de veinte muchachos, era como el más hermoso internado. A doña Rome le pedí favor que me aceptara. “Pero, ¿querés este cuarto?”. “Sí”, le dije. En la madrugada desperté y sentí un frío que jamás había sentido. A pesar de que el cuarto tenía una plataforma de madera que lo levantaba del suelo, el viento se colaba. Cuando regresé de la Universidad encontré la puerta del cuarto ¡abierta! Sobre mi cama había manchas de lodo. Los pinches chuchos que tenía doña Rome, dos chuchos enormes, habían echado su siesta sobre mi cama. Una semana después, cuando ya estaba a punto de dar las gracias, doña Rome me dijo que podía pasarme a un cuarto de la casa. ¡Bendito Dios! La casa de doña Rome estaba ubicada en la calle Eugenia, de la Colonia Narvarte. Luego nos cambiamos a la calle Nicolás San Juan.

Posdata: una mañana me enteré que Quique, Roge, Miguel, Rodolfo y César planeaban rentar un departamento. Me les pegué como lapa. Fuimos a vivir a un departamento maravilloso en la avenida Cuauhtémoc, muy cerca de la casa de los Bonifaz, pero como dijera Nana Goya: “esta es otra historia que te contaré un día de éstos”.