jueves, 17 de abril de 2014

SIN PODER RELLENAR LOS VACÍOS





Entiendo a quienes odian los domingos. Los domingos tienen cara de ¡domingo! Cuando alguien te encuentra y, con los brazos abiertos, sonríe y te dice: “¡Vamos, hombre, dejá ya esa cara de domingo!”, te está diciendo que dejés el territorio del insomnio. ¡Ah, qué cara de lago contaminado tiene el domingo!
El otro día (¡domingo!) salí de casa (por el momento vivo en el barrio de San Sebastián). Salí a las seis de la tarde. Subí de San Sebastián al parque central. El parque de San Sebastián tiene árboles viejos. Muchos de los árboles están como podridos, como chimuelos. El parque es agradable, pero si uno lo ve con atención ve que tiene muchas grietas en el aire. En la fachada de su templo tiene imágenes de yeso sin cabeza. Esto es así todos los días, pero uno detecta tales hendiduras, sobre todo, los domingos. ¡Los domingos son imágenes sin cabeza! Algo tiene el ambiente de domingo que todo brilla como una nata que provoca nostalgia. Algo se enreda en el corazón, algo como una cinta con alambre de púas. Y es que los domingos muere todo lo que vive entre semana. Entre semana todo mundo trabaja. En el parque caminan muchachos que van o regresan de la escuela, que se paran tantito ante el hombre que, en su carrito de madera, ofrece raspados o salvadillos con temperante. Pero ¿los domingos?
Los domingos desaparecen los habituales de entre semana. Los comercios están cerrados. La gente llena el parque durante la mañana, cuando acude a misa. ¡Ah, qué bonito se ve el parque lleno de niños que corren y mamás que descansan en las bancas! Pero, a las dos de la tarde, como si alguien decretara Toque de Queda, el parque “queda” solo. Sólo algunos viejos dormitan en las bancas; sólo algunos teporochos levantan los brazos como si fuesen condenados o náufragos.
Subí por la Calle Central. Todo estaba cerrado. Incluso el color de las fachadas de domingo toma otro color, algo más deslavado, algo más baboso. Hubo un instante en que todo quedó en suspenso: ni un auto, ni un perro, ni un pájaro, ni un hombre, ni una mujer. Sólo yo y mis pasos y el silencio. El cielo, que en Comitán es rotundo y es como un espejo de cristal, no mostraba ni una sola nube. Tanta sábana de Dios me encogió el corazón, me apachurró. Tuve miedo. Pensé que en cualquier momento, de un remetido, saldría una mano con una navaja y una voz me obligaría a entregar mi cartera (que en ese momento llevaba un billete azul de veinte pesos y mis credenciales). Mi intuición no estaba tan alejada de la realidad, porque treinta pasos más adelante me topé con una camioneta estacionada, tenía un cristal roto. Alguien (el cabrón de la navaja, sin duda) había quebrado el cristal, metido la mano y hurtado el bolso o el portafolio. Como si fuese algo proverbial, en ese momento, en la esquina, apareció una patrulla con elementos de seguridad. Mi primer impulso fue llamarlos y decirles que un delincuente, un vándalo, había cometido un asalto sin que el dueño de la camioneta se percatara, pero ya la patrulla avanzaba y todo era como inútil. Seguí caminando, apresuré el paso. Imaginé la reacción del dueño de la camioneta a la hora que regresara a su auto. Imaginé que este tipo de atropellos no se da entre semana, porque entre semana hay movimiento a esa hora del día. ¿Quién imagina que a las seis de la tarde, a escasas tres cuadras del parque central, sufrirá un atraco? ¡Sólo en domingo! Y es que los domingos son tan carentes de aire, tan grises dentro de la luminosidad del día. Entiendo a quienes odian los domingos. Las tardes tienen el sabor de un filo de cuchillo (o de una navaja). Cuando llegué al parque central todo tomó otra cara, pero supe que era un mero antifaz. La marimba tocaba, la gente comía chicharrines o esquites, reía; un niño corría tras unas pompas de jabón y la gente movía sus pies al compás del sonido de la marimba; una pareja bailaba mientras los demás, sentados en sillas plegables o en las gradas del parque, miraban. Todo tenía como cara de domingo, pero ¡no!, era un mero espejismo, en realidad, esa tarde tenía cara de domingo. Y es que el domingo es engañoso, nos muestra una cara sencilla de domingo, pero el domingo no es sencillo, no es la pausa que nos han contado. El domingo tiene cara de domingo y con esto ya se dijo todo. Entiendo a los que se emborrachan en domingo, a los que ven la tele botados en sofás, en chanclas, en pijama. Los entiendo.