jueves, 3 de abril de 2014

OTRA Y UNA



Y cuenta la historia que los habitantes de un pueblo creyeron que para llegar al cielo se necesitaba una escalera grande y una chiquita. Ellos fueron a las casas más cercanas y preguntaron a sus dueños si tenían escaleras. Todo mundo respondía que sí, pues una escalera es el objeto más común de las casas donde habitan hombres y mujeres prácticos. Siempre se necesita una escalera para subir a ver el agua del tinaco, para impermeabilizar la azotea, para cambiar cristales en la parte más alta de las ventanas, para husmear en el patio vecino, para mirar a la vecina a la hora que se cambia de ropa. Las escaleras son objetos comunes en casas comunes. Así que todo mundo respondía que sí, a la pregunta de si había una escalera en casa. Pero la respuesta cambiaba a un rotundo no, a la hora que las pedían prestadas. ¡No!, decían los propietarios, mañana tengo que podar el árbol de aguacate; no, mañana tengo que descolgar catorce nubes, es que son los quince años de mi hija Fátima; no, mañana tengo que ir al mercado y mis bolsas las guardo en el tapanco; no, mañana es el Día del Santísimo y ya miran que Dios está en las alturas. Total que no fue posible hallar escaleras que ayudaran a llegar al cielo. Hasta que una mañana, Alfonso, el tartamudo, Alfonsito, el burrero, el que carga bultos de arena, allá en las ladrilleras, para que hagan las tejas, llegó, atolondrado, jadeante, colorado de tanto calor, y tocó en la casa del Principal del pueblo y dijo que que en el pa pa parque ha ha había esca ca ca leras. ¿Quién las dejó ahí?, preguntó el Principal y Alfonso, el tartamudo, Alfonsito, el burrero, dijo que nadie, que era un árbol que daba escaleras, que ahora tenía dos que ya estaban maduras y que podían cosecharse. El Principal tomó el suéter que estaba sobre una silla y gritó que regresaba; su mujer, quien estaba en la habitación (también principal) cortándose las uñas de los pies, tomó la toalla que le servía de alfombra, se limpió el pecho y dijo que estaba bien, que no tardara, porque ya iba a servir la comida. El Principal y Alfonso salieron apresurados, ambos se limpiaban con un pañuelo el sudor del cuello y de la frente; Alfonso lo hacía con un paliacate y el Principal con un pañuelo de seda que, una tarde de invierno, compró en un almacén del Puerto de Veracruz.
Llegaron al parque y Alfonso, sin decir más, señaló con el dedo índice de la mano derecha. El Principal, limpiándose la cara y el cuello, dijo: ¡ah, chingá, chingá! (casi contagiado por la repetición de eructo del tartamudo). Ahí, frente a sus ojos estaban las escaleras que brotaban del árbol. ¡Y son tres!, dijo, asombrado. Sí, pero la ma ma más chi chi chica es hijuelo, to to todavía no es es está ma ma madura, dijo Alfonso.
En efecto, se veía una escalera más tierna, más endeble, como que si alguien subía se podía desgajar como alud de montaña. El Principal sacó su teléfono celular y llamó a la comandancia. Que vengan rápido tres guardias y corten esas escaleras que están en el árbol del parque. Dos minutos después, tres guardias bajaron de una patrulla, con tenazas de hierro. ¡Aquellas dos!, dijo el Principal. ¡Sí, jefe!, dijeron al unísono los tres e iban a comenzar con su labor cuando tres chalanes, con overoles manchados de pintura, llegaron, metieron los brazos por la mitad de las escaleras y se las llevaron. ¡En plena cara del Principal! Éste, trabado del coraje, levantó la mano y ordenó a los tres guardias que persiguieran a los ladrones y los metieran a la cárcel.
Los tres chalanes demostraron que esas escaleras eran de su propiedad. Los propietarios de las escaleras salieron bajo fianza, pero el Principal decomisó las escaleras pretextando el artículo 18, inciso B1, del Bando de Buen Gobierno, en el que explícitamente se indica que “nadie podrá usar los árboles del parque como lockers para guardar objetos personales, como escobas, recogedores, bacinicas, etc., etc.”.
Algunos siguen con la idea de subir al cielo y usar una escalera grande y una chiquita; para esto sugieren podar la tercera, la más tierna, a fin de usarla, pero la mayoría de habitantes del pueblo ya olvidó la idea de subir al cielo. Emplean las escaleras para subir a ver el agua del tinaco, para cambiar focos fundidos o para husmear en patios vecinos.