sábado, 30 de mayo de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE HAY UN AROMA A VENTANA




Querida Mariana: cuando abrís la ventana ¿qué aromas recibís? Pueden ser más de mil olores. Depende de dónde está ubicada la ventana que abrís. ¿Imaginás el olor que recibe la persona que vive cerca del Rastro Municipal?
Hay mil posibilidades, porque también hay mil ventanas. No todas las ventanas están empotradas en las paredes de las casas ni en los salones de las universidades. Hay ventanas que están colgadas del aire.
No puedo imaginar alguna casa sin ventanas. Todas tienen una, aunque sea ventana pequeña. Los historiadores cuentan que un compa llamado Melchor Múzquiz fue Presidente de México y una tarde tuvo una ocurrencia: ¡cobrar impuestos por cada ventana que los mexicanos tuvieran en sus casas! Tío Concho, sin mucho sustento histórico, decía que las ventanas de las casas modestas en Comitán eran pequeñas porque así pagaban menos impuestos. Los ricos del centro tenían balcones preciosos (había paga); los balcones de la periferia eran como balconcitos de casa de muñecas.
Por fortuna, querida mía, ahora ya no se paga ese impuesto absurdo y bestial (bueno, las autoridades son tan listas que ahora simplemente aumentan lo ya establecido).
La gente pagaba impuesto por tener ventanas. ¡Era un absurdo! Era un absurdo porque las ventanas son, alguien ya lo dijo, las esclusas del espíritu.
Las imágenes más bellas y seductoras son cuando alguien está acodado en una ventana y mira el mar o el cielo o los rascacielos de Nueva York o los puentes del río Sena o la casa de la vecina que es muy chula (la vecina más que la casa).
En Comitán, las ventanas sirven para fisgonear, para enterarse de quién toca en la casa del frente. Cuando abrimos una ventana una estampa bien delimitada se pega a nuestros ojos. Los grandes fotógrafos y cineastas del mundo hacen algo que llama mi atención: cuando llegan a un set, para elegir el espacio donde harán una toma hacen un marco con sus dedos y encuadran la toma. Algo mágico sucede. Es magia porque nuestra mirada no tiene esa capacidad para sintetizar un espacio. Nuestra mirada abarca casi un ángulo de ciento ochenta grados. Ahora que te escribo estoy en la biblioteca de la Librería Lalilu y hago el experimento: mi mirada abarca un ángulo de ciento ochenta grados. Mis ojos ven hacia el frente, hacia donde está un murete que tiene un mapa de la república mexicana y donde revolotean tres mariposas de papel (tal vez son algunas de las mariposas que viajan a Colombia en busca de Gabriel García Márquez). Eso es lo que veo. Ahora veo que, frente al murete, pasa Samy, el maravilloso creador de Lalilu. Pero (prodigio) también alcanzo a ver, con un poco de niebla, lo que hay en la pared derecha y en el muro que está a la izquierda. Si veo al frente, lo que está en los extremos no logro verlo con nitidez, pero si ahora pasara un ángel (digamos) en el muro izquierdo, vería su silueta iluminada y sabría que ahí está ocurriendo un milagro, uno de los muchos que suceden a diario. ¿Qué pasa detrás de mí? Eso sí no alcanzo a verlo. En muchas ocasiones los ángeles pasan por detrás y como les doy la espalda no puedo verlos, no puedo intuirlos, apenas siento algo como un aleteo, pero a veces los confundo con parvadas de pájaros o con aleteos de guajolotes.
Mi niña bonita, las ventanas me han seducido desde siempre. Son espacios para juzgones, para ver qué hay adentro de los cuartos. Las ventanas son seductoras, siempre están como viejas celestinas ayudando a los hombres que tienen como oficio ver a las muchachas bonitas. Hay una escena de una película mexicana de los años setenta donde unos niños suben a una azotea (a las ocho de la noche), se esconden detrás de un tinaco de agua y desde ahí ven cómo la sirvienta (que es Lety Perdigón y está en su mejor momento) se quita la blusa, la coloca sobre la cama y luego se quita, muy lentamente, el sostén. Los niños casi no respiran (los espectadores hacíamos lo mismo para no fastidiar el instante). El silencio de la sala era uno solo, sostenido, lento, como ala de ángel a la hora del descenso. Lety se daba la vuelta y asomaban sus pechos, espléndidos, como pájaros a punto de vuelo.
¿A qué huele el aire de tu ventana? El aire de aquella ventana donde Lety se despojaba de su ropa íntima y dejaba ver sus pechos y su pubis era un aire que olía a nube húmeda, a tierra mojada.
Lo primero que asoma al abrir una ventana es el olor. Si esto no sucede así, los sentidos están alterados. Para que la vida diga que es vida es preciso que el aroma de algo toque la nariz del hombre o de la mujer que abre una ventana.
Hay ventanas pequeñas, minúsculas; hay ventanas enormes, casi ventanales como si fuesen ojos de cíclope gigante. Las mejores ventanas son esas que son como ojo único, como ojo de Dios que permite husmear en interiores y, a la vez, descubrir qué sucede afuera. Las ventanas poseen una capacidad que no poseemos los humanos. Ellas observan lo que hay dentro y lo que hay afuera, lo que está adelante y lo que está detrás. Nosotros, ¡pobres mortales!, sólo vemos hacia adelante. Ahora mismo, dejo de ver hacia el frente y desvío mi mirada hacia la izquierda, hacia donde está el monumental jardín de la librería (monumental, no por extenso, sino por lo bien cuidado. Es un monumento a la armonía). Veo el muro que está tapizado con una alfombra verde, en la parte alta (ahora) tres pajaritos han hecho una pausa en su vuelo, ahora caminan dando brincos por ese camino, van de izquierda a derecha, de donde está la montera de una palma a donde está un mazo de flores rojas que quién sabe cómo se llaman. Ahora han llegado a la esquina, miran para todos lados (¿Me ven a mí? ¿Cuál es el ángulo de visión de los pájaros?), vuelan, desaparecen. El cielo vuelve a adueñarse de esa línea del horizonte.
Ese muro no tiene ventanas. No tiene ventanas porque es el muro colindante con el vecino y los reglamentos de construcción exigen no abrir huecos que den hacia el otro sitio. Esto siempre y cuando no sea un edificio de seis o siete pisos, porque éstos sí se atreven a abrir ventanas en el aire colindante, un aire que, en esencia, pertenecería al otro. ¿Qué pasaría si existiese una ley que determinara que el cielo sobre un terreno fuera inviolable, que fuera propiedad exclusiva del dueño del piso? No habría posibilidad de abrir ventanas que colindaran con el aire, con el cielo. Eso evitaría que los voyeurs del mundo anduvieran viendo las tetitas de las muchachas bonitas que se bañan. Tengo amigos que no son aficionados a ver las estrellas, pero tienen telescopios de alto alcance. Ya sé en qué los usan. Los usan para fisgonear a las muchachas bonitas. ¡Dichosos ellos! Que Dios sea pródigo en bendiciones, tanto para sus miradas como para sus deseos así como para los objetos de sus deseos.
El poeta cursi decía que los ojos son la ventana del alma. Los ojones ¿tienen el alma grande? Qué bueno que ahora ya no cobran impuestos por ventanas, de lo contrario, la tía Romelia, que tiene ojos de búho, pagaría lo que no alcanza a ganar en su puesto de verduras, en el mercado.
Me gustan las ventanas, me gustan más que las puertas. Cuando tocan la puerta, dejo de escribir el cuento que escribo o dejo de leer el cuento que leo y pregunto “¿quién es?” y si es un afecto “debo” abrir e invitarlo a pasar. Mi mamá le ofrece una limonada y él recibe el vaso y cruza la pierna. ¡Dios mío, cruza la pierna! Este es un signo inconfundible de que se siente a gusto y dispuesto a permanecer varios minutos que pueden convertirse en media hora. ¿Qué pasa con mi cuento? Se corta. Cuando mi afecto se despide ya no logro conectarme con la idea. Es como si tuviese que subir la montaña y alcanzar la cima en donde estaba, ya me da hueva y lo dejo. En cambio, cuando alguien avienta piedritas en la ventana sólo me asomo, hago a un lado la cortina, tantito, en una esquina y veo quién es. “¡Ah -digo- es fulano de tal o perengana!”, y me hago tacuatz, suelto la cortina y regreso a hacer lo que estaba haciendo. El cuento está tibio todavía, puedo darle vida.

Posdata: me gustan las ventanas porque cuando las abro recibo un abrazo de aromas en mi espíritu. Gracias a Dios no tengo criadores de cuches como vecinos; ni vivo cerco de un basurero o de un mercado. Cuando abro la ventana es como si cortara una manzana, como si el sol se partiera en dos como melón. Abro la ventana y percibo el aroma de la vida, de la vida limpia, de la bugambilia intocada. Por ello me gustan las ventanas, me gusta mi casa, me gusta mi pueblo. Por ello, cuando vos y yo nos encontramos y me regalás una tarjeta con la línea de un verso de un gran poeta siento que sos una ventana y me da ganas de estar mucho tiempo ahí, frente a vos, mirándote, oliéndote. Ahora cierro los ojos, dejo de ver el jardín de Lalilu, veo algo que se llama Jardín Interior. ¡Vivo!