domingo, 3 de mayo de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ EL GUGGENHEIM DE COMITÁN




Marcos es presuntuoso. Al regreso de su viaje a Estados Unidos me presumió su visita al Museo Guggenheim, de Nueva York. No lo hizo con humildad, lo hizo con soberbia, como si él estuviese parado sobre el Everest y yo estuviera fundido en un pozo húmedo. Quería que yo lo viera desde abajo, desde mi condición de comiteco que no ha pasado de Chacaljocom. Lo escuché.
¿Cómo decirle a Marcos que yo, sin salir de casa, estuve dos días antes en el Museo más hermoso del mundo? No lo hice. Lo escuché, comí cacahuates mientras él presumió los Picasso que vio. Otro mundo, me dijo, nada comparable con el arte de nuestro Comitán, tan mediocre, terminó. Yo abría los cacahuates, metía la cáscara en una bolsa de plástico y decía sí a todo lo que Marcos me contaba y comía los cacahuates. Los cacahuates de esta región son riquísimos. Claro, diría Marcos, en Nueva York él había comido otro manjar, un manjar de otro mundo.
Lo escuché. ¿Cómo decirle que yo había estado frente a obras únicas?
Ahora, que Marcos está en Europa; ahora que sé que un día de éstos, a su regreso, llegará a la Universidad donde trabajo y me presumirá lo que vio en el Guggenheim, de Barcelona, lo escucharé, como siempre, con atención y no le diré que yo, poquita cosa, estuve en el museo más hermoso del mundo. No lo haré, porque él es tan alabastro, tan mármol, que no tendrá la capacidad para acercarse a lo altísimo del arte.
El Guggenheim, de Comitán, está a pocos minutos del centro. Desde la sala principal del museo, al aire libre, se ve cómo el pueblo, a lo lejos, se desparrama en un alud de casas llenas de color. Este museo está al lado de un camino de terracería, un camino poca cosa (diría Marcos). Para llegar a él es preciso subir al auto o a la motocicleta o, de preferencia, a la bicicleta, en el centro de la ciudad. A pocos kilómetros, después de una curva peraltada, al lado de unos árboles llenos de flores luminosas, el muro principal del museo aparece. Es tan simple, tan poca cosa (diría él). Es como cualquier pared, construida con tabiques y con malla de gallinero, en su primer tramo; y con tabique en el tramo final. Esto le da una profusión de texturas maravillosas. En el primer tramo, el aire pasa de un lado a otro, así como la mirada juega con la profundidad; en el siguiente tramo, el muro impide que el aire y la vista vayan a otra parte, “obliga” al espectador a concentrarse en las formas que se recortan en el cielo. Nunca nadie sabrá quién es el artista que colocó, en cada “castillo”, las piedras que cuentan mil y una historias. Este Piccaso comiteco ha caminado todos los caminos y en cada uno de éstos ha pepenado las piedras que, como nubes, como manchas en las paredes, aluden a formas geométricas o sombras de animales, sombras hijas de la luz. Cada piedra tiene una forma especial y cada forma especial impulsa la imaginación del espectador. Y es el mejor museo del mundo porque, a diferencia de los demás (controlados con la luz artificial), éste juega con la luz del día, de la tarde y de la noche. He acudido muchas veces. En cada ocasión la luz me ha dado una lectura diferente. Una tarde, mientras estaba frente a la obra número doce (la colección contiene treinta y un piezas) cayó una ligera llovizna. Esos pétalos de agua le dieron una tonalidad diferente y hallé una forma inédita. Mi sobrina María ha disfrutado junto conmigo sus visitas al museo. A veces ella encuentra formas que yo no alcanzo a percibir; a veces, cuando las nubes están rosadas por la caída del sol, María encuentra diálogos increíbles entre las piezas del museo y las nubes que se extienden en el cielo que acaricia a nuestro Comitán.
Voy constantemente. Subo a mi auto, dejo el asfalto del centro de Comitán y circulo por donde los pájaros vuelan como si nadaran en un infinito mar de aire. Esos mismos pájaros también se solazan en las obras del museo. Por ello (Marcos no lo entendería) digo que es el mejor museo del mundo. Es un espacio pleno de libertad. En los museos de grandes ciudades los letreros de “No tocar” son como moscas o como cucarachas. Acá, en el Guggenheim, de Comitán, los espectadores pasan por el camino de polvo y miran cómo los pájaros se detienen sobre una de las obras, la picotean y, tal vez, le echan una cagadita. Nadie se enoja. Se sabe que la lluvia limpia todo, incluso el espíritu.
Nunca a Marcos le diré lo del museo de Comitán. No lo entendería. A veces creo que el vuelo de América a Europa lo llenará de polvo como lo hizo el viaje a Nueva York. Es un polvo tan denso, tan soberbio.