sábado, 2 de mayo de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL MEJOR DESPERTADOR ES UNA MANO



Querida Mariana: a veces pienso intrascendencias. Bueno, casi siempre. El otro día, como a las doce del día, entré al mercado primero de mayo y miré, en el zaguán de entrada, un puesto donde venden mil cosas: resorteras, calcetines, baterías doble A, pañuelos, y relojes despertadores. De esos chinos, color verde fluorescente, que son del tamaño de un ratoncito de casa (porque los ratones del mercado son tan grandes como tacuatzes de rancho, bien galanotes). Pensé, entonces, ¿cuándo fue la primera vez que el hombre usó un reloj despertador? Pensé en un Comitán lejano, en que no había relojes despertadores. Nuestros mayores se levantaban con auxilio de su reloj biológico o con la ayuda del canto de un gallo.
Ya te conté que durante el tiempo que viví en Puebla no escuché el quiririquí de un gallo. Acá, en la casa, sí oigo los cantos del gallo. Hay un despistado (le llamo el gallo jodón) que comienza a cantar con voz de tísico a las cuatro de la madrugada. A la hora que me levanto ya está el jodón dándole cuerda a su campanario. Otro, el más digno, canta a las cinco y media, una hora decente para levantarse. Imagino a éste trepado sobre un promontorio de cajas de madera, de esas que usan para entregar tomates, bien erguido, papaloteando sus alas, enderezando su pescuezo y lanzando sus notas al viento como si fuese un Pavarotti. Los gallos, benditos gallos, son los mejores despertadores del mundo.
No sé si la historia de un hombre pudiera sintetizarse a través de esas señales que nos indican que ya es hora de dejar la cama y ponerse en activo. ¿Mi primer despertador? Ah, el más hermoso del mundo: ¡mi mamá! La recuerdo entrando a mi cuarto, caminando casi en puntillas, y, amorosamente, poner su mano sobre mi cuerpo (por lo regular uno de mis hombros) y remecerme como si meciera una cuna. “Ya, ya, hijito, ya es hora de levantarse”. Recuerdo que yo me hacía para el otro lado, remolón. Apenas balbuceaba: “Otro ratito” y volvía a dormirme. Mi mamá, quien representaba el papel de despertador tolerante, salía de nuevo, porque había tenido la precaución de entrar diez minutos antes de la hora que debía levantarme. Luego, era como una segunda llamada escénica y desde la puerta, con una voz de cenzontle joven, a media voz, recordaba: “Ya, Alejandro, ya es hora de levantarse”. ¿Mirás, cómo el hijito de la primera vez se convertía en un Alejandro a secas? Yo nada decía, sólo volvía a dar una vuelta sobre la cama y regresaba a los brazos de Morfeo. ¡Ah, son tan sabrosos esos minutos robados al sueño! Mi papá decía que el diablo ponía un brasero debajo de las camas, para que los flojos siguiéramos durmiendo y completaba la sentencia diciendo que las horas perdidas los santos las lloraban. Pero, flojear es el deporte favorito de medio mundo. No por algo se dice que la pereza es la madre de todos los vicios. ¿Cuáles son los vicios que adopta el güevoncito que se queda botado en la cama? Ah, son varios. Lo dejo a tu imaginación. En fin, cinco minutos después de la segunda llamada, mi mamá entraba al cuarto, ya con paso de coronel de ejército en tiempo de batalla, y, como si se convirtiera en un cabo y tocara el clarín, desde la puerta anunciaba: “Ya, ya a levantarse”, luego caminaba hasta mi cama y ponía su mano sobre mis muslos y los comenzaba a mover como si amasara la masa del pan, cada vez con un movimiento más intenso. Yo decía: “Sí, ya, ya”, pero no abría los ojos. El movimiento se intensificaba. Yo comenzaba a enojarme, rezongaba. “Ya, ya voy”, y seguía con los ojos cerrados. Entonces, mi mamá hacía el movimiento estratégico y ganaba la batalla, de un solo tirón me quitaba las chamarras, yo, de manera instintiva, como si fuese combatiente en Waterloo, al sentir el frío de la mañana, me encogía y me ponía en posición fetal. El frío entraba en cada uno de mis poros y yo sentía cómo miles de hormigas se metían y colocaban pequeños gránulos de granizo. Abría mis ojos para buscar mis colchas, pero éstas ya las tenía abrazadas mi mamá. ¡Ahí perdía! Ya había abierto los ojos, ya entraba de lleno al día. Mi mamá, como general, no se movía de su lugar y volvía a decirme que ya debía levantarme. Entonces, con gran trabajo, me sentaba en la orilla de la cama, buscaba las pantuflas y, con ayuda de mi mamá, como si fuese un inválido, me levantaba. Y ahí terminaba el oficio de despertador que ejercía mi mamá y se cambiaba de camiseta porque debía servirme el desayuno mientras yo me vestía. (En esos días mi mamá me bañaba en las noches.)
¿Cuándo tuve mi primer reloj despertador? Mientras estudié en la primaria y en la secundaria mi mamá siguió ejerciendo el oficio de gallo, pero un día renunció, pensó que ya estaba lo suficientemente grande como para responsabilizarme acerca de tal acto y me dio un despertador. Era uno enorme (lo compró en la Línea). Tenía dos campanas en la parte superior y a la hora programada, algo como un martillo golpeaba ambas campanas. El martillo era como un péndulo que iba de un lado a otro golpeando inclemente las tarolas. El despertador no lo colocaba en mi buró sino en una silla a diez pasos de mi cama. Esto obligaba que para apagar el despertador, que no se cansaba de darle duro al campanario, debía pararme y extender el brazo. Esto lo hacía así porque la primera vez, acostumbrado a los mimos de mi mamá, pensé que cuando ella viera que no me había levantado llegaría a mi cuarto. Dejé el reloj nuevo en el buró, sonó y yo, con los ojos cerrados, di un manotazo para apagarlo y volví a dormirme (otros diez minutitos). Cuando desperté el sol ya estaba en lo alto. Fui al comedor a reclamarle a mi mamá. Ella nada dijo, sólo señaló mi desayuno. Tapado con un plato estaba lo que había preparado. Ya eran las diez de la mañana. Los frijoles refritos ya estaban fríos, de igual manera el huevo estrellado; asimismo las tortillas ya estaban duras y ni qué decir del café con leche. Sólo el pan (bendito pan) estaba delicioso. No me quedó más que comer ese guiso que sabía a papel mojado. Entendí la lección, ya mi mamá se había desentendido de su oficio de despertador y de ahí en adelante todo dependía de mí. Después de desayunar, me lavé la boca, tomé una libreta y corrí para ir a la escuela. Aún alcancé la última clase. Eran tiempos de la prepa. Esa noche dejé el despertador sobre la silla de madera, retiré ésta lo más que pude, para que, como ya dije, al día siguiente debiera levantarme para apagar el despertador.
Cuando fui a la Ciudad de México a estudiar la profesional, mi mamá metió en mi maleta un despertador más discreto, pero igual de efectivo. Era pequeño, era como una ostra. En la noche debía abrirlo para que su carátula quedara expuesta. En los números que marcaban las horas tenía rayas fluorescentes, así que en la noche yo podía ver qué hora era, aún en la oscuridad del cuarto, porque las manecillas también tenían una fluorescencia verde. ¡Ah, qué prodigio! El despertador funcionaba a la perfección. Todas las mañanas a las cinco y media me despertaba y yo, con un movimiento similar al que hacía mi mamá en la tercera llamada, aventaba las colchas para que las agujas frías del Distrito Federal hicieran la función de picotearme todo el cuerpo obligándome a levantar. Bueno, funcionaba muy bien, siempre y cuando yo no llegara a las doce a la casa, con una docena de cervezas encima, porque, en estos casos, me tiraba en la cama, a veces sin quitarme la ropa, dormía como cuch y olvidaba abrir la ostra y ésta no repiqueteaba adentro de su concha.
Siempre deseé un reloj despertador que fuera eléctrico, de esos que habían en la casa de mi tía Sonia, en la Ciudad de México, y que traían integrado un radio con a.m. y f.m. Una mañana mandé una carta a mi papá y, como si escribiera al Viejito de la Noche buena, pedí mi deseo. A los diez días recibí, puntualmente, un giro telegráfico que cambié por el dinero que mi papá me envió para comprar ese despertador deseado. El reloj marcaba la hora con números rojos y cambiaba cada minuto. Yo prendía el radio en el 590, Radio La Pantera, lo programaba para que se callara a las once de la noche y para que se prendiera a las cinco de la mañana. ¡Ah, qué prodigio! A veces, despertaba con el rugido de una pantera, a veces con una rola de los Rolling Stones. Un locutor decía: “Comunícate panterizadamente”. ¡Pucha!
Posdata: un día platiqué con Romeo acerca de este tema y él cerró los ojos y recordó los despertadores que había tenido en la vida. Sonrió cuando recordó un despertador inolvidable. Pidió dos cervezas más, colocó las manos sobre la mesa, como si se apoyara sobre la baranda de un trasatlántico y el aire de alta mar lo acariciara, y contó que su mejor despertador fue la muchacha bonita que durante un año lo acompañó en sus noches y madrugadas. Ella, puntual, a las cinco de la mañana, ponía su mano sobre cada parte del cuerpo de mi amigo. Ah, dijo, era una gallinita, pero fue el mejor gallo del mundo.