miércoles, 20 de mayo de 2015
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN ATRIO
El atrio del templo de Santo Domingo es atípico, es mero comiteco, pues. En los años setentas se derruyó una manzana para ampliar el parque y se pudiera observar la magnificencia de la fachada del templo. Pero una avenida donde circulan autos se interpone entre el templo y el parque. Lo ideal hubiese sido que tal avenida fuese un andador para que la gente, como si fuese agua limpia, fluyera de manera natural del interior del templo al “interior” del parque y viceversa. No es así. El atrio del templo de Santo Domingo parece un brazo del bulevar donde a cada rato circulan camiones viejos que vomitan humo enrarecido.
Este espacio ha visto pasar los mejores tiempos de Comitán. Cuando los cines Comitán y Montebello existían aún, un hombre repartía los programas de la función dominical; asimismo, cuando es el festejo del santo, la marimba se coloca al lado de esa placa de cobre que acá se observa y que consigna los nombres de los primeros dominicos evangelizadores.
En esta fotografía vemos un canasto con bolsas transparentes. ¿Qué hay en esas bolsas? Panes, panes similares a esos que en Comitán se llaman “costras” y que son muy ricos, porque son delgados, tan delgados que muchas costras se quiebran a la hora que la mano inexperta, ayudada con una pinza, las toma del estante de la panadería.
Los comitecos (todos) identifican a Sarita, una mujer que, pareciera, no tiene más oficio que visitar templos. No hay día de Dios que deje de ir al templo de San José, que es el templo de su barrio, pues su casa está a media cuadra. Pero igual, como acá se ve, acude a Santo Domingo, a San Sebastián o a San Caralampio. Si tiene oportunidad de rezar un rosario en voz alta ¡lo hace! Los fieles, entonces, deben ofrecer el sacrificio a Dios, porque ella reza sin descanso, durante minutos y minutos y minutos que forman horas y horas.
¿Por qué este canasto aparece en la foto? Tal vez un vendedor, igual que el empleado de los cines, pensó que es el punto más estratégico. Los domingos, a la salida de misa, la gente aprovecha para repartir su mensaje, así sea invitación para una obra de teatro que para una campaña de labio leporino. El limosnero se pone a mitad de la puerta, extiende sus brazos, con las palmas hacia arriba y pide: “Una limosnita, por el amor de Dios; una limosnita, por el amor de Dios”. Los fieles están casi casi purificados, por lo que no tienen empacho en sacar alguna moneda y dejarla en manos del limosnero (que cuenta la leyenda ¡es riquísimo!, y da dinero al premio). Directivos de universidades particulares mandan a sus empleados a entregar volantes con información de las carreras profesionales que ofrecen: “Estudia tu maestría en un año”. Mi prima Roselia cuenta que hace tiempo había un limosnero, ciego, que, en lugar de tener las palmas abiertas, las ponía en posición de tacteo. Pedía: “Una limosnita, por el amor de Dios”, pero tacteaba los pechos de las muchachas bonitas que salían de misa. La leyenda cuenta que no era ciego, que se hacía, que miraba a la más tetoncita y sobre ella se abalanzaba.
Como en la Viña del Señor, en este atrio ha habido de todo. Doña Eugenia cuenta que una madrugada los primeros fieles hallaron a la señora que cuidaba el templo envuelta en su propio vestido. Un grupo de bolos la rodeó a la hora que ella metía la llave en la puerta para abrir. “¡Eh, eh, eh, eh!”, gritaron a su derredor, en corralito. Uno de los malvados le subió el vestido hasta cubrir su cabeza y, como si fuese tamal de bola, la amarraron de la parte superior. Cuando los fieles llegaron para misa primera la encontraron amarrada, pidiendo permiso y mentando madres a los jóvenes bolencones que le hicieron la travesura. Ya la leyenda agrega que su fondo estaba todo lleno de hoyos y que eso fue lo que más vergüenza le dio.
De todo ha habido en este atrio. Ahora, los sacerdotes han colocado una bocina que da al exterior. Mi tío Armando ya no entra al templo, se sienta en la fuente y desde ahí “escucha” su misa. Dice que eso le permite cumplir con su religión y, además, le permite alegrar su ojito con la presencia de las muchachas bonitas que caminan despreocupadas por el parque. Me da risa cuando oye que el padre ordena que todos se den la mano en señal de paz. El tío da un brinco de la fuente al piso y a la primera muchacha que encuentra le extiende la mano y dice: “La paz sea contigo”. Algunas veces lo ignoran, otras veces las aludidas lo toman con simpatía y le dan la mano y ríen, tolerantes.