sábado, 16 de mayo de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA UN CUENTO DE HACE TIEMPO




Querida Mariana: la escritora Lupita Olalde dijo el otro día, en Comitán, que no recomienda regresar a los lugares de infancia. Y contó una anécdota de su esposo. Éste anhelaba volver a su pueblo natal (después de muchos años de no hacerlo), recordaba la belleza del río donde se bañaba y los escalones magnificentes del templo. Cuando llegaron al pueblo, Lupita le preguntó: “¿Y el gran río?”, el río era apenas un hilo de agua y los escalones, que de niño los veía como si fuesen la entrada al Templo de Salomón, sólo fueron unos simples escalones sucios y resbalosos. Lo que fue su casa estaba convertida en un mercado. El esposo de Lupita fue mencionando: “Acá estaba mi cuarto” (ahora es una carnicería, donde están expuestos, para su venta, hígados, cuetes, bistecs y cáscaras de chicharrón); “acá estaba la sala” (ahora ahí están los sanitarios, con un torniquete oxidado para controlar la entrada y salida de quienes ya van con las ganas a mitad del pantalón). Lo que fue su casa (la imagino con un patio lleno de luz, de pájaros y de flores), ahora es un lugar lleno de aromas de incienso y de hedores de pescado ya echado a perder.
En nuestra mente llevamos grabados lugares míticos. Los lugares de nuestra infancia están llenos de hilos de luz. Quique, al igual que el esposo de Lupita Olalde, está acostumbrado a decir: “Acá estaba mi cuarto”. Se para al lado de la fuente del parque central de Comitán y señala el graderío que lleva a la parte superior. La casa de Quique estuvo en la manzana que derruyeron y que sirvió para hacer la ampliación del parque. Porque, querida niña mía, hubo un tiempo en que, igual que en el cuento, una bruja ofreció una manzana a esta ciudad. Era una manzana dulce, suave, armoniosa. Era tan suculenta a la vista que, Comitán, la tomó sin pensar en las posibles consecuencias. La ciudad mordió la manzana y se sumió en un manso sueño. Dormir es la placidez total. El durmiente o la durmiente no tienen más misión que caminar por entre nubes. ¿Qué es lo difícil del sueño? ¡El despertar! Es muy difícil darse cuenta que todo fue una pausa; es brutal abrir los ojos y descubrir que la podredumbre sigue ahí, en el camino que camina el corazón. Una tarde, Quique descubrió, con azoro, que su manzana ya no estaba, que su casa había desaparecido ¡para siempre! Se refregó los ojos y trató de imaginar que todo era como un espejismo. Pero ¡no! Todo era cierto. Su casa, igual que el pueblo de La Concordia, había sido arrasada por el agua del tsunami más cruel: el del sueño de otro hombre.
Sí, es cierto, la manzana, que los comitecos llamamos de la discordia, ya, para el tiempo del derrumbe, era una manzana podrida. El gobernador de ese tiempo consideró (al estilo del Padre Carlos) que era necesario quitarla del frutero a fin de que no echara a perder a las demás. Muchos rezamos: “¡Señor, por qué nos has abandonado!”. La mitad de la población aplaudió la decisión del gobernador, dijo que ese amontonamiento de casas había crecido de manera caótica y daba una mala imagen al centro de Comitán, ¿qué iban a decir los turistas -pocos en ese tiempo- que llegaban acá? ¿Qué imagen íbamos a dar? ¡Comitán no era un mercado!, adujeron. ¿Pero qué dijo la otra mitad, la mitad que reconocía ese espacio como un espacio entrañable? Para muchos (Quique incluido) esa manzana era una manzana definitoria en su crecimiento, era como la abuela que, con olores a orines y con una dentadura ya escasa, siempre los recibía en el patio de la casa, en el corazón de la casa. Ahí estaban lugares míticos, lugares que hicieron marcas en el espíritu de los niños, adolescentes y viejos de aquellos años. Ahí, los niños llegaban a comprar las revistas de monitos en La Proveedora Cultural, llegaban a echar volados para intercambiar las figuritas con que llenaban los álbumes; ahí las parejas de novios (ellos con pantalones acampanados, camisas floreadas y cabelleras de Tarzán; ellas con minifaldas y cinturones dorados) tomaban un refresco en el Café “La pantera rosa”, que sacaba las mesas y sillas a mitad de la calle, porque su corazón (antes de que a Jesús Pedrero se le ocurriera organizar El peatonarte) les decía que Comitán era una ciudad para caminarla, para disfrutarla. En esa manzana, los viejos con sombrero y bastón entraban a la cantina “La marina” (propiedad del mítico Tío Tavo) a tomarse una cerveza o, los más osados, una macharnuda. Ahí, en la manzana de la discordia estaba el consultorio del doctor Gordillo, las telas de las Ancheyta, los trajes de Novedades Cecilia, los discos y bicicletas de “La casa del ciclista”, los pulsos de oro de la joyería Escobar, los estambres que vendía mi mamá, los billares del Nevelandia, los embrujos de “El rincón brujo”, las salas de la Casa Tovar y ¡la casa de Quique!
Una tarde cientos de albañiles llegaron, amarraron cuerdas a las paredes de las fachadas y, como si fuesen esclavos en el antiguo Egipto, con las cuerdas al hombro y en fila india, hicieron fuerza, una, dos, tres, gritaron y avanzaron en dirección contraria hasta hacer que las paredes cayeran de manera estrepitosa, con el mismo estrépito con que cayeron nuestros sueños. El despertar fue un despertar lleno de polvo, lleno de un aire enrarecido, como si un terremoto hubiese acabado con el corazón de Comitán, como si un clavo gigante hubiese hecho una grieta para siempre.
Ahora, dice la mitad que aplaudió la decisión del gobernador, tenemos un parque más grande que permite ver la fachada del templo y la fachada de la casa de la cultura (que, ya muy bien lo dijo Gladys Bonifaz, está bañada en piedra). ¿Y la otra mitad qué dice? Nada dice. Aún sigue enmudecida, aún sigue con las telarañas en los ojos, aún continúa pidiendo a Dios que todo sea un sueño, un mal sueño, una pesadilla. Los otros, los que ahí sembraron su infancia, los que sabían que esa manzana era intocada porque Dios había dicho que podían tocar de todos los frutos menos los del árbol del conocimiento del bien y del mal, callaron para siempre, como si fuesen cenzontles convertidos en simples zanates. El gobernador de ese tiempo había decidido ofrecer la manzana, la misma que le fue ofrecida a la Bella Durmiente.
Hoy, los comitecos gozan de un parque más amplio, más para enredarse en el chal del viento. Hasta fuente tenemos, una fuente (ahora un poco carcomida), que es como el lugar de cita favorito: “Nos vemos en la fuente”, dicen los muchachos a sus muchachas y los vemos reunirse ahí, platicar y pepenar los gajos del atardecer. Sólo como un mero ejercicio mental te pregunto: “¿Qué dirías si una tarde de éstas ya no encontraras tu fuente?”. Sí, estoy seguro que sería impactante. Cada vez que se modifica un espacio público algo le quitan al corazón de quien vivió ese espacio. Mi mamá recuerda con gran cariño y emoción el parque de Huixtla, el parque que caminó en su niñez. Me dice que muchos árboles tenían formas de animales, los jardineros de ese tiempo habían hecho prodigios con sus tijeras y todo era como un bosque encantado. Mi mamá, con sus primas y primos, corrían por los pasillos e imaginaban que eran héroes y heroínas, con espadas por lo alto, que tenían como misión acabar con esos animales gigantes, míticos. A veces cierra los ojos, yo dejo que camine los caminos de su infancia. Cuando los abre se pregunta: “¿Cómo será ahora el parque?”. Nada digo. ¿Qué puedo decir? A ella, también, el tsunami de los setenta, le arrebató su tienda donde vendía estambres. Nunca lo ha dicho, pero bien podía decir, al estilo de Quique, “Acá estuvo mi tienda”.
El derrumbe de la manzana de la discordia provocó la diáspora civil más impresionante de Comitán. Como si un falso Moisés les hubiese prometido una mejor tierra, los vecinos de la manzana reunieron sus cosas y caminaron por el desierto. Carretas llenas de libros, de joyas de oro, de discos, de bicicletas, de estantes viejos, de camas (la cama de Quique), de platos, de trajes, de vestidos, de tornos de dentista, de botellas de licor y de mil chunches más, se desplazaron por las calles de Comitán. Cada negocio, cada casa, debió buscar otro espacio. Como arrieras, las personas de esa maravillosa vecindad, buscaron otros huecos, otros nidos. Se esparcieron, como granos de arroz y quedaron desintegrados. ¿Oís el término? Lo que había sido la comunidad indisoluble de una manzana, de la noche a la tarde, quedó reducida a gránulos repartidos por toda la ciudad. ¿Adónde fue la Proveedora Cultural? Ya no recuerdo, porque los niños ya no volvieron a ir a comprar figuritas. Todo se perdió. Es como si ahora la fuente la trasladaran a mitad del Polideportivo. ¿Qué pareja se citaría ahí? ¡Ninguna! Bueno, tal vez sí, tal vez una pareja calenturienta para aprovechar la lejanía y la soledad.

Posdata: ¿Es bueno regresar al lugar de la infancia? ¿Qué piensa Quique cuando está al lado de la fuente y escucha el rumor lejano de las sonrisas infantiles mezclado con el estrépito de la caída de su casa? ¿Qué piensa un hombre que vivió el horror de la guerra y mira que su casa es un montón de ladrillos empolvados?