sábado, 23 de mayo de 2015
CARTA A MARIANA, PORQUE A VECES HAY PARQUES
Querida Mariana: a veces me topo con Marirrós y platico con ella (bueno, ella platica conmigo). Nos topeteamos en espacios públicos. A mí me gustan los parques. Los parques están llenos de luz. La luz me encanta. La oscuridad me apabulla, me da temor. Me gustan los seres que están como llenos de luz. Me gusta platicar con Marirrós.
Jorge Antonio me invitó a desayunar con él. Jorge Antonio maneja códigos de adulto. Por lo regular, los grandes se reúnen en restaurantes, hacen negocios en bares y, por las noches, acuden a lugares donde bailan con muchachas bonitas, en medio de la penumbra. A mí no me gustan los lugares cerrados. A Javier le gusta ir a “La casa rosada”. Toma una cerveza con gusto. Le agrada la botana: la lengua baldada, el caldo de mollejas y el chile al pastor. Javier tiene razón: estos guisos son exquisitos, como si la pimienta y el clavo fuesen granitos de luz. Pero, el local (perdón) es claustrofóbico. Cuando voy a ese restaurante siento una opresión. No puedo evitar imaginar una escena cinematográfica donde las paredes avanzan contra mí, llega el instante en que siento que las paredes me oprimirán y me dejarán como carro apachurrado con esas máquinas que tienen dientes de hierro.
Me gustan los parques porque siempre están a cielo abierto, donde los pájaros vuelan con total libertad y se paran donde se les antoja. Sólo un espacio cerrado tolero y no solo tolero sino lo busco: una sala cinematográfica. A pesar del aparente encierro, la sala logra el privilegio de abrir una ventana en la pared de enfrente. En cuanto la función comienza, la sala se convierte en un gran espacio público donde, a semejanza del pájaro, vuelo, ¡vuelo!
Marirrós y yo fuimos compañeros en la preparatoria. Los corredores de lo que hoy es la Casa de la Cultura fueron nuestros senderos. Como venados sosegados los recorríamos todas las mañanas. En ese tiempo, Marirrós y yo no platicábamos. Platicamos ya en la Ciudad de México, cuando estudiábamos allá en la Universidad Nacional Autónoma de México. A veces, ella y yo nos topeteábamos en la entrada de la Biblioteca Central (¡ah, prodigioso edificio, lleno de ventanales que permitían el paso de la luz alegre y desenfada del cielo mexicano!). Ahora (es mi privilegio y el privilegio de Comitán), Marirrós vive en esta ciudad y nos topeteamos a menudo y platicamos. Ella y yo no somos uña y carne, por lo tanto no nos vemos en su casa o en la mía. No. Tampoco “quedamos en vernos” ni nos citamos en un restaurante para desayunar, tal como es la costumbre de Jorge Antonio. ¡No! Marirrós y yo nos topeteamos en cualquier banqueta o en el parque central y platicamos cinco o diez minutos. ¡Es suficiente! Lo sabemos. Como ella es un ser de luz, siempre que nos despedimos quedo con la misma sensación que tiene la nave central de un templo después que la luz pasa por los vitrales emplomados.
El principal problema del acto educativo es que se realiza en espacios cerrados. Al inicio de la humanidad, la educación fue a cielo abierto. Era más vivencial, más llena de nubes y de aire. En la universidad que laboro hay un bosque, pequeño, lleno de sombras, de luces y de aire más o menos limpio. A veces, algún grupo sale del aula y se tira debajo de los árboles y ahí tiene la clase. Ese acto es un acto sublime, revive el acto que realizaron los pintores impresionistas, que mandaron a la fregada los encierros del atelier y salieron a captar la luz, impresionados con el cambio instantáneo. Me gustan los espacios abiertos, la calle, el parque, la banqueta, porque ahí la luz no es una piedra, como si lo es en los espacios cerrados, donde la sombra coquetea de manera descarada.
Me gustan los parques, en la misma medida que me gustan las salas de cine. El cine posee el prodigio divino de ¡hacer la luz! donde solo sombras.
Me gustan los parques porque ahí la luz se matiza con las sombras, porque ahí caminan las muchachas bonitas de pechos lindos. Sería imposible estar en un lugar donde el sol funde todo. Es preciso el contorno de la sombra para delinear la forma. Me gustan los parques porque me gusta observar el grado de vida que ahí se concentra. Maimónides, que le dicen así no porque tenga semejanza con el filósofo del siglo sepa qué, sino porque es medio maimón, dice que le gustan los lugares públicos porque ahí todo es de todos (claro, ya adivinaste, Maimónides es grafitero). Maimón tiene razón: el espacio público, por definición, es de todos, pero, por lo mismo, exige un respeto común. Si en el parque hay una planta dicha planta exige el cuidado de todos. Nadie tiene el derecho de quitarle pétalos para hacer el experimento cursi de “me quiere, no me quiere…”; nadie tiene el derecho de llevársela a su casa o de orinarla. Al contrario, la comunidad debe abonarla, regarla y mimarla, porque es de todos. Esto es el derecho al bien común. Cuando el espacio público se lleva a un nivel macro entendemos que Comitán es nuestro espacio común, el espacio que debemos cuidar, porque es nuestra casa.
Sólo el cine logra el prodigio de abrir ventanas en un espacio cerrado. Me encanta el instante en que, en medio de la oscuridad, el proyector abre una puerta llena de luz y de claridad. En esa ventana suceden mil actos milagrosos, uno de éstos es la posibilidad de soñar con los ojos abiertos. ¿Quién inventó el cine? Por ahí, en libros, están los nombres de quienes lograron esta quimera. Ojalá que Dios haya pavimentado sus caminos infinitos. Estos hombres lograron uno de los mayores milagros: hacer luz ¡con la luz!, que es como decir bordar hilos de luz con hilos de sol.
A mí no me gustan los juegos de adultos, donde los hombres y mujeres se reúnen en salones, en cafeterías, en bares. No, ya pasé esa etapa. Ya fui adulto alguna vez, hace muchos años. Ahora he vuelto a ser niño y lo disfruto. Por eso disfruto enormidades cuando voy al parque, cuando voy a las ferias (no esas donde todo mundo toma trago, sino aquéllas en donde la rueda de la fortuna sigue siendo la invitación eterna para alcanzar una nube que es como un algodón de París). Me gustan los juegos que se juegan a la luz del día, como esos en donde los niños se trepan a columpios o juegan canicas o a la comidita. Claro, mi niña bonita, vos lo sabés, también me gusta jugar a las escondidas. Esto pareciera contradecirme, porque las escondidas no me gusta jugarlas en el patio luminoso, sino en espacio en penumbra. Pero no es contradictorio, no lo es, porque el juego de las escondidas genera luz. He visto cómo cuando un niño bonito encuentra a la niña debajo de la cama o adentro del ropero algo como una hendija divina se abre y genera luz, mucha luz, una luz que no molesta el ojo, una luz que no hiere por su brillo. Esa luz es una luz tenue, sensual, casi divina.
Me gusta ir al cine. Acudo a las salas desde los cuatro o cinco años; desde que mis papás me llevaban cargado al Cine Comitán. Amaba ese momento en que mi mamá me cargaba en su regazo y mi papá le quitaba el papel estraza a la torta comprada en la Lonchería Yuly y miraba el cine y le daba una mordida a la torta de pierna. Mientras yo comía, no despegaba la mirada de esa pantalla prodigiosa donde Tarzán (en glorioso blanco y negro) pasaba de una liana a otra y luchaba contra un enorme león africano. Ah, recuerdo, como si ahora mismo lo estuviera viendo, esas enormes cataratas de agua que se descolgaban con la misma facilidad con que Chita se descolgaba de lo alto de los árboles enormísimos; recuerdo el estruendo del agua que caía a borbotones sobre un acantilado de cientos de metros y luego, kilómetros más abajo lograba una placidez donde los cocodrilos dormitaban a la orilla de ese río tan ancho como el Río Grijalva. Mientras yo disfrutaba los brazos de mi mamá, sentada en una butaca de un cine en Comitán, también disfrutaba los increíbles paisajes de un país tan lejano que costaba trabajo pensar que estaba en otro continente.
Tolero muy pocos espacios cerrados: el ropero donde te escondés cuando jugamos escondidas, mi cuarto a medianoche cuando es mi espacio para meditar, la sala cinematográfica a la hora que el Dios del cine dice “Hágase la luz” (puede ser Woody Allen o Fellini o Kubrick o Kieslowsky o Kurosawa). La mente es otro espacio cerrado que genera luz, mucha luz, tal vez el espacio que más luz genera en el universo.
Posdata: me gustan los parques. Me gusta platicar con Marirrós. Me gusta ir al parque central de Comitán y ver las esculturas de Luis Aguilar y las placas de los árbolibros y los niños y niñas que ahí juegan; me gusta sentarme en una banca (nuestra banca, mi niña) y mirar a las muchachas bonitas que caminan como si todo fuera una cinta de luz. Marirrós es como un ave que vuela libre en los cielos de nuestros parques. Su plática está llena de aire. Me gusta platicar con ella.