domingo, 24 de mayo de 2015

LOS CHUCHOS DE LA CALLE




Mariana dijo que el perro estaba extraviado. Llamó a la Asociación Protectora de animales. Como su teléfono lo puso en altavoz escuché que un médico veterinario decía lamentarlo, pero “nosotros no levantamos perros de cartón”. Mariana, con disgusto, colgó el aparato. Se paró, fue a la ventana, vio la calle y, como si fuese un toro a punto de salir al ruedo, ¡bufó! Afuera llovía, el sonido de los cláxones era como un racimo de ladridos.
Mariana es una niña muy ecuánime. Sólo en dos ocasiones la he visto alterarse: una, hace como dos años, cuando un niño tomó a un gato por la cola y, como dicen en Comitán, lo “jondeó”; la otra, la tarde en que el veterinario dijo que no atendían a perros de cartón. Me vio y dijo que los de la Asociación tenían el cerebro untado con mantequilla y el culo (¡Dios mío!, mi Marianita no usa estas palabras), y el culo untado con mierda. Bueno, sólo dijo una certeza, pero sonó como si hubiese sembrado un árbol de alambre de púas en medio de un macollo de buganvilias en un jardín comiteco.
A Mariana le propuse que lo adoptáramos, pero luego ella me dijo que en su casa era imposible. Ya tienen tres gatos, dos perros, cuatro loros y dos tortugas. Le dije que en casa también tenemos varios animales: una perrita, un gato, dos tortuga y una cotorrita australiana, pero como Paty ama los animales no creía hubiese oposición de su parte. Mariana se iluminó como se ilumina la plaza en día de fiesta.
Fui a casa. Paty dijo que sí, que el perro estaba hermoso, que le gustaba el color de su piel y el contraste de sus orejas. Mariana, mientras tanto, había conseguido un diccionario y buscaba una palabra radiante para bautizar a la perrita (porque al final resultó que era hembra). ¿Cómo Mariana lo supo? Por el color de la mirada, dijo y sonrió.
La Pigosa, al principio, ladró y se hizo para atrás. Poco a poco salió debajo de la mesa del comedor, lugar donde se escondió y comenzó a oler a la perrita. Olisqueó las tres patas que apoya en el piso y se levantó en sus patitas traseras.
“¿Qué comen los perros de cartón?”, preguntó mi mamá, mientras le daba una migas a La Pigosa. “¿Cómo ven que se llame Rocallosa?”, preguntó Mariana, mientras dejaba el libro sobre uno de los brazos del sillón. “Sueños de papel”, dijo mi Paty. Sí, dijo Mariana, está bonito el nombres. “No, yo decía que los perritos de cartón comen sueños de papel”, dijo Paty, mientras iba a la cocina y traía un trapo para limpiar una vasija de metal que bien podía servir para la comida del nuevo integrante de la familia. “Sí”, dijo mi mamá, quien ya se había sentado en el sillón y sacaba un bollo de hilo para bordar. “Sí”, dijo Mariana. Todos estuvimos de acuerdo en que la perrita de cartón se llamara “Sueño”. “¿Pero qué comen?”, insistió mi mamá, abrió la despensa y sacó la bolsa de croquetas.
¿Qué comen los perros de cartón? ¿Qué comen aquéllos que tienen las orejas como si fuesen calcetines de dandy del siglo XIX?
Paty buscó la casa de madera (que había pertenecido a La Tasha) y la colocó en la pared de colindancia, en la cochera (Quique dice que no le gusta la palabra cochera, que debía escribir garaje). Mi Paty, con su mano derecha, descolgó algunas nubes que pasaban a esa hora y las puso sobre un plato. “Sueño” movió el rabito, sonrió, como si fuese un niño que recibe una paleta. Mariana, entonces, metió a “Sueño” a la casa y, de igual manera, sonrió. Ya no recordaba lo que el veterinario estúpido había dicho.
Los perros de cartón pueden llamarse sueños y alimentarse de nubes. Además, tienen la ventaja de que no necesitan árboles para orinar ni salir a la calle para cagar.
Desde ayer, en la casa tenemos a Sueño en casa y estamos contentos. Paty decidió que no durmiera en el patio. Todas las noches, antes de acostarse, va al patio, lo saca de la casa de madera y lo lleva hasta la orilla de su cama. Mariana está feliz. Yo también sonrió. Mi Paty tiene un sueño al lado de su cama. Que Dios siempre le prodigue nubes limpias para que alimente a “Sueño”.