lunes, 4 de mayo de 2015

UNA, DOS, TRES, POR LOS PATIOS DE COMITÁN




¿Qué es mejor: encaramar los recuerdos o colocarlos en fila, como si fuesen soldaditos de plomo? Si uno encarama los recuerdos se puede formar torres. Por el contrario, si se colocan en fila se quedan al ras del piso. Los recuerdos como torres tocan las nubes y se colocan por encima de los árboles, se hablan de tú con los pájaros y, de vez en vez, sienten la fuerza del rayo y del trueno.
He vivido en tres diferentes casas en Comitán. Tres calles de Comitán me han visto salir y entrar por la puerta. Siempre al ras del suelo, pero, también siempre, con la vista en el cielo.
La primera calle fue la Central Poniente Benito Juárez (la casa que rentaba mi papá estaba a media cuadra del parque central, éste fue mi patio de recreo, en la infancia y luego en la prepa, porque la Escuela Preparatoria también estaba a media cuadra del parque); la segunda casa estuvo en la Tercera Calle Norte Poniente (a media cuadra de la escuela primaria Fray Matías de Córdova, escuela donde estudié, así que para llegar a la escuela salía cinco minutos antes de la hora y caminaba); y la tercera casa está en la Quinta Avenida Poniente Sur (avenida que lleva el nombre de Dolores Albores Albores, cronista eterna de Comitán).
Mi casa actual es la más pequeña en dimensiones. La primera casa que habité tenía cuatro corredores, un patio central, muchos, muchísimos cuartos y un sitio donde jugaba a los vaqueros y a los soldaditos de plomo; la segunda casa (la que construyó mi papá) era más grande que la primera: tenía tres corredores, una bodega enorme (donde se apilaban las cajas de refresco, que era el negocio de mi papá), menos cuartos, pero un sitio que era un deleite, porque no era el sitio descuidado, sino un sitio que era como un jardín francés, con arriates bien cuidados y los senderos pavimentados. Ahí, mi papá sembraba claveles (tal vez una de sus flores favoritas), pero también había un árbol de aguacate (de cuyas ramas colgaban ollas porque era escaso y no daba frutos); árboles de níspero, de guayaba, un tapesco con chayotes y flores, muchas flores.
Mi casa actual es pequeña. No tiene “sitio”. No hay árboles. Mi mamá improvisa un jardín breve en la cochera. Ahí florecen las orquídeas. No obstante, es una casa que también irradia luz. Aunque sea como por una pequeña claraboya, la luz del sol se filtra y alegra las mañanas. En las otras casas, las que habité de niño, de adolescente y los primeros años de adulto, el sol era como una pantera trepando a todos los árboles. Ah, qué generosos esos patios llenos de refulgencia. Cuando el aburrimiento asomaba en mi cuarto, me bastaba caminar por el corredor lleno de colas de quetzal y llegar al sitio para hallar un mundo. Muchos amigos me cuentan que ahí jugaban luchas, improvisaban circos, se colgaban de bejucos y jugaban escondidas con las primas con caritas de mojigatas.
Los recuerdos, como si fuesen cubos, pueden encaramarse hasta formar una torre alta o colocarse en fila india. Los recuerdos, a final de cuentas, también son materia de juego. Yo recuerdo con afecto las casas que habité porque ellas siguen habitándome. Soy esas casas. Esas casas con patios llenos de luminosidad.
Las dos primeras casas siempre estuvieron llenas de gente. En la primera llegaba medio Comitán a la Corresponsalía del Banco Nacional de México. En los años sesenta no había sucursales bancarias en el pueblo. Mi papá atendió al Corresponsalía. Mucha gente entraba y salía a la casa. Cambiaban cheques, hacían depósitos y transferencias. Yo veía cómo mi casa era como un mercado, como una plaza. Montado en un carro de pedales que el Viejito de la nochebuena me había dejado miraba a las personas, con maletines, vestidos de traje, saludando al entrar y despidiéndose al dejar el zaguán. En la segunda casa, siempre entró gente a comprar refrescos o a comprar triplay (otra de las actividades que mi papá realizó). Desde las siete de la mañana había el rumor de los motores de los camiones repartidores.
Ahora, la casa es sosegada. Nada vendo, por lo tanto, la gente nada compra. Ahora (ahora mismo) estoy “solo” en casa. Mi mamá y Paty han ido a un desayuno. Yo escribo. Y entrecomillo la palabra solo, porque ahora (ahora mismo) la Pigosa está a mis pies. No me abandona. Sabe que soy un niño desvalido y solo que necesita su compañía. Somos tan frágiles los seres humanos. En la jaula, el guazú anda de un lado para otro en su columpio y de vez en vez dice: “pichito, pichito, pichito”, como si fuese un trenecito subiendo por la subida de La Pila. El Misha no sé dónde está. Los gatos son también escasos. Debe estar en el cuarto de los trebejos. Ahí hay un ropero viejo que le sirve de resguardo. Se echa sobre una colcha y duerme. Sólo sale cuando escucha el rebumbio que se hace a la hora que mi mamá y mi Paty regresan. Entonces unta su cuerpo peludo en las piernas de Paty para pedirle sus croquetas.
Nunca estoy solo. Mis recuerdos (como si fuesen la Pigosa y el Misha) me acompañan. A cualquier hora se refriegan en mis piernas y en mi corazón. A veces los pongo en fila india, a veces (como ahora) los encaramo hasta formar una torre. Me gusta que nunca caen. Son como la Torre de Pisa, se hacen para un lado, como si el aire los inclinara, pero no se caen. Los recuerdos nunca caen. Nunca llegan al piso.
Hace rato salí al patio, que es cochera, y hallé un tzisim. Fue el primero de la temporada. Por eso cuando digo que estoy solo lo entrecomillo. Siempre hay presencias que me acompañan.