miércoles, 27 de mayo de 2015

REGALOS




A la abuela le gustaba que le regaláramos objetos. Así evitaba que llegara a casa el tío Lucio, que era un viejo alto como garza y miserable y codo. El problema es que los adultos siempre le regalaban objetos inútiles.
La abuela sacaba su silla a la banqueta y ahí esperaba la visita de los hijos, nietos y bisnietos. Cada vez que uno llegaba debía obsequiarle algo. Los adultos (ya lo dije) le llevaban objetos que arrumbaba en la bodega: refrigeradores, planchas, pantallas. Bueno, con decir que la tía Chabe le llevó un celular de última generación. La abuela lo tomó y creyó que era un espejo, se vio y sonrió, pero cuando la tía le dijo que era un celular y le enseñó a prenderlo. La abuela llamó a Matías y le dijo que lo guardara en la bodega. ¿Por qué los adultos no se daban cuenta de que no debían regalar objetos innecesarios (innecesarios para la abuela)? Cuando tío Romeo le regaló el radio y lo prendió y comenzó a bailar y a cantar a mitad del patio, la abuela llamó a Martín y le dijo que lo arrumbara en la bodega. A la abuela no le gustaban los objetos que tuvieran que prenderse; le gustaban los objetos que tuvieran vida propia o a los que ella les infundiera vida.
Por eso, nosotros, sus nietos consentidos, a quienes nos abrazaba, nos daba nuestro café con pan en la tarde y nos regalaba chocolates traídos de Europa, nos pusimos de acuerdo para regalarle sólo objetos útiles.
María (ah, mi prima María, que tenía cabellos negros como si la noche empollara en su cabeza) le regaló una mariposa hecha con latón. La abuela apreció mucho el obsequio. Cuando tuvo la mariposa en su regazo le movió las alas con sus manos apergaminadas y rió, rió mucho, como si fuese una niña y luego se paró y tomó la mariposa en su mano derecha, la que elevó por los aires y corrió, corrió mucho, como si la mariposa fuese un papalote dispuesto al vuelo.
Eduardo (ah, el siempre travieso Eduardo, que no había tarde de Dios que no cayera y tuviésemos que llevarlo al Centro de Salud para que le costuraran la herida que se hacía porque siempre andaba trepándose a los árboles del sitio o al tejado de la casa. La mamá de Eduardo decía que él había sido un gato en alguna vida pasada y que ahora estaba disfrutando la cuarta o quinta vida) le regaló un tambor. Ah, nunca vimos más alegre a la abuela. A las cinco y media de la tarde, con una baqueta, tocaba el tambor y nosotros -sentados en la banqueta, al lado de la abuela- veíamos cómo los pájaros volaban por encima de la casa. El tío Eugenio (quien siempre fue muy jodón) se burlaba, decía que de por sí los pájaros a esa hora vuelan en bandada para elegir su árbol, pero nosotros, le hacíamos trompetilla al tío y Esperancita se paraba y le daba de patadas en su espinilla hasta que el tío, ya encabronado, se iba sin dejar de burlarse. Nosotros sabíamos que los pájaros, lejos de casa, oían el tam tam del tambor de la abuela y sabían que era hora de llegar a casa para dormir, casi casi como si la abuela fuera el padre Carlos a la hora que nosotros (niños estudiantes, casi pajaritos) escuchábamos el silbato y caminábamos del parque de San Sebastián al interior del colegio porque ya había terminado el recreo.
Yo no recuerdo bien qué le regalé a la abuela, pero sí recuerdo, en cambio, que cuando le di mi presente y ella lo vio, me abrazó como si yo fuera un colibrí que toquetea el aire con su movimiento infinito de puerta abatible. Me dijo que sólo yo podía haberle regalado eso, porque yo era especial. Y cuando vio que yo me ahogaba, ella me soltó y pidió a Sara, la sirvienta, que me trajese un pedazo de cazueleja y un vaso de agua de temperante. Yo me senté a su lado y sonreí. Me miraba las manos como si tuviese una estrella en mis palmas. La tarde era como un árbol de tenocté, olía a menta. Ahora que lo pienso, tal vez sólo le regalé una hoja de papel, tal vez escribí algo, no lo sé. Y digo que tal vez le regalé una sencilla hoja de papel, porque una tarde lluviosa, la vimos sacar un barquito debajo de entre su blusa y colocarlo en la corriente que corría al lado de la banqueta, la vimos hincarse (en medio de la lluvia) y colocar el barquito, con su mano derecha. Vimos cómo el barquito tatarateó en la corriente y se enfiló hacia la parte baja de la calle. A la abuela la vimos reír, reír, como si fuera una muchachita que recibiera un regalo.