sábado, 9 de mayo de 2015

REGRESO AL RATO



¿Qué sucede con los que no están en casa? ¿Qué pasa con quienes están lejos, muy lejos de casa? Pienso en esas palomas que extraviaron el vuelo de su cielo. En esos hombres que, como Nacho Loco, van de un pueblo a otro sin reconocer el aroma de su querencia.
Rodolfo tenía la costumbre de decir “Qué lejos están de casa” cuando veía en Comitán un auto con placas de Baja California Norte o de Chihuahua.
Pienso en los choferes de tráileres que viajan por las noches, llevando mercancía de Veracruz al Distrito Federal. ¡Están lejos de casa! Mientras ellos trabajan, sus hijos se reúnen en la mesa, cenan y terminan de hacer la tarea que deberán entregar al otro día en la escuela. Me pregunto: ¿qué sentido tiene una vida así? Aunque sea una ausencia temporal, de dos o tres días, quienes están lejos de casa no cumplen con su destino de vida.
A veces no solo es una ausencia física, a veces es una ausencia dentro de la presencia. El tío Eugenio, quien ya está a punto de cumplir los noventa, es como un bulto en casa. Una tarde comenzó a perder la memoria. Rosario bromeó: “Ay, a mi abuelito ya le dio el alemán”. Y el alemán, como un buldócer, avanzó tronchando todos los recuerdos hasta dejar su mente como un territorio desguarnecido. Ahora, los de casa lo ignoran. Sólo a la hora de las comidas es que riegan su planta. De ahí en fuera, el tío está “lejos de casa”. ¿En dónde anda? ¿Quién puede decirlo?
A veces, a las cuatro de la madrugada, a la hora que escribo, oigo el ruido de los camiones que frenan con motor al bajar por el bulevar. ¿Quién sabe desde dónde vienen? ¿Quién sabe hacia dónde van? La única certeza es que están lejos de casa. A las diez de la noche hicieron una pausa, se estacionaron en el terreno descampado junto al restaurante con amplios ventanales y luces de neón, que atiende las veinticuatro horas. Ese restaurante está abierto todo el tiempo, todos los días del año, porque sabe que debe atender a decenas de automovilistas, pasajeros y choferes que están lejos de casa.
A veces pienso en quienes están lejos de casa y algo como una niebla pasa por mi corazón. No sé. Pienso en que los traileros, por ejemplo, van pepenando globos llenos de Alzheimer en cada kilómetro recorrido. Van olvidando lo que dejaron. Así sucede con los marineros. Mi abuela Esperanza repetía lo que muchos dicen: “Los marineros tienen un amor en cada puerto”. Ahora entiendo por qué es así: los marineros olvidan lo que dejan en casa. Es tan larga la ausencia que, de pronto, se reconocen en otros espejos.
¿Qué sucede con los que no están en casa? Sí sabemos qué pasa con los que se quedan. Extrañan mucho las ausencias. Cuando alguien de casa muere todos los que quedan ven la silla donde acostumbraba sentarse el difunto y sienten un ahogo como si el humo de un fogón interrumpiera el simple acto de respirar. Duelen las ausencias, duelen como si fuesen hoyos negros chupando toda la luz al derredor.
A veces, cuando voy a casa de tío Eugenio, lo veo como si fuese un barco en altamar. Su mirada está perdida en busca de un horizonte al que ya nunca llegará. ¿Qué piensa? Un amigo médico quiso explicarme el otro día el proceso de degradación de esa enfermedad. Nada entendí. No quise entender. Sé que quienes tienen Alzheimer son como esas palomas que extraviaron su vuelo, esas palomas a las que (como cuenta del Paso, en su novela “Palinuro de México”) les extirparon el cerebro y siguen volando eternamente y mueren de agotamiento. Así veo al tío, es un pajarito que aletea y aletea quién sabe por qué cielos, quién sabe para qué.
Igual que el tío, algo similar, en menor cantidad, sucede en las mentes y corazones de quienes están lejos de casa.
Por eso, yo procuro no viajar, no ir al Oxxo a comprar un refresco, no salir a la esquina a botar la basura. Me gusta estar en mi casa. Me da tanto miedo extraviarme y terminar como Nacho Loco yendo de un pueblo a otro sin reconocer mi horizonte. Me da tanto miedo el olvido, el olvido de los objetos que en casa me dan identidad y me recuerdan que soy de ese espacio.