jueves, 12 de enero de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE BRINCA EL SEUDÓNIMO




Querida Mariana: A Pancho Pitirijas le encanta hacer comparaciones. La más reciente es: “Así como se dice que si no vas a La Villa y a Xochimilco no fuiste a la Ciudad de México, así se dice que si no comés pan compuesto y no tenés apodo ¡no sos de Comitán!”. La comparación es inexacta, pero el Pitirijas lo dice con gran emoción, como si hubiese inventado una frase al estilo Octavio Paz.
Todo mundo está de acuerdo con lo que Pancho dice, sobre todo en lo segundo. Comitán tiene una gran fama por ser un pueblo poneapodos. Ya en dos o tres ocasiones conté que Enoch Cancino Casahonda, poeta autor del conocidísimo Canto a Chiapas, dijo que en Chiapa de Corzo el apodo era ofensivo y en Comitán era ingenioso. Bueno, algunos piensan lo mismo que Enoch, pero otros dicen que en nuestro pueblo hay apodos que se pasan de ingeniosos y caen en lo ofensivo.
No sé si vos ya te diste cuenta de una característica del apodo comiteco: Tiene relación directa con los estratos sociales, mientras más encumbrando en la escala social el aludido menos tolera el apodo. No es una regla, pero pongo dos ejemplos que dan constancia de esta singularidad.
Se cuenta (Laco Zepeda lo contaba botándose de la risa) que a Comitán llegó un abogado que se encargaría de una oficina pública y conociendo la fama de los comitecos buscó al encargado de poner los apodos más certeros, se apersonó en su casa y le pidió que, por favor, dada la “relevancia de su cargo” no le fuera a poner apodo. El poneapodos le dijo: “Ah, llegaste tarde bolocoy”. ¡Ya le había trabado el apodo de Bolocoy! El abogado pensó que por la trascendencia del puesto burocrático no era conveniente que le trabaran un apodo. Los que ostentan una profesión creen que se denigra su actividad con la imposición de un apodo. ¿Qué puede pensar el otro cuando le recomiendan que vaya a ver al doctor cazueleja, al licenciado coymut, al contador enchilada, al ingeniero caite?
En cuanto a lo segundo te pongo un ejemplo de pueblo: En un programa de radio que conduzco me pidieron, los dos invitados, que no dijera su nombre de pila, porque “nadie los iba a conocer”, casi suplicaron que los mencionara por sus apodos. A mí no me gusta mencionar los apodos, pero en esa ocasión debí aceptar su petición, dije a la audiencia que estaban con nosotros ¡el ventarrón! y ¡el avión! Los dos sonrieron, sabían que la audiencia comiteca los identificaría de inmediato. Lo mismo me sucedió con un destacado bailarín comiteco: “No vos, no escribás mi nombre, poné Pistache, si no nadie me conocerá”. Va, pues. A petición del paciente: ¡no damos pastillas, recetamos inyección!
¿Cómo calificar este suceso? La única explicación que le encuentro es el estatus social. Los ricos creen pertenecer a una raza diferente y consideran una altísima falta de respeto que alguien se refiera a ellos a través del apodo; por el contrario, el pueblo que ejerce oficios más modestos no tiene ningún empacho en jugar con los motes, aceptarlos, prohijarlos y enaltecerlos, a tal grado que, en muchos de los casos, el apodo sustituye al nombre, como en el de los ejemplos que anoté arriba.
¿Te has dado cuenta que en los deportes más populares es donde brinca la mayor cantidad de apodos? En el fútbol soccer abundan (basta mencionar que uno de nuestros más famosos futbolistas mexicanos, calidad de exportación, se conoce más por su apodo que por su nombre. A mí me produce risa cuando escucho su apodo pronunciado por cronistas deportivos ingleses: “Chicharrito”). En la lucha libre y en el boxeo abundan los apodos: “¡Pelearán a diez rounds! En esta esquina: Rubén Olivares, “El Púas”… (Tenía, bueno, tiene, un cabello que parece alfombra de puerco espín).
Los sociólogos no concordarán con lo que digo, tampoco los exquisitos intelectuales que encuentran clasismo en una opinión similar, pero de algo estoy seguro: El apodo no nació en los interiores de los palacios; el apodo creció, como una mata fresca, en la villa, y es usado por los villanos (no en el sentido peyorativo, sino en el sentido original de habitante de una villa, de un pueblo).
En lo que sí estarán de acuerdo los sociólogos y los exquisitos intelectuales es en que el apodo es digno de un análisis más a profundidad. Nos ayudará a entender por qué somos como somos.
Posdata: Traicionaría el espíritu de esta carta si la suscribiera como Alejandro. La firmo como El Molcas, o con alguno de los mil doscientos treinta y dos apodos que me han puesto los alumnos y ex alumnos que han compartido aula conmigo.
Y vos, querida Mariana, ¿tenés apodo? ¿Lo heredaste de tu papá, de tu mamá? ¿Te molesta que te digan apodo? El Pancho Pitirijas se siente orgulloso de su apodo. A veces ya no recuerda cuál es su apellido.