miércoles, 11 de enero de 2017
LA CENA
Lupita se paró, molesta, hizo a un lado la silla y dijo: “Son unos estúpidos”. Lo dijo sin aspavientos, casi como si colocara un mazo de flores en el florero, pero molesta. Se dirigió a la puerta de salida. Romeo, desde su silla, gritó (él sí con aspavientos): “Estúpida tu madre” y se echó a reír. Juan sólo había levantado la vista a la hora que Lupita se paró, luego había continuado comiendo la torta con ambas manos, la salsa le escurría por la boca.
Ahora estoy seguro que era la primera vez que Lupita llegaba a nuestras cenas. Sí, nunca antes había llegado, por eso ella no sabía cómo eran los modos de la palomilla.
Por eso ahora sé que cuando Alfredo entró al comedor con la charola llena de tortas, Lupita abrió los ojos como si viera un elefante entrar a un oratorio. Alfredo era el sirviente de la casa de Romeo y aceptaba la broma sin reparos. Lo vestíamos con una minifalda. Juan y Ramiro eran quienes más lo molestaban, pero Alfredo no hacía caso. Era una broma juvenil. Siempre que entraba todos reíamos. Nunca nos cansábamos de festejar su vestuario de sirvienta de casa de millonarios. Alfredo servía la cena siempre con el uniforme que le poníamos: zapatos tenis, calcetas blancas, minifalda que casi llegaba al inicio de sus nalgas, camisa azul, corbata blanca y un moño rojo en la sien derecha. Como eran los años setenta, Alfredo usaba cabello largo. Esto le daba un aire de muchacha proveniente de alguna región tojolabal, porque el color de su piel era del mismo color de la tierra negra del Señor del Pozo. Todos nos pasmábamos de la risa cuando lo veíamos entrar al comedor con sus piernas todas peludas.
Sí, esa noche fue la primera vez que Lupita llegó. No sé quién la invitó. La única que no faltaba a nuestras cenas del viernes era Romina, que, en ese tiempo, era la novia de Romeo. Romina iba a todos lados con nosotros. Los demás del grupo no teníamos novia de planta, así que ella era la única mujer en la palomilla, entraba al billar, iba con nosotros a la cafetería, jugaba dominó y cuando teníamos partido en las canchas donde ahora está la ETI, ella se sentaba en el suelo y era la encargada de cuidar nuestras ropas.
A mí me sorprendió la primera vez que vi a Romeo orinar frente a Romina. Habíamos salido del Club de Leones, de alguna fiesta de quinceaños (porque ese año acudimos a muchas fiestas, ya que las compañeras de la escuela cumplían esa edad. Nosotros teníamos dieciséis, con excepción de Romeo que ya estaba a punto de cumplir los dieciocho). Digo que esa noche salimos del Club y en el poste donde estaba la lámpara, a la puerta de la cenaduría de Tío Jul, Romeo se paró, bajó el cierre de su pantalón, sacó su pene y orinó frente a nosotros. A mí me sorprendió porque llevaba abrazada a Romina con el brazo izquierdo. Todo el acto para orinar lo hizo con la mano derecha. Mientras orinó no dejó de abrazar a Romina. Mientras Romeo soltaba el chorro yo desvié mi mirada y vi a Romina. ¿Qué pensaba ella? ¿Cómo permitía que su novio la tratara así? ¿Cómo dejaba que sacara su miembro frente a ella? ¿Ya se había acostado con él? Digo que eran los años setenta y los modos eran otros. Las novias apenas dejaban que los novios las tomaran de la mano y, de vez en vez, y muy en lo oscurito se dejaban besar o que les tocaran los pechos. ¿Dejar que el novio bajara la mano y que les jugara la panocha? ¡Imposible! Bueno, eso era lo que yo creía, lo que yo pensaba. Seguro que Romina dejaba que Romeo la toqueteara por todas partes, seguro que ella también tocaba a Romeo por todas partes. Cuando Romeo terminó de orinar vio a Romina y le dijo: “Dale sus tres sacudiditas” y rio. Yo, que no había dejado de verla, miré que ella sonrió y luego me vio. Yo desvié la mirada, vi hacia el piso. Romeo se guardó el pene. Todo era como muy natural. Yo dejé de ver el piso y, casi colorado (qué bueno que era de noche) comprobé que Romina seguía viéndome.
Sí, había sido la primera vez que Lupita llegaba a la cena. Se había sentado a mi lado. A mitad de la cena se inclinó hacia mí y me preguntó dónde estaba el baño. Yo, apenas levantado el dedo índice, indiqué que estaba ahí, a la derecha (era un medio baño que estaba al lado de la sala). Lo vio y me dijo, en voz bajísima, que la acompañara. Pensé: Pero, ¿por qué, si está ahí nomás? Vi su carita como de cenzontle asustado. Supe que no se sentía cómoda, intuí que pensaba había sido un error haber aceptado la invitación. ¿Quién la había invitado? ¿Por qué no estaba a su lado? La acompañé al baño. Antes de entrar me dijo que me quedara ahí en la puerta, por favor, que viera que nadie entrara. ¿Quién iba a entrar? ¿Qué pensaba que éramos nosotros?
Cuando Alfredo entró con su minifalda todos reímos, menos Lupita. Juan, como siempre, le dio una palmada en las nalgas y todos reímos, bueno, menos ella. Romina estaba sentada al lado de Romeo, quien tomó la botella de coca cola y le dio un trago generoso. Al final se paró y, desde la cabecera de la mesa, se colocó las manos como bocina y eructó. Todos reímos. Vi a Lupita, la vi dejar sobre el plato la torta que apenas había mordido y se llevó la servilleta a los labios. Ya no volvió a probar la torta. Cuando Romeo, desde la cabecera, le preguntó si no le había gustado, ella dijo que estaba indispuesta. Sí, pensé, Lupita está indispuesta. Romeo se echó para atrás, rio, con una carcajada de guajolote y movió su cuerpo hacia la izquierda y se echó un pedo sonoro. Todos reímos. Fue cuando Lupita se paró, molesta, y dijo que éramos unos estúpidos y fue cuando Romeo dijo que la estúpida era su madre.
Yo esperé a que alguien de nosotros se parara para ir detrás de Lupita. ¿Quién la había invitado? Nadie se paró. Juan siguió comiendo. Romina dijo algo de que Lupita era una rara, presumida. Santiago se inclinó sobre la mesa y le aventó a Romeo unas servilletas, dijo: “Para que te limpies la trompa, estúpido” y todos reímos.
Yo me paré. Pensé que iría detrás de Lupita. Romeo hizo a un lado la silla, puso sus manos sobre la mesa y me preguntó: “¿Adónde vas?”. Al baño, dije. “¡Ah, bueno!”, dijo Romeo. Entré al baño. Nadie más había entrado después de Lupita. Ahí estaba su bolso, ahí estaba el aroma de su perfume, sutil, discreto. Tomé el bolso y lo guardé debajo de mi chamarra. Volví a la mesa.
Al otro día fui a casa de Lupita. Toqué. El perro ladró, se paró en la puerta y rascó. Oí la voz de Lupita: “Suki, tranquila”. Casi oí el instante en que se hincó y abrazó a su perrita french. Abrió. Hola, dijo. Pasá, insistió. Dije que no, así estaba bien. Le di su bolso. Gracias, dijo ella. Bueno, dije yo, nos vemos. No, esperá, dijo y, con la misma voz tranquila, pero molesta, dijo que yo debía cambiar de palomilla. Romeo, dijo, no tiene la culpa, él es un puerco. El culpable sos vos, ¿cómo permitís que él…, y la interrumpí: Bueno, dije, gracias, ya me voy. Sí, dijo ella. Yo caminé. No escuché que cerrara la puerta. Después de diez pasos volví la mirada. Ella seguía ahí, me veía. Tenía cargada a su perrita. Levanté la mano y ella sonrió. Sí, pensé, Romeo es un puerco. Di la vuelta en la esquina y miré a Juan que salía de su casa. Me vio. ¿Adónde vas?, preguntó. Dije que a la casa. Vonós al billar, dijo. No, le dije, me siento indispuesto. Él bromeó, me empujó, afectuosamente, dijo: “Ay, la señorita está indispuesta”. Reímos, pero él dio media vuelta con rumbo al billar. Todavía escuché que dijo: “Hey, pendejo, tu casa está para este lado”, pero yo seguí caminando de frente, de frente.