jueves, 19 de enero de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE ESTÁ MI FOTO DE CARITAS



Querida Mariana: Hubo un tiempo en que los papás llevaban a sus hijos bebés a los estudios fotográficos, los llevaban para que el fotógrafo profesional tomara una serie de fotografías que luego, como en un collage, daba como resultado una impresión de formato mediano que se colgaba en la pared principal de la sala de la casa.
Digo que hubo un tiempo, porque ahora los papás (con los celulares) toman mil fotos de sus hijos, sin necesidad de recurrir a los profesionales.
Aquellas fotografías eran llamadas Fotografías de caritas.
Muchas de esas fotografías aún pueden verse en las paredes de las salas. En dos o tres caritas, el bebé está sonriente, en otras aparece serio y, en una más, está llorando. Todas estas expresiones se lograban en una sesión. Colocaban al niño en un respaldo, el papá lo detenía y la mamá, detrás del fotógrafo, le hacía “caritas” para que él sonriera, para que él se pusiera serio; le daba una paleta para que estuviera feliz y, sin avisarle, se la quitaba para que el niño llorara. El fotógrafo le colocaba un par de lentes para que apareciera como intelectual o, tal vez, como una premonición de que más grande tendría presbicia. Jamás entenderé por qué los papás permitían que sus hijos fueran obligados a llorar frente a la cámara para luego colgar el retrato como prueba de esa torpeza o tortura. Siempre me provoca un sentimiento agrio pensar en la paridad de términos: cámara fotográfica y cámara de gases, como sinónimos de tortura.
Yo, igual que miles de niños, también tuve mi fotografía de caritas. Es una fotografía que está arrumbada, porque en mi casa no hubo la costumbre de colgar las fotografías familiares en las paredes de la sala. Tal vez porque la familia era escasa, fue como en la Sagrada Familia: Padre, madre e hijo. Tal vez en casa creímos que bastaba una foto familiar colgada en el oratorio, porque la imagen que presidía el recinto era precisamente la de María, José y Jesús.
Ahora, sólo para vos, te mando copia de un collage que hice con fotografías que me fueron requeridas para documentos oficiales. Este ejercicio me permitió observar dos cosas a simple vista: una, que perdí mi sonrisa precisamente por obligaciones burocráticas; y dos, que la vida es un paseo donde hay sol y lluvia, luz y oscuridad, terrenos tersos y caminos empedrados.
Aunque no lo creás, la primera fotografía corresponde a mi certificado de primaria. Ahí sonrío (tal vez porque creí que ya regresaría a casa, no sabía que días después entraría a otra escuela y que los molestosos, como alergia, me seguirían). Parece que las normas de las fotografías para documentos oficiales no eran tan estrictas, porque ahora las fotos deben ser con la vista de frente y con la frente descubierta. No lo expresa, pero tal postura militar, obliga a no sonreír, a permanecer ante la cámara como si uno estuviera en un presidio. Estar ante un fotógrafo profesional es estar ante un pelotón de fusilamiento.
Hay instantes en que no me reconozco. En todas las fotos ¡soy yo! Soy lo que fui. Este ejercicio de foto de caritas me pone ante la realidad del tiempo. Puedo recordar, con alegría, con temor, con desidia, con pánico, la altura que había alcanzado en cada momento. Digo altura porque la vida es un constante subir hacia algo que pensamos que es la cima de una montaña. La subida no es sencilla, en el trayecto, los seres humanos nos topamos con elementos naturales que parecieran puestos a propósito para evitarnos la subida. Hay gente amable que nos ofrece un vaso de agua porque mira que vamos escalando como si fuésemos cuches tratando de subir por un tobogán; pero, también, hay cabrones que nos toman de la mano y nos llevan a los abismos y nos avientan. Por fortuna, la naturaleza es sabia y provee ramas donde podemos detener la caída o, si caemos, hace camas de juncia para que el golpe no sea tan duro.
Ahora, cuando alguien, de manera afectuosa, toma su cámara y me dice que yo sonría ¡no lo hago! No lo hago porque imagino que él es un fotógrafo profesional que espera el momento en que yo comience a llorar y ahora, no puedo evitar pensarlo, sentirlo, no está mi papá para que me detenga por detrás.

Posdata: Sólo es una foto, me dice el fotógrafo, e insiste en que yo me relaje, porque se nota que estoy tenso y pongo una cara de piedra ante la cámara, pero yo sé que ahí está concentrada la vida y quisiera que ese instante revelara un soplo armonioso, que fijara el momento en que han aparecido manos sencillas para ofrecerme un vaso de agua limpia, pero no puedo hacerlo porque, insisto, veo al fotógrafo como un cruel ejecutor.