lunes, 2 de enero de 2017

AL VIENTO




A mí no me engañan. Las mujeres que abren sus brazos no buscan abrazar al otro. ¡No! A mí no me esconden la semilla. Cuando abren los brazos lo que hacen es abrir sus velas de barcas insobornables, de gorriones dispuestos al vuelo.
La mujeres, por lo regular, se abrazan a sí mismas, como si recordaran sus años escolares cuando llevaban una libreta o protegían sus pechos de las miradas hambrientas de los otros. A mí no me engañan. Cuando dejan de abrazarse y extienden sus brazos, como si abarcaran el mundo, no buscan abrazar al otro.
El movimiento que hacen es de fuelle de bandoneón. Los huesos que unen el torso con los brazos se abren como si fueran plazas y dejan expuestas las ventanas de sus axilas.
Los expertos saben que las mujeres abren los brazos para dejar que sus aromas inunden al otro. Cuando las mujeres abren sus brazos es como si abrieran un frasco con las más sublimes esencias, porque ningún olor puede compararse al de las axilas de las mujeres.
El cuerpo de la mujer huele a campo de trigo o a piedra desplegada en el mar del rocío. Pero hay partes que son como las esclusas del cielo. Hay tres partes que son esenciales: la playa del ano, la flor de la vulva y la planicie de la axila. En estos tres territorios están sembrados los aromas más tenues, los más intensos.
Como ninguna mujer puede abrirse de piernas a la menor insinuación ¡abre sus brazos! Para que la cinta del aroma alcance la nariz, el deseo del otro (o de la otra). Más mujeres se han enamorado de mujeres a la hora que abren sus brazos que a la hora que cruzan las piernas. El cruce de piernas es como una cortina que impide el fluir sencillo del aroma de la vulva.
A mí no me engañan. Las mujeres abren los brazos, no para abrazar, sino para rociar con su aroma el cuerpo del otro. Hay mujeres (ingratas) que camuflan su olor con aromas falsos y rocían sus axilas con desodorante. No saben (pobres) que el encanto de la naturaleza está en la hoja auténtica que cuelga del árbol. Es tan bello el aroma que proviene de una mujer, huele a tierra mojada, a trigo macerado, a paño sucio, a almohada húmeda. ¿Es asqueroso el aroma de algunas axilas femeninas? ¿Es insoportable el sudor de la mujer que, en medio de un día caluroso, abre las ventanas de sus brazos como si abriera el fogón de una alcantarilla? No sé a los otros, pero a mí me enfada más un perfume común y uniforme. Me enerva que una mujer única se iguale a las demás. Por el contrario, me provoca una mujer que, sin remiendos, entrega su túnica inmaculada a los sentidos del otro. ¿Huele al agua empañada de floreros sin cambio? ¿Huele a cuarto húmedo? ¡Huele! Lo importante es que esboza un aroma insólito, como si llovieran sueños tibios en medio de una pesadilla. A veces hay un olor que se convierte en hedor, como si uno caminara en el pasillo de las carnes en el mercado, ahí donde ponen a cocer las vísceras del cerdo, donde hay perros muertos en basureros. Pero, nadie puede negarlo, ahí está la vida. Y vida es lo que está oculto en el aroma de la axila de una mujer, vida es lo que nace cuando ella abre los brazos.
Las mujeres que abren los brazos, también abren las manos. Ninguna de ellas abre los brazos con las manos empuñadas. ¡No! Ellas abren sus brazos y abren sus manos. En este sencillo movimiento radica la grandeza de sus sueños. El mensaje es simple: ¡Nada tengo para dar, más que este aroma que ahora te entrego!
A mí me gustan las mujeres que me ven y abren los brazos, pero que no me abrazan. Las que se quedan así, con los brazos abiertos, como si estuvieran crucificadas en la cruz del viento. Las que, al abrir los brazos, reciben el abrazo del universo; las que son como puertas de una casa sencilla.
A mí no me gusta sentirme engañado. Por eso, evito que me abracen. Me gusta la imagen donde ellas se abren al aire y permiten ser tocadas en cada nube de su cuerpo. Es fascinante verlas abriendo sus brazos, dejando que sus pezones se abran al beso de la tarde y de la brisa.
A mí no me engañan. Me gustan las mujeres que abren sus brazos, pero no abrazan. Me gustan las mujeres que son como aves, que revolotean sin cansancio por el soplo inadvertido del asombro.