lunes, 23 de enero de 2017

ELECCIÓN DE VIDA




Imaginemos que alguien me da a elegir un lugar para sentirme bien. ¡Hay tantos, pero tan pocos! Conforme he avanzado en edad mis preferencias han cambiado, pero hay lugares que han permanecido inalterados y otros que ahora desprecio. Por ejemplo, sólo como ejemplo, diré que hubo un tiempo en que me sentí bien en las cantinas, al lado de mis amigos. Claro, esto era a la hora de sentarme y pedir la primera cerveza y recibir el caldo caliente de mollejas y el chile al pastor y las tostadas de manteca. A la hora en que la plática sabrosa era como el vuelo de un colibrí. Después de cuatro cervezas y seis cubas, preparadas con brandi y refresco de cola, el espacio se me movía, en forma literal y en forma metafórica. El espacio que había sido luminoso se convertía en un espacio casi asqueroso, resbaladizo, donde el vómito y la miseria aparecían como hongos en medio de la lluvia.
Digo esto, porque Samy, me pidió, al igual que lo hizo con Verónica y con Ornán, compartir con ustedes un texto que hablara de mi relación con las librerías. Ahora digo, pues, que las librerías son espacios que han permanecido inalterados en mi vocación de vida. Con esto afirmo que ahora ya no soporto las cantinas. Llaman mi atención como un mero fenómeno sociológico, pero no acudo más a ellas.
¿Qué espacios siguen estando en mi relación de lugares donde la armonía es como un té de limón? Mi casa, lugar donde mi mamá sigue siendo como la gallina que cuida a sus pollitos; los templos católicos, son espacios también deseados, claro, a una hora en que no hay misa, a una hora en que está casi vacío y la luz de las veladoras imprime un tono de ámbar al ambiente y el silencio que ronda es como si Dios caminara en puntillas.
¿Algún otro espacio? Bueno, a veces los bosques cercanos a Comitán. Mas debo confesar que ya no encuentro el sosiego de otros tiempos, de los tiempos en que caminaba por caminos circundados por pinos de la mano de mi papá. Sé que la mano de él era el hilo que me sostenía como si yo fuese un papalote volando sin temor a caer. Ahora, los bosques, antaño llenos de armonía, se convirtieron en aquellos bosques tenebrosos de los cuentos de infancia. Cuando camino por un sendero lo hago con temor. Me provoca miedo pensar que algún malhechor pueda cortar de tajo la armonía que pareciera bordar el sol de mediodía. ¿Les digo algo? Ahora veo a los bosques como si siempre estuvieran llenos de sombras y de niebla.
¿Qué más? ¿Mi ciudad? Igual que me pasa con los bosques, ya no la disfruto como antes. No diré lo obvio: la ciudad ha cambiado, y ahora los cláxones, las sirenas de las ambulancias, el exceso de autos arrojando humo y las bocinas con música de reggaetón, me causan desasosiego. Durante muchos años, el día uno de enero salía de mi casa a las seis de la mañana para caminar las calles de Comitán. Lo hacía como un disfrute y como un ritual de buen augurio. El primer día del año debía iniciarlo bebiéndome el cielo de mi pueblo. Los dos o tres años recientes he caminado, como león enjaulado, en el patio breve de mi casa. ¿Por qué ya no salí a caminar? Porque imagino (debe ser la edad que me está empujando a la mesura y a la paranoia) que algún trasnochado me echará a perder mi caminata, así como algunos borrachos me echan a perder mi tarde cuando estoy en el parque de San Sebastián y llegan a importunar mi sosiego.
¡Hay tantos lugares para sentirse bien, pero son tan pocos! No me gustan los templos llenos de gente con complejo de culpa; no me gustan los estadios donde las multitudes beben cerveza y avientan los vasos llenos de orines; no disfruto las salas de cine donde los espectadores mueven, con sus pies, la butaca delantera, que es la butaca donde estoy sentado. Ya no disfruto las caminatas en senderos luminosos donde, a la vuelta de cualquier árbol, está oculto un malandrín.
¿Qué lugares son mis favoritos? Mi casa y los que son como mi casa, y estos últimos son los libros y los lugares donde éstos se amontonan como si fueran tsizimes antes de la lluvia. Me gustan las bibliotecas y las librerías. Más éstas, porque, cuando menos en este país, son menos visitadas. Lo sé, esto no es bueno para la patria, pero es bueno para mi ánimo individualista y mi propensión a no tender esos puentes llamados relaciones sociales.
Sí, me gustan las librerías. Siempre me han gustado. Desde los lejanos años sesenta en que acudía a la Proveedora Cultural a comprar, cada semana, un ejemplar de la Colección Básica Salvat; hasta ahora en que acudo, con renovado gusto, a la Librería Lalilu, en Comitán.
¿Por qué me gustan las librerías? Porque, ya lo dije, no son estadios donde los de la Perra Brava se quitan las camisas y muestran sus torsos grasientos y sudorosos; porque no son templos donde los feligreses aparentan ser buenos y se dan los clásicos golpes de pecho; porque no son parques donde cualquier ignorante se acerca a dar testimonios de miseria para apelar a la compasión. Me gustan las librerías porque no son como los prostíbulos donde una muchacha ofrece su cuerpo por mil pesos, siempre y cuando no haya un beso en la boca de por medio. Me gustan las librerías porque son la casa de los libros y los libros son como mi casa, como lo más amado, como lo más tierno, como la reja donde está atrapado el sol hasta en tanto los lectores no abran la jaula para que se libere e ilumine la oscuridad.
Me gustan las librerías porque hay miles y miles de voces que no lastiman al oído. Cuando camino entre pasillos, entre estantes llenos de libros, siento que cada uno de éstos me llama, pero en silencio, con comedimiento.
En las librerías no hay aspavientos, no hay cuetes, no hay balazos. Cuando entro a una librería encuentro la vida decantada; ahí está acunada de una manera tierna, irreverente, sorda, desnuda e inmunda. Está colocada de tal manera que la vida no tiene nada que ver con ese mercado infecto que vemos todos los días afuera.
Gracias a las librerías la vida está acomodada de otra manera, en otras secciones. La vida puede ser una secuencia de países: India, Francia, México… y México puede ser una secuencia de nombres luminosos que suenan como una trompeta Fabio Morábito; y Alemania puede ser un tambor Günter Grass. La vida puede ser poesía, cuento, novela y ésta puede ser negra o histórica, pero la historia jamás alcanza los tonos de negro que sí alcanza afuera.
Las librerías pues, son esos espacios donde, como si fuesen señalamientos Julio Cortázar, la vida está dividida en el lado de acá y el lado de allá. En el lado de allá viven los demás, y en el lado de acá vivimos nosotros y nosotros somos los que volamos sin volar y soñamos sin soñar.