martes, 24 de enero de 2017

ROSELIA





Se murió Roselia, la campanera. El pueblo lamentó su ausencia. Roselia era una de las pocas campaneras en el país. Cuando menos en el pueblo, antes de ella, los repicadores habían sido hombres.
“¿Y ahora qué vamos a hacer?”, le preguntaron al párroco las integrantes de la congregación Hijas de María. Él, con las manos en la frente, sólo movió la cabeza en sentido negativo. Estaba devastado ante la noticia de que Roselia había resbalado del escalón más alto de la escalera de piedra del campanario. Como si fuera un coco, su cabeza se abrió en dos. Por ahí se le escapó el alma.
Rosendo, quien siempre ha sido un cabrón, comentó con los amigos, a la hora de la cerveza: “Dicen que las beatas le preguntaron al padre: ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué van a hacer ellas? ¡Nada! La pregunta es: ¿Qué va a hacer él? Se quedó sin su novia”. Todos hicieron silencio. Roberto pidió otra ronda y, dos minutos después, todo mundo había olvidado el comentario de Rosendo.
Pero el pueblo sabía que Roselia se había convertido en campanera porque profesaba una admiración exagerada al padre Eugenio y éste había cedido a la petición insólita. El padre Eugenio llegó al pueblo cuando murió el padre Juan, que había sido el párroco por más de treinta años. El padre Juan había envejecido a la par que el pueblo se modernizaba. Por esto, cuando el padre Eugenio llegó con sus veintitantos años de edad, causó conmoción entre las beatas jóvenes y maduronas y la fila para confesarse se hizo más grande que nunca. Todas le llevaban algún detalle, como pasteles, galletas, mole o tostadas, pero él no aceptó ninguno. En la misa del primer domingo que ofició, dijo, a la hora del sermón, que tenía una dieta muy estricta y que, además, su misión era dar, no recibir, pero, el muy cabrón (comentó Rosendo) dijo que si los feligreses querían mostrarle su afecto bien podían dar su generoso donativo en efectivo que él se encargaría de repartir entre los pobres más pobres de la iglesia. Así, a partir de ese día, las mujeres compitieron por ver quién era la más dadivosa. Casi tenían la seguridad de que el padre sería complaciente con la mujer que ofreciera más dinero. Rosendo decía que el curita (así lo trataba) antes de decir Ave María Purísima extendía la mano para recibir los billetes, como si fuera cajero de un banco.
Cuando murió don Elpidio, el viejo que había sido el campanero de la iglesia los mismos años que el padre Juan había sido el párroco, el padre Eugenio, en misa de siete de la mañana, preguntó si alguien sabía quién podía sustituir al campanero. Desde la última fila, Roselia se puso de pie, levantó la mano y dijo, con su voz de muchacha de dieciocho años: “Yo, padre, yo seré la campanera”. A todo mundo sorprendió la osadía de Roselia, pero al padre Eugenio más, por la contundencia de la oración: Yo seré. Rosendo dice que el curita se atolondró y tuvo necesidad de colocar ambas manos sobre el barandal del púlpito.
Roselia era la muchacha más perseguida del pueblo, tenía ojos como de lago y sus muslos y trasero parecían los de una potranca de pura sangre. Los muchachos esperaban en la rotonda que rodeaba a la ceiba y cuando entraba al templo se sentaban detrás de ella para verla en plenitud. A la hora que los fieles se paraban y rezaban el padre nuestro, con las manos abiertas como flor y con los ojos cerrados, los muchachos quedaban sentados y no despegaban sus miradas de las nalgas de Roselia. Por eso, todos se decepcionaron cuando, al día siguiente de la petición, vieron que Roselia daba los toques para la misa de siete. Supieron que habían perdido. Rosendo dijo que el curita les llevaba ventaja porque, sin duda, su cuerpo lo bañaba con agua bendita, y cuando lo dijo se pasó la mano por la entrepierna.
¿Cómo el padre aceptó la propuesta de Roselia? Él sabía lo que iba a provocar, porque conocía el dicho de pueblo chico ¡infierno grande! ¿Qué iba a decir la gente? Lo que Rosendo, como si fuese maíz para palomas, regó por todas las calles; lo que medio pueblo, en voz baja, criticó: “¿Cómo era posible que una mujer diera los toques para llamar a misa?”. Tal vez esto último fue lo que motivó a aceptar la propuesta de la muchacha. Lo que Rosendo pregonaba no tenía mayor peso específico. El padre sabía que el viento siempre levanta hojas secas. Así que cuando llevó a Roselia a la sacristía y, sentados ambos frente a frente, le preguntó por qué quería ser quien tocara las campanas y ella, con una sonrisa de chupamirto, le dijo que soñaba con hacerlo, porque quería estar más cerca de Dios, él aceptó. Roselia se hincó ante él, le besó las manos y agradeció. Le pidió, por favor, que grabara los toques que al día siguiente iba a hacer, para que constatara que el sonido sería igual que el que el difunto don Elpidio lanzaba a los cuatro vientos. Así que la mañana siguiente, subieron juntos y el padre grabó, con su celular, el primer toque de las cinco y media. Después que Roselia dejó la cuerda y se sentó al lado de él, le pidió oír sus toques. Él eprodujo la grabación y ambos sonrieron. El padre bajó los escalones de dos en dos porque debía vestirse para la misa. Desde la sacristía oyó el segundo repique y el tercero. Roselia, pensó, cumplirá su sueño y cada vez estará más cerca de Dios. Pero cuando recibió la noticia de lo que a la muchacha le había ocurrido (un año y tres meses después de haber iniciado su labor) se persignó y quiso borrar ese pensamiento que resultó funesto vaticinio.
“Y ahora, ¿qué vamos a hacer?”, repitieron la pregunta las mujeres. Entonces, el padre, ya más sereno, dijo que no se preocuparan en buscar sustituto o sustituta. Roselia seguiría siendo la campanera por el tiempo que él siguiera atendiendo la parroquia.
Al día siguiente, a las cinco y media de la mañana, se oyó el primer repique. Sonó con la misma intensidad que lo hacía el viejo Elpidio, con la misma alegría con que lo hacía Roselia.
Desde entonces, cuando hay que convocar a la comunidad, el padre conecta el celular a las bocinas y reproduce la grabación realizada la mañana siguiente en que Roselia levantó la mano y dijo, con su voz de muchacha dulce: “Yo, padre, yo seré la campanera”.