viernes, 21 de octubre de 2011

CAMBIO DE AIRE




Anuncio en casa: “Voy a viajar el fin de semana”. Todo mundo se moviliza. Mi mamá plancha cuatro camisas, Paty coloca pan integral y miel en un contenedor de plástico y yo pongo el libro de Cortázar sobre la mesa. “¿Adónde vas?”, preguntan ellas. A Tuxtla, digo yo. Raymundo me invitó a su casa, a pintar un pedazo de pared. “¡Ah!”, dicen ellas, siguen preparando mi viaje como si yo hubiese anunciado: ¡voy a París! Salgo tan poco que cada aviso de viaje altera la rutina.
Voy a Tuxtla. Subo al camión. Me toca el asiento número cuatro. Desde ahí veo al chofer y la neblina. El chofer, antes de salir, se recuesta sobre el volante, como si una gran carga lo atormentara. ¡Dios mío!, pienso, ¿y si terminó anoche su relación con la novia? No está en condiciones de manejar. Lleva cuarenta personas bajo su responsabilidad. El chofer pareciera escuchar mis cavilaciones, voltea a verme (así, recostado sobre el volante) y sonríe. Se acomoda y prende el motor.
Llego a Tuxtla. Dios es generoso conmigo. El clima es tolerante, unas nubes cubren el sol pero no presagian lluvia. Hago dos “mandados”, rápido, y luego subo a un taxi: a Terán, le digo al chofer. En el trayecto, el taxista me dice: “O fue choque o un atropellado”. Dejo la lectura y miro por la ventanilla. Sobre el camellón está un cuerpo, en la avenida los automovilistas se detienen, miran y siguen su marcha. Dos paramédicos abren la puerta trasera de la ambulancia. Llegamos. “¿Está seguro que es número diez?”, pregunta el taxista. Saco el papel y corroboro la dirección. Sí, seguro. En la banqueta de enfrente hay una casa con el número 265 y en ésta el número 326. Llamo a Raymundo y me dice que sí, que es número 10, que las demás casas son las que están mal, la suya tiene el número correcto. “¡Sí, acá está!”, dice el chofer. Entre el número 472 y el 128 está el 10 de Raymundo. Toco. No abren. “Capaz que no hay nadie”, dice el chofer. Raymundo asoma a mitad de la calle. “Te fui a buscar a la esquina”, dice. Abre los brazos como si partiera en dos el mar del aire y nos abrazamos. El taxista se va.
“Agarrá el pedazo que querás”, dice. Una muchacha bonita, ilustradora de libros infantiles, pinta sobre un pilar. Elijo un pedazo de pared, lo palpo. Estamos sobre el piso de una terraza. Desde ahí se ve el patio central de la casa. Raymundo me cuenta cómo el árbol más viejo cuida del árbol más joven. La casa la compraron para sus papás que viven en Berriozábal, pero, al final, ellos ya no vinieron a Tuxtla y él se quedó con este pedazo de aire que tenía como chipote un pedazo de tierra. Hay hombres que compran terrenos y hombres que compran burbujas de aire. El aire, acá, corre fresco. Ni parece que estuviera en Tuxtla, pienso, pero luego rectifico: ¡No estás en Tuxtla, estás en Terán!
Raymundo me ofrece óleos o acrílicos. Elijo acrílicos. Humedezco la pared, humedezco mi espíritu. Tomo un color sombra y comienzo a dibujar sobre la pared. Luego es un color amarillo ocre, un verde, un azul, una sombra, agua, trapo y aire, mucho aire. La muchacha bonita me cuenta que llega los viernes a pintar (llegan más, muchos más). Raymundo, en otra pared, pinta una silla (él eligió óleos). Apenas permanezco dos horas, dos horas que, como Raymundo Zopilote, se van volando. Debo ir al auditorio de la Rectoría de la UNICACH, donde el Rector presentará el programa del Primer Encuentro Mundial por la Educación Superior del Siglo XXI.
Tal vez la educación en este país mejoraría si los maestros ofrecieran más “aire” a sus alumnos. Me despido. En la noche llego a casa. Me siento en la sala, abro el libro de Cortázar. Paty, desde la cocina, grita: “No comiste ni el pan ni la manzana. Para la otra no te pongo nada”. No fui a París, pero estuve muy cerca del mismo aire que envuelve al Sena y a la Eiffel. Estuve en una torre desde donde vi un río de aire y junto a Raymundo y la muchacha bonita hicimos un puente de aire y de luz. . Alguna de estas mañanas volveré a ese atelier. Gracias, Raymundo, por la complicidad.