lunes, 10 de octubre de 2011

UN CORTO




Leemos juntos. Estamos en su departamento. Ella está arrellanada en el sillón del rincón y yo en el que está en el paso de la puerta de entrada a la cocina. La televisión está prendida en el canal donde exhiben cine mexicano. Ella dice que no soporta el silencio, así que siempre prende la televisión o la radio o el aparato que “lee” los compactos. Esta tarde ha elegido la televisión y ha elegido cine mexicano. A mí, al principio, me distrae, pero luego de dos minutos logro concentrarme en la lectura. Leemos “Seda”, de Alessandro Baricco. Ella me lo sugirió ayer. El Doctor Sarelly había deslizado la idea en un texto que escribió. Leemos juntos. “De la uno a la dos, dos y tres”, que en su idioma significa que leemos las páginas uno y dos y luego, como si fuese carrera de algo, da el conteo: ¡una, dos y tres, arrancan!
A la hora que prendió el aparato ya estaba cercano el fin de la cinta “Sofía”, un filme de Alan Coton. Una actriz recita algunos versos de Sor Juana. La escena se desarrolla en Nepantla, lugar de nacimiento de la décima musa. Leemos, pero ambos escuchamos, es como si tuviésemos un pie en el andén y otro en el ferrocarril. Vemos lo mismo, leemos lo mismo, escuchamos lo mismo, pero formulamos dos lecturas diferentes. En cuanto lleguemos al final de la página dos, lo sabemos, cerraremos los legajos y nos pondremos a intercambiar imágenes suscitadas y lograremos nuevas asociaciones. Así es el proceso que se da cuando dos seres leen y comparten lo mismo; así es cuando dos seres comparten la vida, el instante maravilloso de la vida. Afuera llueve. Adentro, en la sala, el sonido del reloj de pared apenas es un murmullo. Ella sube el volumen a la televisión. Pienso que tendré que subir el “volumen” de mi lectura. Estoy a punto de sugerirle que apaguemos la televisión, la luz y el libro y nos dediquemos a escuchar cómo el agua resbala inclemente sobre todas las plantas del jardín, sobre todas las baldosas, sobre todos los tejados del pueblo. Llueve como si fuese necesaria la lluvia para crecer los deseos.
Ella tiene su pierna izquierda sobre el sillón, doblada, sostiene su pierna derecha cuyo pie está en el piso; la pierna está un tanto extendida. Dicha extensión le permite mover el pie rítmicamente como si escuchara una canción del siglo XIX o moviera una silla mecedora.
Ella y yo jamás habíamos leído algo de Baricco, pero ante la mención del Doctor Sarelly, ella brincó como si fuese una niña en el parque y dijo: “¡debemos leerlo!”. Lo demás es historia. Una mañana llegó y dijo: “acá está una de tu tocayo, lo bajé del Internet” y yo sonreí, extendí el brazo y acepté el engargolado. Mientras lo hojeaba dije: “esto del Internet ¡es una maravilla!”. “Sí -dijo ella- la vida es la maravilla”. Sí, dije, y recité unos versos de Serrat: “Qué maravilla de maravilla la maravilla”.
Leemos. Pero vemos la televisión. El filme termina. Anuncian un cortometraje, con la actuación de Daniel Giménez Cacho. “Es buen actor”, dice ella. “Sí”, digo yo. Sin ponernos de acuerdo, al unísono colocamos los legajos sobre nuestro regazo y nos disponemos a ver el corto. Se titula: “Adiós mamá”. Él está en un supermercado, hace compras, elige un vino, toma una revista, se forma en la fila para pagar, la señora que está delante de él se vuelve y lo ve fijamente, le dice que se parece mucho a su hijo, a su hijo muerto, el que murió en un accidente, el que nunca se despidió de ella. Él está sorprendido, no deja que la mujer lo toque, lo acaricie, pero cede a la petición de la mujer de despedirla con un ¡adiós mamá!, entonces, ella, no la actriz que interpreta al personaje en el corto, sino ella, la que lee en el sillón del rincón, dice: “Ah, qué bobera, le ensartará la cuenta del súper”. Sí, digo yo, qué bobera. Seguimos viendo el corto sabiendo lo que sucederá.
¡Qué bobera!, pensamos antes. Qué bobera mirar una historia que no te sorprenderá, que no te iluminará. Sin ponernos de acuerdo, tomamos los legajos y seguimos leyendo, mientras, en la pantalla el actor se sorprende (¡qué pendejo el Daniel, qué pendejo el director del corto, qué pendejo el guionista!) ante el cobro desmesurado de la dependiente y pone su cara de tonto cuando la muchacha le explica que él compró sólo el pan, el vino y la revista, pero “su mamá” compró muchas cosas.
Sigue lloviendo. En la sala hay una suavidad como de tela de seda que flota. Ella dice que está a punto de sugerir que apaguemos la tele, la luz y el libro y escuchemos el sonido del agua. Sube ambas piernas al sillón y se recuesta. El corazón del reloj de pared late pausado.