viernes, 7 de octubre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO VEINTE AÑOS SÍ ES LO MISMO QUE LOS TRES MOSQUETEROS




Querida Mariana: la escritora Mónica Lavín tiene la costumbre de colocar una fotografía en su escritorio cuando escribe una novela. Eso le ayuda a generar imágenes. Hoy, querida mía, imito el método de Mónica y te comparto una fotografía de Javier que tengo sobre mi escritorio. Él, orgulloso, me la envió por el Internet. He pasado largo tiempo viéndola, no tanto por las muchachas bonitas que lo acompañan, sino porque en esta foto, como en los millones de fotos que ahora los amigos están enviando a sus amigos en todo el mundo, están imbricados tres elementos: la amistad, el tiempo y la incógnita. La amistad es una incógnita que alienta el tiempo: el tiempo es lineal y fluye sobre una superficie plana o sobre una pendiente.
A pesar de que el tiempo es inmutable, a cada rato escucho decir que a los viejos el tiempo se les hace más corto (¡el tiempo!, dije que el tiempo se les hace más corto). Por el contrario, en la infancia el tiempo se hace muy largo.
¿Recordás cómo tardaba en llegar la temporada de navidad o el día del cumpleaños? ¿Recordás cómo se hacía eterna la noche del veinticuatro de diciembre? Estábamos vuelta y vuelta sobre la cama en espera de que amaneciera para ir a la sala y destapar los regalos que nos había dejado El Viejito de la Noche Buena (Santa Clós para vos).
Cuando el tiempo fluye en una pendiente, nos parece eterno si vamos de subida y se hace agua entre los dedos cuando vamos de bajada. Esta imagen a los comitecos nos resulta muy cercana pues nuestras calles tienen una vocación indeclinable de resbaladilla. El mito cuenta que Mariano N. Ruiz se carteaba con el famoso Albert Einstein (no existe documento que avale tal versión). Es una pena que no haya sido así, porque en cualquiera de esas, don Mariano hubiese invitado a Einstein a visitar este pueblo y, ¡segurísimo!, el físico habría encontrado, caminando por estas calles, nuevas relaciones del tiempo con el universo. ¿Por qué digo esto? No sé si has percibido que en este pueblo bendito por Dios el tiempo no es el mismo en todos lados. Al común denominador de los mortales nos parecen intrascendentes esas leves diferencias, pero una mente brillante, como la de don Albert, podría descubrir hallazgos acerca de la mutabilidad del tiempo inmutable.
En el Centro de la ciudad, el tiempo avanza al ritmo de una gran ciudad; los automovilistas se enervan y, a pesar de que en Comitán el “peatón es primero”, los autos, como leones en estepa, corren tras una presa imaginaria. El caos de los autos se complementa con el ruido de aparatos de sonido que salen de los negocios. Este caos hace que el tiempo fluya con más velocidad. Hombres y mujeres caminan con paso apresurado. Pero, basta “bajar” a Yalchivol, por ejemplo, para encontrar otro ritmo, un ritmo más pausado. En las ladrilleras el tiempo se cuece lento.
En la ciudad de México el tiempo no alcanza; en Comitán aún tenemos tiempo de sobra. Y si vamos a La Trinitaria, por ejemplo, hallamos un ritmo de tortuga sabia. Einstein haría algún entrecruzamiento al respecto. Desde hace muchos años los científicos descubrieron que nuestro universo está en expansión, dicen que el efecto del Big Bang sigue creciendo. Pero ahora, recientemente, los científicos descubrieron que dicha expansión se está acelerando (a los descubridores de este arguende les acaban de otorgar el Premio Nobel de Física). Mientras la expansión se aleja más de un hipotético centro ¡crece más rápido! No es una bobera, entonces, decir que el centro del universo tiene un tiempo diferente al que se reproduce en los “bordes” actuales, un poco como si el centro fuese Yalchivol y la periferia tuviese un ritmo, no sólo de nuestro Centro Histórico, sino de avenidas de Tokio, a la hora de salida del trabajo.
Y esto lo sabemos los hombres, sin saberlo bien a bien. Sabemos que el universo será infinito hasta que la expansión comience a contraerse. Los hombres y mujeres somos frágiles y finitos, apenas una brizna de polvo en el Cosmos. Por esto, los hombres tenemos la costumbre de fotografiar instantes para “eternizarlos”. El Javier, que en esta foto se mira muy chento, eternizó ese instante. Es una fotografía de apenas hace diez o quince días y, ¡Dios mío!, ya todo ha cambiado. Quienes están ahí ya no son los mismos. ¿En dónde están las muchachas bonitas que lo acompañan? ¿El Javier les preguntó su nombre? ¿Fue una simple coincidencia que no volverá a repetirse jamás? Cuando Enrique vio la foto me comentó: “¡Hasta parece feliz!”.
Y digo que toda fotografía es una incógnita porque nunca sabremos cómo se dan esos entrecruzamientos instantáneos que, a veces, definen destinos. ¿Cómo el Javier se topó con estas dos muchachas bonitas? Javier, Quique y yo, más los demás amigos de la flota, nos encontramos a fines de los años sesenta, en el Colegio Mariano N. Ruiz, donde estudiamos la secundaria. Ahí fuimos tocados por la flor de la amistad.
No recuerdo, te lo juro, cómo vos y yo coincidimos. Da ganas en este instante repetir lo que dice la canción de un famoso trovador cubano: “…tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio ¡y coincidir!”. El pueblo más pequeño es un gran mundo en cuanto a los entrecruzamientos. Acá en Comitán nos topamos una y otra vez en la calle con medio mundo de acá y, sin embargo, no nos hacemos amigos, pero a veces basta un mínimo espacio, una cafetería o un museo, para que el prodigio de la amistad ¡suceda! No recuerdo con exactitud el instante en que Javier se hizo mi amigo; no recuerdo la bendición cuando Dios me puso frente a vos y nos hicimos amigos. Todos los días hay entrecruzamientos que bordan telarañas, pero sólo algunos hilos están predestinados.
En China, me cuenta un amigo que es estudioso de la cultura de ese país, hubo un tiempo en que existían amistades por búsqueda. Una mujer sabia llegaba a los pueblos y buscaba las personalidades gemelas, aquéllas que hubiesen nacido el mismo día y a la misma hora. Cuando encontraban a las niñas predestinadas realizaban un ritual que hermanaba a dichas niñas y las convertía en amigas para toda la vida. ¿Mirás qué maravilla? En occidente, nuestras relaciones de amistad están definidas por el azar. Un día salimos a la calle y, por esa luz indecible que tiene el destino, conocemos a alguien que se convierte en el gran amigo o en la amiga que es como la luz para los atardeceres de nuestra vida.
Javier, chento, me mandó la foto. Tal vez recordó las palabras de Sabines que aseguran que “a estas alturas, la juventud sólo puede llegarme por contagio”. Javier intituló a la foto de la siguiente manera: “¡para que vean!”, y nosotros, sus amigos, la vimos. Vimos que él hace esfuerzos por detener lo que es imposible: la expansión del universo y la elongación del tiempo.
¡Qué bueno que el Javier no es chamula, porque no hubiese permitido la foto, pues su espíritu podía ser robado! ¡Qué bueno que el Javier no practica la filosofía zen, porque el código de conducta le hubiese recomendado “no tomarse fotos con famosos”!
Javier tiene la costumbre de ir, todos los días, un rato en la mañana y otro rato en la tarde, al café de La Casa de la Cultura. Ahí se sienta, en medio del caos del Centro Histórico, al lado de otros amigos y, como si estuviese en una burbuja, entra a otra medida del tiempo, un tiempo donde ve cómo se agota el tiempo. Es un poco como si algo del espíritu de Yalchivol estuviese a su lado; un poco como si esos amigos de la mesa cuadrada estuviesen en el centro del universo y presenciaran cómo el universo se expande, ahora, de manera acelerada.

Pd. Javier y yo hemos sigo amigos más de cuarenta años. ¿Cómo la amistad logra ser una liga que se estira tanto sin romperse? ¿Cuánto tiempo vos y yo seremos amigos? No lo sé, pero -disculpá- no creo que sea tanto tiempo como el que llevo siendo amigo con él. Mientras Dios decide que el universo de nuestro afecto comience a contraerse, le doy gracias por la bendición de tu compañía y tu complicidad. En cada instante tomo una foto del “instante” y lo embarro en mi espíritu y en mi corazón. “…tantos mundos, tanto espacio ¡y coincidir!”. ¿Cuándo leemos una novela de Mónica Lavín? No lo digás en voz alta, no lo digás a alguien: ¡la amistad es el mejor elogio a la vida!