sábado, 1 de octubre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO YA SOMOS OTROS, PERO AÚN NOS DISTINGUIMOS DE LOS OTROS.




Querida Mariana: Óscar Bonifaz publicó, hace años, un libro de fotografías que se llama “Semblanzas”. Ahí aparecen fotos antiguas de Comitán en contraste con fotos del tiempo de la edición. El libro nos enseñó que Comitán, como muchos pueblos del mundo, modificó su entorno arquitectónico y, con ello, su carácter. Ahora muchas casas carecen de “sitio”. Ayer vi que, a cuadra y media del parque central, remodelaron la casa del señor Albores y ahora es Alborada - Plaza. Los “sitios” donde los niños jugaban al Tarzán o a las luchas están a punto de desaparecer. Los niños comitecos ya no juegan al aire libre; los videojuegos demandan espacios cerrados. Como no les “pega” el Sol ahora tienen la piel más blanca y se creen sajones. Los niños ya no trepan a los árboles para cortar jocotes o chulules (¡Dios mío, los chulules también están desapareciendo!).
El centro de Comitán, como sucede en la ciudad de México y en muchas ciudades de esta patria, perdió su vocación residencial y ahora está convertido en un espacio exclusivo de restaurantes, cafés, posadas, hoteles, locales comerciales, bares, plazas y antros. Anteriormente, muchos propietarios destinaban un cuarto de la casa para el negocio; cualquier persona podía entrar a ese espacio delimitado, pero al interior de las casas sólo entraban los amigos, la gente de confianza y los empleados. Hoy, cualquier persona puede entrar a esas casas modificadas, porque se han convertido en espacios públicos. Don Enrique Trujillo jamás pensó que su casa se convertiría en la Plaza Margarita. Esto ha trastocado la personalidad del comiteco: nos hemos vuelto más confianzudos, menos “respetuosos”. El sentido ritual de antes lo hemos olvidado. Las vendedoras que pasaban a ofrecer su mercancía lo hacían desde la calle, frente a la puerta abierta: “¿No merca’sté chayotíos?”, preguntaban y, sentadas en el quicio, con el canasto a un lado, esperaban la respuesta. Ahora medio mundo entra como Juan por su casa. Nuestras propias mujeres (¡qué bueno, dirán muchos!) olvidaron el recato que las hizo famosas en todo México. La timidez se transformó en desenfado y éste, en ocasiones, en reto.
Al modificar la traza de las casas comitecas se modificó la personalidad del pueblo y de sus habitantes. Desapareció ese espacio que era la bienvenida de la casa: ¡el zaguán! Este espacio arquitectónico era como un breve túnel nebuloso que, pasos después, se abría a la luz del patio central. ¡Nuestro carácter era así! Cuando saludábamos a un desconocido lo hacíamos con la penumbra del zaguán, pero instantes después le abríamos nuestro afecto, de la misma forma que se abría la flor de luz del patio.
La transformación de nuestro pueblo derivó de cierto esnobismo y afán de copia. En los años setenta los comitecos pensaron que debíamos estar a la altura de las grandes ciudades del mundo. No faltó quien soñó con construir edificios de cinco o diez pisos, un poco para imitar el Empire State, de Nueva York. ¡Ah, la pucha! Un día, en pesadilla prehispánica, a Comitán lo treparon al altar del sacrificio y le arrebataron su corazón de adobe para injertarle uno de cemento y hormigón.
Vos sos muy joven, querida mía; tu entorno ya tiene otro color y otro aroma. Vos estás hecha con las huellas de porcelanite que cubren los pisos de todo México. ¿Podés imaginar que hubo un tiempo en que los pisos de las casas comitecas estuvieron cubiertos por mosaicos hechos en esta tierra, en los talleres de don Augusto Caralampio García o en los del maestro Paquito García o en los de don Enrique Cancino, entre otros? ¿Podés imaginar que los patios centrales y los corredores de las casas estuvieron cubiertos por ladrillos hechos en los talleres del barrio de Yalchivol? Ah, niña bonita, los barrios también entraron en la confusión y ahora son colonias; por lo tanto, los nombres ya están “colonizados”. Las colonias tienen los mismos nombres que las de cualquier ciudad de México. ¡Transformamos nuestra identidad!
Esto que te escribo no es para lamentar el cambio, ni para decir que “todo tiempo pasado fue mejor”. Esto es una mera reflexión de la forma en que los hombres cambiamos por la modificación de nuestro entorno; si el cambio es irreflexivo los pobladores extravían el camino. Escribo esto como una forma de decir que hoy, los comitecos ¡somos otros! Ni mejores ni peores ¡simplemente otros! Así como otros ¡los pollos engordados en granjas! Vos, sin ningún empacho vas a comer una hamburguesa en la Plaza Las Flores, sin preguntar si la carne es de vaca engordada con clembuterol. Esto que te escribo es sólo para decir que acá hay muchos, todavía, por fortuna, que desdeñan las gallinas de granja y prefieren un caldo ¡de gallina de rancho! ¿Mirás? Gracias a Dios, hay gente que no tiene complejos y prefiere los productos orgánicos a los transgénicos. Esto es para decirte que, en algún tiempo (no muy lejano), Comitán fue un pueblo orgánico. Hoy, tiene conservadores y, a veces, es un producto congelado.
La transformación trajo beneficios al pueblo (envueltos en papel de estraza -des trazado- destrozado -de estresado). El Comitán de este 2011 es diferente al de 1950. Digo esta perogrullada para significar que nuestra personalidad también se ha modificado. Yo nací en los años cincuenta. El ritmo de los hombres y mujeres de mi generación ¡es otro! A veces te impacientás conmigo porque quisieras que caminara con la premura que vos lo hacés. ¡No puedo! El tiempo de mi tiempo era sosegado. Los cielos de aquellos tiempos se veían iluminados por papalotes más que por helicópteros. Mi tiempo es el que aún perdura en el barrio de La Pilita Seca, donde una señora saca una mesa a las siete de la noche y, bajo el resguardo de un foco, prepara chalupas, panes compuestos y tacos dorados. Ese tiempo donde la gente se sienta en la banqueta y mira pasar los minutos como si fueran horas y no segundos. Soy de tiempos donde la gente “banqueteaba”.
Te cuento que en un pueblo de Oaxaca existe un taller donde están recuperando la fabricación de mosaicos. Un grupo de diseñadores incorpora diseños contemporáneos a la fabricación artesanal tradicional. Esto es un poco para decirle al mundo que las tecnologías de estos tiempos no están reñidas con el conocimiento ancestral.
El libro de Bonifaz tiene un prólogo de Hermila Grajales de De la Vega -doña Milita- que reflexiona, precisamente, sobre la conjunción de lo tradicional con lo moderno. ¿Cuál es el secreto para aliar la tradición con la modernidad? Ciudades de todo el mundo nos han enseñado que es posible respetar los procesos de identidad sin renunciar a los avances de los tiempos actuales.

Pd. Una vez, querida Mariana, escribí que Comitán desaparecería como pueblo, no el día que llegara una sucursal de McDonald’s sino el día que cerrara la última cenaduría de panes compuestos. Las hamburguesas, como los marcianos, ¡llegaron ya!, pero nuestros panes siguen siendo disfrutados por nuestra gente, por jóvenes como vos. El otro día vino Raymundo Zenteno, famoso escritor, y lo primero que pidió fueron panes compuestos y los llevó a su regreso. Luego me escribió diciendo que su mamá y sus hijas los habían disfrutado, en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez. ¿Mirás? Tal vez es el secreto que demandaba doña Milita en el libro de Bonifaz: abrir espacios a la avalancha de la globalización sin ceder un centímetro a nuestra identidad; a aquello que nos hace diferentes; a aquello que nos hace auténticos, ¡únicos, no sólo en el mundo, sino en el universo!
¿Paso por vos, mañana domingo, para ir al mercado Primero de Mayo a tomar un vaso de atol agrio?