viernes, 28 de octubre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN LIBRO ES MÁS QUE UN LIBRO




Querida Mariana, dicen que en México los lectores son escasos. Si en la ciudad de México no existe el número deseable de lectores, podés imaginar lo que sucede en nuestro Comitán. La ausencia de librerías ha sido una constante en el pueblo. Acá no hemos tenido profusión de vidrieras donde podamos pegar las narices para oler las portadas de los libros. No tenemos la costumbre de ver, detrás de los cristales, nombres luminosos en las portadas. No nos son cercanos nombres como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y demás Onettis que enredan los Saramagos que en el mundo han sido.
Ayer fui a la casa de Mario. Ahí, en el patio, estaba su hijita Alondra. La niña, en cuanto me vio dejó la muñeca sobre los ladrillos y me abrió los brazos: “¡Tío, ayudame a hacer mi tarea!”.
Yo recién había pasado por la Casa de la Cultura, donde leí un cartel que conmemoraba los ¡18 años del Campus VIII-Comitán, de la UNACH! Y ahí, perdida entre la programación de los festejos, se anunciaba: Quema de libro. Vos y yo sabemos que ello es una tradición, pero si en mí estuviese le cambiaba el nombre. En estos tiempos de confusión, la celebración de la tradicional Quema de libro alude a prácticas fascistas. Se me hace menos agresiva la Quema de batas que realizan los estudiantes del área de las ciencias químicas. ¿A quién se le ocurrió celebrar el fin de la carrera profesional con una quema de libro? ¿Por qué quemar -simbólicamente- el objeto cultural más importante en la vida de un profesionista? El mundo, a veces, envía mensajes confusos.
Y digo esto porque Alondra me pidió que le diera una definición de “libro”. Antes que dijera sí o no o dudara (como es mi costumbre, siempre que me piden algo), su papá le dijo que no molestara, pero Alondra, siempre pepita de calabaza sobre el comal, dijo: “Pero, papá, mi tío es escritor”, y con esto justificó su petición. Yo, acá entre nos, estaba emocionado porque Alondra pidiera que platicáramos acerca del libro. Por lo regular, en estos patios se habla de ríos que no van a dar al arte. La gente habla con gran emoción de sucesos oscuros; miro que alzan la voz, que mueven los brazos, que abren los ojos como si fuesen truchas, cada vez que hablan de muertos, de asaltos, de secuestros, de la última hojalateada que Ninel Conde se hizo, de actos de infidelidad, del clima, de lo que sucede en Libia, del más reciente gasolinazo, de los baches, del embarazo de la hija de la comadre o de que si Matías o Luis Ignacio. Se habla mucho de Sabines (el gobernante) y mucho menos de Sabines (el poeta), poco de esa flama que se llama literatura.
¿Te acordás del libro que leímos hace dos o tres años, que se llama: Fahrenheit 451? Ahí hay una quema de libros, una quema ignominiosa. ¿Por qué los hombres queman libros en esta novela de Ray Bradbury? Porque –los dictadores justifican- los libros angustian y esto hace que la gente no sea feliz. Esto ha sido el pretexto de los sátrapas: los libros son perniciosos, nos dicen y tratan de que los lectores no tengamos acercamiento a los libros para que permanezcamos sin mancha, un poco al estilo de aquella famosa película mexicana: “El castillo de la pureza”, donde el personaje principal (Claudio Brook) evita que sus hijos tengan contacto con el mundo exterior para que no se contaminen con “el mal” que campea en las calles. Por ello los mantiene encerrados en su casa.
Todo es un mero pretexto, porque quien quema un libro quema el espíritu; y quien quema un espíritu quema el destino de grandeza del hombre. La quema es una práctica añeja. La historia nos demuestra que, desde siempre, han existido espíritus cobardes que para justificar su vida estéril niegan su propia esencia.
Y Alondra tiene razón: ¡soy un escritor!, pero, a la manera de Borges, de lo que me siento orgulloso (como polvo de luz sobre un escritorio de cedro) es de los libros que he leído.
Estuve a punto de decir a Alondra que un libro es un patio con flores, un corcholata llena de gránulos de aire, pero me detuve. No lo hice, porque ella escribiría en su libreta de resorte y, a la mañana siguiente, su maestro la reprobaría, porque los adultos no saben que un libro es como una nube de cristal que no se quiebra jamás. Los adultos juran que las nubes están hechas de gotas de agua. Quise decir a Alondra que cuando una niña bonita abre un libro la vida se le viene encima con una cascada de flores y de algodones de París, pero no lo hice porque su maestro…
¿Qué es un libro? El arquitecto Pepe Trujillo presentó una tarde de éstas el libro “Guía de Orquídeas”, cuyo autor es el científico Carlos Rommel Beutelspacher Baigts. Realizó una descripción exacta del contenido y reflexionó acerca del esfuerzo que requiere la factura de un libro. No del proceso de edición, no, no, ¡del esfuerzo de un autor! En el caso del libro comentado, algunas de las preguntas fueron: ¿Cuántas horas le dedicó el autor en trabajo de investigación de campo y de gabinete? ¿Cuántas madrugadas con el café al lado? ¿Cuántas noches durmiendo a la intemperie, metido debajo de la tienda de campaña, expuesto al frío y a los piquetes de zancudos o a la mordedura de alguna serpiente? ¡Dios mío! ¿Cuánto tiempo dejando a la otra vida en la periferia?
Alondra tiene razón: soy escritor. Sé entonces que los novelistas y los escritores de cuentos también invierten muchas horas, muchísimas, en la factura de una obra literaria. Vos sabés que el podómetro es un chunche que mide los pasos de un caminante. Lo usan, sobre todo, los deportistas. Es una pena que los escritores no tengamos un chunche similar para medir el tiempo y el talento invertidos en el acto de creación. Sería maravilloso que, en el momento de abrir el libro, el lector tuviera el dato (en la última hoja) de las horas invertidas; de las hojas arrugadas y enviadas al cesto de basura porque no satisfacían; de las idas y venidas (en el buen sentido) como león enjaulado por el cuarto; de la inmensa nostalgia de saberse solo a la hora que se mira, a través de la ventana, cómo la vida pasa frente a uno, mientras nosotros (los escritores) tratamos de retenerla en unas hojas, sin vivirla a plenitud. ¡Pero no, querida mía, ese chunche no existe! No existe, porque es imposible medir la expansión del universo en la mente de un creador.
Como no hallaba la definición exacta, a Alondra le dije que me tomara una foto, su maestro reconocería aquello de que “Una imagen vale más que mil palabras”. La niña entró a la recámara y regresó con una cámara digital. Yo, con el libro que llevaba, más uno que Mario me prestó, preparé la escenografía. “¡Es como una casita, tío!”, dijo ella en cuanto me vio. Me puse serio, contento, iluminado y Alondra me tomó varias fotos.
Sí, pensé. La fotografía es en homenaje a Gabriel García Márquez, quien una tarde posó para una foto similar. Sí, pensé. El libro es mi casa, es el muro de viento que circunda mi espíritu, es el techo donde las nubes picotean las tejas, es la cueva donde el hombre de siempre se resguarda de los fantasmas que aúllan por la noche, es la alfombra mágica que al hombre lo ayuda a volar por todos los cielos, es el reloj de arena que me trae el polvo de oro de todos los tiempos, es la sala donde tomo café con los espíritus grandes que el mundo ha parido, es el agujero negro, el pozo de luz, la grieta que alimenta al alma.
Y yo, querida mía, que le rehúyo al ojo de la cámara, porque desde siempre el cíclope me causa miedo, posé como si estuviese expuesto en un aparador, sólo para que el libro, aunque sea por un ratito, sea el protagonista de las historias que se cuentan. ¡Qué bueno que en el salón de clases aún se hable del libro! ¡Qué bueno que los niños repitan el acto maravilloso de tomar un libro entre las manos! ¡Qué bueno que aún tengamos la posibilidad de abrir un libro y con ello prender la flama que ilumina al espíritu!
A mí me gustaría que los universitarios hallaran otro modo de celebrar y, sin eliminar esa hermosa tradición de unirse en torno a la fogata, quemaran otro objeto, otro objeto que no sea este chunche hermoso que se llama libro. ¿Por qué no queman un hato de hojas secas de abedul, un poco para significar que el otoño se ha ido y el porvenir presagia la primavera del espíritu? ¡Quemen otro chunche, pero no quemen el libro! El mensaje subliminal que se envía hace daño al corazón del hombre. Hubo épocas oscurantistas donde los libros fueron quemados en intento de quemar el pensamiento del hombre. Ahora quisiéramos épocas menos ingratas.

Pd. Te confieso que cuando me puse el libro sobre la cabeza sentí que me protegía de la lluvia ácida que cae sobre las ciudades y espíritus contaminados. Fue como si el paraguas que Horacio y La Maga aventaron en el Parc Montsouris, una tarde de Rayuela, recuperara su dignidad de paracaídas en vuelo. Quise decir a Alondra que el libro también protege al cuerpo como si éste fuese una línea sobre la superficie del agua, pero no lo hice porque su maestro…